Los monstruos que llevamos dentro
a veces no nos hacen tan diferentes de los monstruos que aparecen en la crónica
de sucesos de la prensa, de ésos que cuando sabemos de sus crímenes o
barbaridades nos hacen preguntarnos en voz baja: «¿cómo puede haber gente así?».
Es posible que lo único de nos
distingue de ese monstruo que, según los vecinos, «siempre saludaba en el
portal» sea la, a veces muy delgada, barrera de la empatía con el prójimo, esa
ventaja evolutiva que nos diferencia de otros animales sociales; y que mientras
más avanzamos hacia un mundo individualista en el que lo comunitario pierde
valor en el mercado (des)social de la oferta y la demanda, más se va diluyendo
en el día a día de la supervivencia y el sálvese quien pueda.
En Que Dios nos perdone tenemos a dos policías del departamento de
homicidios y muy poco empáticos buscando a ese monstruo, un posible asesino en serie y violador de ancianas en un Madrid caluroso, correoso y agitado con la confluencia de mareas
sociales que chocan entre sí. Pero durante la investigación policial los protagonistas
no sólo van a encontrar a ese monstruo, sino que también lidiarán
con el que ellos llevan dentro, que en ocasiones llega a escapar con una
facilidad preocupante.
Antonio de la Torre vuelve a
estar sembrado interpretando a un personaje atormentado, con terribles
borrascas interiores, y esta vez además tartamudo, sumando a su discapacidad
social otro problema palpable al exterior que sirve para que el director
Rodrigo Sorogoyen nos muestre las auténticas discapacidades o virtudes
empáticas de quienes le rodean. Uno de ellos es su compañero Roberto Álamo, que
encarna con una facilidad pasmosa a un personaje que nos puede resultar
terriblemente familiar, un broncas violento y excesivo que en su necesaria
demostración de su posición dominante sepulta el resto de aspectos personales,
para desgracia de quienes le rodean (familia, compañeros, amigos…).
Rodrigo Sorogoyen recorre esta
vez un Madrid diurno, asfixiante, ruidoso, cercano y decadente, a diferencia del
retrato más frío de la ciudad que nos enseñó en su anterior e intimista
Stockholm. Y nos lo enseña con gran
parte de su circunstancia social, con personajes verídicos orbitando creíbles
alrededor de los protagonistas, vibrando al ritmo de la investigación y de la
lucha de ambos contra ellos mismos, y tratando de sobrevivir a pesar de, también, ellos mismos.
De aquella película recupera a
Javier Pereira, convertido en otro tipo de depredador muy diferente al que
interpretaba allí, con bastante más empaque que aquel personaje.
Desde el punto de vista de la
trama policial, se me quedó coja la forma en que se
va cerrando, quizá porque estaba esperando un alarde digno de Sherlock Holmes,
cuando realmente la vida se parece más a lo que nos narra Sorogoyen:
casualidades, casos cerrados en falso que se diluyen, hipocresía y villanos en
todos los niveles.
Lo importante es, en todo caso,
tener controlados a los monstruos.