Parecían
dos tipos inofensivos, y sin duda lo serían. Una parejita de jóvenes
mochileros franceses y de aspecto un tanto bisoño haciendo autoestop
cerca de una de las pocas fronteras que aún quedaban en Europa. Sin
embargo su aspecto desaliñado y sucio podría darles algún problema
en la aduana: los guardas de las fronteras exteriores de la Unión
solían ser bastante desconfiados con aquellos que, entrando desde
terceros países menos “civilizados”, no tenían el aspecto de
turistas de manual, como era mi caso.
Pero
igualmente, tenía que parar a recogerlos, no podía dejarlos allí
tirados, aunque eso supusiera perder más tiempo en la frontera con,
seguramente, algún registro de sus grandes mochilas: sucias y
sospechosas.
Ella
era guapa, mucho, con el pelo recogido en un moño estrambótico que
dejaba a la vista su cuello grácil, esbelto como ella y, por qué no
decirlo, apetecible. Sus ojos claros miraban con un desparpajo más
joven que salvaje. Y el acento francés con el que adornaba su
correcto y pintoresco castellano aprendido en Sudamérica eran el
aliciente perfecto para preguntarse cómo sonaría su voz en un
cuarto con poca luz. Él, sin embargo, era un pardillo con suerte, el
típico jovencillo del que no sabes si te ha de caer bien o mal por
la suerte de estar dándose un viaje mítico con una muchacha como
aquella. También es cierto que el sesgo de mi visión me impedía
pensar que quizá era ella quien tenía suerte de haber encontrado un
hombre así: de menor estatura, pelo rapado desnudando la redondez de
su cabeza de cerilla, nariz aguileña y ojos oscuros como el tizón.
El
caso es que los subí en mi coche y nos encaminamos a la frontera,
cinco kilómetros más allá. Les dio tiempo a contarme, sobre todo
ella, ya que él apenas sí se manejaba siquiera en inglés; que
habían cruzado la frontera sólo para comprar tabaco (benditos
vicios, pensé, que os han cruzado con mi camino), ya que a este lado
era mucho más barato, sin los impuestos, abusivos y/o disuasorios
del interior de la Unión.
También
pudieron contarme que estudiaban Bellas Artes y estaban haciendo un
viaje de inspiración, buscando iglesias, frescos, paisajes y
esculturas que hubieran escapado a los catálogos canónicos que les
enseñaban en la Facultad. Les dije, con afectada pesadumbre, que yo
no tenía ni idea de arte cuando me hablaron, entusiasmados, de los
iconos paleocristianos que aún permanecían escondidos y
desconocidos en los valles perdidos de aquellas montañas agrestes de
la Europa más exterior.
Cuando
llegamos al puesto fronterizo, pude comprobar que en la aduana
estaban registrando aproximadamente uno de cada cinco vehículos, y
que aunque estadísticamente no nos tocaba, seguramente nosotros
levantaríamos alguna sospecha.
Efectivamente,
los guardias, predecibles hasta el aburrimiento, preguntaron nada más ver
nuestros pasaportes de distinta nacionalidad si íbamos juntos todo
el camino: mi aspecto de turista playero, el sombrerito de paja, el
mapa de carreteras sobre el salpicadero y el folleto de un hotel
caro, no cuadraban nada ni con sus pelos revueltos, sus mochilas
sucias ni sus pies descuidados de kilómetros de patearse los caminos
y carreteras.
Inocente,
declaré a los guardias que a ellos los había recogido cinco minutos
antes y que yo venía de dos fronteras más allá, de un tour con mi
coche por las costas de Grecia. Mis pasajeros, convencidos también de
su inocencia, reconocieron que sólo habían cruzado ese mismo día
para comprar tabaco, pero en una cantidad menor a la que había que
declarar. Los guardias, no del todo convencidos, me hicieron aparcar
el coche en un lateral y ordenaron que nos bajáramos del vehículo.
La desconfianza de estos funcionaros fronterizos es, como ya he
dicho, predecible casi al milímetro.
Un
guardia joven con cara de sabueso, seguramente recién licenciado y
con los bríos propios de los comienzos, se puso a mirar por encima
lo que llevábamos en los bolsillos, mientras otro más mayor y de
aspecto un tanto más despreocupado me preguntó que cómo pensaba
volver a España en coche. Le conté los ferries que tenía
reservados y que ya había hecho este viaje en ocasiones anteriores,
añadiendo a mi relato las ganas que tenía por fin de entrar de
nuevo en la Unión para olvidarme de las carreteras infernales del
otro lado de la frontera. Dijo algo en su idioma ininteligible a su
compañero más joven y se fue. Él daba por concluido su trabajo de
primera criba.
