Y le manchaba los dedos de harina al entregarle el paquete de
naipes con el que realizaba el siguiente de sus números.
Toda la Corte, con la aquiescencia del Emperador, aún
celebraba con exagero su bufonada previa en la que, imitando al Panadero Real,
se llenaba la boca de harina. Era una de las ocurrencias preferidas del
monarca. No tanto como el de «Los Naipes Predestinados».
A pesar del júbilo general, el favorito del Emperador se
limpió silencioso y angustiado la harina de sus dedos. Intuía que la carta que
le saldría en el juego no sería aleatoria. Tragó saliva y encaró a su destino: el
Bufón era sólo un instrumento.
El lápiz con el que ella, cada
mañana, se lo dibujaba solía durar poco más de diez corazones, dependía de su
humor al apretar más o menos, de cómo estuviera de inspirada o de si había
llovido. Entonces, bajaba a la papelería y pasaba horas deambulando entre
expositores, como si nunca antes hubiera necesitado un lapicero, hasta que él
la atendía. Con cada visita ella descubría algo más de sus aficiones y
costumbres, incluso que subía a internet fotografías de pintadas románticas
encontradas por la ciudad. Después, volviendo sola a casa, se preguntaba cuándo
descubriría que los corazones con sus iniciales estaban dibujados con esos
lápices importados que sólo él vendía.
Es algo que tiene que ver con la sal,
es el roce de la arena en tus pies.
Es quizá el bramido indómito del mar,
puede ser el sol rodeándote la piel.
Son los recuerdos apelotonodos,
juegos de agua y risas en la orilla,
la ilusión de un «Premio» en el palo del helado.
el «acuérdate de dónde está nuestra sombrilla».
Son las siestas al amparo de una cortina,
la difícil elección entre sandía y melón,
los puestos de melocotones en el arcén,
el olor a pescado en el espigón.
Es la niñez presa en la arena,
la adolescencia adormecida en la playa.
Brochazos pasados de otra vida,
una lágrima varada al final del verano.
La gente corriente, quienes siempre saludan, los que bajan a tomarse el carajillo al bar o te ceden el asiento en el autobús, no necesariamente son lo que parecen.
Todos somos gente corriente, y todos nos hemos imaginado alguna vez haciendo alguna barbaridad o quizá reparando alguna injusticia, cometiendo una venganza que hemos considerado necesaria, como si fuéramos el tranquilo y pacífico granjero de un western que ha de recorrer medio estado para dar su merecido a quienes han acabado con todo lo que le importaba en su vida.
Se podría decir que Tarde para la ira es un western ambientado en la España actual, con personajes muy reconocibles que hemos visto más de una vez por nuestro barrio; o se podría decir que esta película nos cuenta una historia que de una forma u otra ya hemos visto en infinidad de presentaciones anteriores, sea por escrito o en audiovisual.
Pero eso no es motivo para dejar de ir a verla, muy al contrario, el gran mérito de Raúl Arévalo con su ópera prima es tejer una película que te engancha y te mantiene contra la butaca esperando el posible momento en el que todo gire de forma inesperada.
Desde el primer plano secuencia, con persecución automovilística a lomos de una cámara subjetiva, ya se hace una declaración de intenciones de que no vamos a ver algo convencional.
A continuación tenemos una presentación de personajes moviéndose por un naturalismo conseguido con cámara al hombro que casi te hace creer que la historia desembocará hacia un cauce de cine protesta independiente, pero no, estamos viendo a gente corriente que se va a embarcar en la segunda mitad de la película en un viaje muy jodido.
Y así es, en un giro de guion lento y trabajado vamos descubriendo cada vez más cosas de estos personajes, hasta discurrir por la ira que se menciona en el título.
Historia que parece de buenos y malos pero que nos pone frente a frente contra nuestras contradicciones éticas y morales: nadie es tan bueno y nadie tan malo, el pasado es el pasado y no somos más que una evolución de diferentes estados. ¿A quién de nuestros estados pasados hay que juzgar? Esa pregunta me la hice en uno de los momentos más tensos de la película, con Antonio de la Torre convertido en una especie de Charles Bronson implacable en su búsqueda.
Sólo por eso ya me mereció la pena ver esta película, por el momento en el que no supe de quién apiadarme, con quién empatizar. Quizá no siempre hay que tomar partido. Sin duda un tremendo trabajo tanto de Raúl Arévalo como de los actores. Nada nuevo que decir de Antonio de la Torre, un cada vez más sorprendente Luis Callejo y una magnífica Ruth Díaz en el papel de piedra angular involuntaria y anónima, por el que le dieron en el festival de Venecia el premio a la mejor interpretación en la sección en la que participaba la película.
El masajista no tardó en
reconocer aquel lunar bajo la nuca, pero continuó hierático, dispuesto a realizar
su trabajo como si aquel descubrimiento no le hubiera puesto en alerta. Se
impregnó las manos con los aceites aromáticos y comenzó a aplicarlas firmes
sobre la espalda de su cliente. Las fragancias de especias que entraban por las
ventanas del hammam se potenciaron
gracias a las de los óleos.
Unos minutos después, alrededor de las
cinco, el cliente tosió estentóreamente. Como respuesta, el masajista silbó
descuidado los primeros acordes del Yesterday
de Los Beatles, compitiendo con el coro que desde los minaretes empezó a llamar
a la oración de la puesta de sol, inundando de voces y cánticos el ambiente
húmedo y caluroso de El Cairo.
El ayudante del masajista, a un
gesto de su jefe, cerró discretamente las puertas. El masajista interrumpió entonces
la melodía y sonrío.
‑Bienvenido a 1798, doctor Brown.
Napoleón está a punto de llegar a las pirámides.