martes, 31 de diciembre de 2013

2013: El año que no debió existir

Recuerdo que una vez escuché decir a alguien que los años impares eran peores que los pares. Sin duda, tal afirmación no se basaba en ningún estudio, puesto que ningún estudio sería capaz de resolver de forma objetiva qué año fue mejor que otro: nacimientos, muertes, catástrofes (universales o personales), rupturas, declaraciones de amor correspondidas, grandes aventuras, fracasos estrepitosos, el paro, ascensos...
 
Es cierto que aún incluso dentro de la dinámica de crisis en la que estamos inmersos, y donde los informativos se ceban con las malas noticias (la política del miedo que nos hace ciudadanos inmóviles, atenazados por la preocupación, incapaces de pensar o de rebelarnos, que tanto conviene a los gobernantes y a los medios de comunicación), no ha dejado de haber buenas noticias.
 
Para ser justos con 2013, el año que no debió existir puesto que según las interpretaciones catastrofistas del calendario maya el mundo se terminó el pasado 21 de diciembre de 2012 (¿quién sabe si todo lo que estamos viviendo ahora no es más que un sueño, o pesadilla, que está dentro de mí al escribir estas líneas, o de ti, lector de las mismas?), deberíamos ser sinceros con nosotros mismos y repasar la lista de acontecimientos, noticias y vivencias de los últimos 365 días cuando estemos de buen humor, para evitar que el recuerdo de lo malo nuble lo bueno de este año que, personalmente, para mí no ha sido el mejor.
 
Lo que para mí parecía comenzar como un año más de la vida placentera que llevaba en Valencia: mi grupo de amigos con los que salir a tomar una copa por las mil veces pateadas calles mediterráneas, ver el fútbol en el Wooden de Paula y Sebas con Luis y Pablo, las mañanas de sábado en el huerto de Alboraya, los 20 minutos a pie para ir al trabajo atravesando el barrio de Benimaclet, las dos horas cortas entre Valencia y los fines de semana ilicitanos, el olor del mar, las carreras por el Jardín del Turia, las tardes piscineras de verano en la piscina de la urbanización... Todo eso se ha venido abajo, se ha esfumado: El grupo de amigos está disperso por medio mundo, el Wooden ha cerrado (al menos queda el Café Infinito de Silvia y Frankie, que espero sigan esperando nuestra vuelta hasta el infinito y más allá), el vergel de la huerta valenciana al lado de casa es ahora una parcela  de verano a 30 km en la algo más dura vega del Jarama, he de caminar más de media hora por avenidas ninguneantes y contaminadas, comerme atascos kilométricos en las autovías que confluyen en este gran agujero negro o puerta del cielo que es Madrid, en el metro huele a estrés, la M30 es la peor compañía para correr por un parque y los veranos son duros lejos del mar...
 
Objetivamente he perdido en calidad y nivel de vida durante 2013.
 
Pero...
 
Siempre hay un pero, incluso para bien: el convencimiento de retomar proyectos literarios que dormían un sueño que no les correspondía, la puesta en marcha del proyecto de Aventureros Solidarios, la buena gente encontrada y reencontrada en Madrid (lo mejor de esta ciudad), el convencimiento de que hay que hacer algo para salir de esta situación, los viajes realizados, la nueva comunidad de la RCP, los proyectos viajeros alumbrados... La visualización de un camino por el que escapar hacia lugares y estados más plácidos... Eso está en el HABE de 2013.
 
Mejor no hacer balance entre DEBE y HABE, sino quedarse con lo bueno y esperar que 2014 nos dé la luz que buscamos.
 
 

martes, 17 de diciembre de 2013

ESE EXTRAÑO OLOR (1er finalista concurso relatos TR 2013)

El siguiente relato, presentado al concurso de relatos cortos de la empresa donde trabajo, ha sido galardonado con el segundo premio (es la segunda vez que escribo un segundo premio, tengo vocación de segundón). Vosotros me diréis si podría haber sido premiado ganador.