El otro pidió a la pareja francesa que vaciaran sus mochilas. Yo,
solícito, les ayudé a sacarlas del maletero y mostré también una
mochila, que llevaba como equipaje auxiliar a la maleta más grande
donde transportaba el grueso de mis pertenencias. Pregunté
voluntarioso si vaciaba mi bolsa. El funcionario negó con la cabeza
y señaló al maletero para que la guardara. Ya había elegido a sus
presas y no quería que le hiciera perder más tiempo: la cola de vehículos que esperaban para el control de pasaportes iba aumentando.
El
proceso no fue muy largo, pero mis pasajeros me pedían, apurados,
perdón tanto en inglés como en castellano, lo que hizo que el
guardia joven se relajara un tanto. Aunque cuando terminó de revisar
uno a uno todos los objetos del interior de sus mochilas, incluyendo
libros y bolsas de tabaco de liar, me llevó aparte y me preguntó si
me habían dado alguna cosa. Con los ojos abiertos y con cara de
sorpresa le dije que no me habían dado nada y le invité
complaciente a que mirara lo que quedaba de sus pertenencias, un par
de chaquetas y una bolsa, dentro del coche; explicándole
detalladamente qué era mío y qué era de ellos.
Mientras
acometía su registro, me adviritó, muy serio, de que la próxima vez
no cometiera el error de principiante de pasar a dos desconocidos una
frontera, puesto que me podrían poner en un aprieto. Que una vez
dentro del país hiciera lo que quisiera, pero no para cruzar de un lado a otro del puesto fronterizo. Apesadumbrado le di la razón y, tras un par de
trámites más, que incluyó la asistencia de una guardia para
cachear a fondo a la chica, para mi solace más sátiro, mientras el
joven sabueso hacía lo mismo con su asustado novio, terminaron sus
pesquisas.
Como
era de esperar no encontraron nada, así que, tras desearme un buen
viaje y no dirigirles ni una sola palabra a ellos, nos dejaron
continuar.
Iniciamos
la marcha más relajados y echamos algunas risas recordando las caras
de extrañeza de los guardias cuando ellos me pedían perdón. En su
bisoñez, no se explicaban que alguien pudiera pensar que ellos
fueran sospechosos de tráfico ilegal de cualquier cosa. Les di la
razón, bendita inocencia.
El
calor apretaba fuera (al pasar la frontera no sólo habíamos
cambiado de país, sino de lado de la montaña, clima, y vegetación),
las chicharras cantaban desesperadas recordando que habíamos vuelto
al Mediterráneo, y los pinos amables del linde de la carretera
invitaban a pararse bajo alguna sombra a contemplar las vistas del
mar que aquí y allá se asomaba en cada curva del camino. No nos
pareció mala idea detenernos a hacer algunas fotos, puesto que la
altura del sol era la ideal para conseguir unos juegos de colores
magníficos, según dijo ella. Yo asentí diciendo que quienes sabían
de arte eran ellos, así que me desvié por el primer camino que se
metía hacia el acantilado cercano, dispuesto a perder otro rato más
con aquella encantadora pareja.
Les
abrí el maletero para que sacaran las cámaras fotográficas de sus
mochilas, y en un movimiento poco afortunado él arrastró mi maleta
tras su bolsa, cayendo fuera del coche y abriéndose. Sus caras de
asombro fueron impagables al descubrir toda una colección de ricas
tallas de madera policromada representando vírgenes y santos. Lo
mejor y más valioso que había podido distraer o comprar a precios
irrisorios en las desprotegidas iglesias del país que acabábamos de
dejar.
-Pero,
¿tú no decías que no sabías de arte? -preguntó ella
inquisitiva, consciente del valor de mi cargamento.
-Bueno -respondí culpable-, lo suficiente como para saber que
esto que llevo aquí vale mucho dinero.
-¡Ilegal!
-acertó por fin a decir él en inglés.
Yo,
con una tranquila sonrisa culpable, acaricié en mi bolsillo la
empuñadura de mi revólver, pensándome qué hacer con él. Y con
ella también, claro.