ESE EXTRAÑO OLOR



Estornudé como si no hubiera otro medio de comunicación entre la Tierra y los planetas más allá del cinturón de asteroides y saqué el último pañuelo de papel que me quedaba. Intenté economizar rácanamente el clínex, consciente del desastre incoming por la carestía de este adminículo. Así que con cierta aprensión volví a meterlo en el bolsillo de mi americana: guardaba la esperanza ilusoria de que me quedaran centímetros cuadrados para los próximos usos.

Seguidamente empezó a llover, por lo que con un mal humor arreciando protegí como pude el rollo de planos con mi cuerpo y me dirigí a paso vivo hacia la mole de Nuevos Ministerios. No había rastro del hombre que solía vender pañuelos en los semáforos de la Castellana, por lo que no tuve otra que encomendarme a la vitamina C del zumo de naranja del desayuno (intuyo que nula por tratarse de un zumo caducado dos días atrás, problemas de hacer seguidismo a un ministro tragaldabas). Y, con el seno nasal derecho saturándose nuevamente, esquivé los coches que por arte de birlibirloque se aparecen mágicamente cual mocos mecánicos congestionando Madrid cada vez que asoman las famosas cuatro gotas de lluvia: soy de la opinión de que a cada una de estas gotas habría que llamarlas como cada uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis.

El caso es que llegué a la arcada ciclópea de los Nuevos Ministerios, donde con la excusa de protegerme de la lluvia recuperé el aliento: respirar por media nariz, luchando además para que el moco que satura la otra media no deslice bigote abajo tiene un arte poco reconocido pero muy sacrificado. En ese momento mi teléfono móvil sonó alegre con el tono de los mensajes recibidos, inocente de la mañana de perros que se pronosticaba. Temía que, como muchas otras veces, la reunión se hubiera cancelado y por tanto mis divagaciones congestionadas entre el tráfico y bajo la lluvia hubieran sido vanas, pero no. Era mejor aún. Mucho mejor: mi jefe se descolgaba de la reunión, así que me tocaría defender, en una reunión a la que básicamente acudía sólo para llevar planos, un proyecto al que acababa de incorporarme.

El mal humor quedó sepultado por una ola de frustración, o por la falta de oxígeno, puesto que mi nariz estaba a punto de colapsar.

Y además se hacía tarde.

Salí nuevamente a la lluvia preguntándome por la sonoridad del arameo y, sorbiéndome los mocos discretamente, me dirigí hacia Fomento. En la puerta, y al mismo tiempo que estornudaba tirando por tierra toda la labor de contención nasal, tropecé con un mensajero con casco incorporado que salía corriendo del edificio. Quise disculparme por llenarle la visera de mocos, pero el tipo no se dio por aludido ni por salpicado, y continuó su camino dejando tras de sí un olor penetrante que incluso atravesó la barrera de mucosas de mi nariz.

No di al asunto más importancia de la que le daba el perjudicado y entré usando mi último trozo de clínex disponible para limpiarme el desbordamiento del último estornudo.

El vigilante no estaba, sólo una bedel que seguramente llevaba allí desde antes de que levantaran la mole ministerial y que, a pesar del trasiego de la calle, dormitaba plácidamente en el mostrador del vestíbulo. Le enseñé mi DNI soltando un buenos días gangoso y al borde de otro estornudo eyaculatorio. La señora abrió los ojos como platos y sonrió alegre mirando el documento.

–¡Es como tú! –exclamó entusiasmada señalando la foto.

Sonreí indiferente (mejor no llevarle la contraria a un bedel ministerial) y esperé a que hiciera las gestiones para darme el pase. Por dar conversación, aunque mi nariz taponada lo desaconsejaba, saqué a colación el extraño olor que vagamente percibía.

–¡Yo no he sido! –se limitó a decir mientras aporreaba esforzadamente el teclado.

Visto el éxito, y con mi nariz a punto de desbordar, dejé el tema y le pregunté por un pañuelo de papel.

–¡Entonces has sido tú, pilluelo!

Abrí los ojos al mismo tiempo que me ponía colorado sin ningún motivo y miraba a ambos lados para saber si había allí alguien más en quien apoyarme, pero mi soledad era total en aquel vestíbulo.

–Tranquilo rey, que no se lo diré a nadie –aclaró guiñándome un ojo al darme mi acreditación.

Aún impactado por la actitud de la bedel, me dirigí a los ascensores limpiándome indisimuladamente la nariz con el dorso de la mano derecha. Desde el otro lado de la puerta del ascensor llegaban voces y risas que se colaban desde las plantas superiores. Nunca había escuchado tanto jaleo en el Ministerio, y nunca había visto a dos personas jugando al tute en un ascensor, puesto que eso es lo que vi en cuanto las puertas se abrieron. Un técnico de Puertos y el Subdirector General de Transporte Aéreo me miraron sonrientes y me invitaron a entrar con cuidado para no tirar la pila de tomos de Recomendaciones de Obras Marítimas, que habían usado como mesa.

–Pase usted, buen hombre. Póngase aquí –me indicó el Subdirector–. ¡Arrastro!

–¡Qué suerte tiene el jodío! –se quejó el de Puertos–. Los hay que la flor les viene con el cargo, ¿eh? –y me guiñó un ojo antes de echarse a reír.

Sonreí tímidamente mientras las puertas se cerraban y pulsé al primer piso para bajarme lo antes posible. Aquellos dos se pusieron a contar sus triunfos sin hacerme caso, hasta tal punto que aunque un estornudo traicionero me sorprendió repentinamente sin que pudiera volver la cabeza, mis compañeros de viaje se limitaron a reír cuando el vendaval de mocos y saliva voló las cartas que descansaban sobre las Recomendaciones del diseño y ejecución de las Obras de Abrigo.

–¡Toma ya! Esto sí que es un Jet stream –se limitó a afirmar eufórico el Subdirector General mientras el otro recogía naipes del suelo.

Las puertas se abrieron y salí con unas goteras considerables en la nariz. En el primer piso era aún más fuerte el extraño olor que ya se notaba en el vestíbulo, pero no me dio tiempo a pensar qué era, puesto que el Jefe de la Oficina del Plan de Carreteras, con quien había quedado dos plantas más arriba, se me lanzó como si me estuviera esperando tras la puerta del ascensor y me arrebató los planos.

–¡Tú la llevas! –gritó como un crío travieso al mismo tiempo que salía corriendo por el pasillo.

–¡Las cuarenta en bastos! –escuché a mi espalda, con la puerta del ascensor ya cerrada.

Y eso pensé yo, que pintaban bastos y que ya no sabía si volverme por donde había venido y que le dieran por saco a la reunión, o si seguir la pista de mis planos a pesar de la congestión y la paranormalidad que parecía haberse instalado en el Ministerio. Fuera llovía y hacía frío, y además debía intentar sacar algo en claro de la reunión, ya que mi jefe no venía, así que decidí perseguir al funcionario con mis planos, que se había metido por una puerta en mitad del pasillo.

Antes me di una tregua nasal parando en el cuarto de baño en busca de papel higiénico, pero me encontré con la señora de la limpieza emboscada tras la puerta y amenazándome con el mocho.

–¡Atrás loco! –gritó agitando la fregona.

–Señora, necesito papel –imploré señalándome los lamparones que me volvían a colgar.

–¡No puedes pasar! –insistió golpeando el suelo con el palo de la fregona.

–Pero… ¿Qué demonios está pasando aquí? –logré gangosear.

–Algo huele a podrido en…–comenzó a decir mientras giraba la cabeza. Pero se calló y miró al urinario que había detrás de ella. Parecieron unos segundos eternos en los que esperé a que me señalara algo, que me diera un indicio de lo que ocurría, pero en lugar de eso hizo un movimiento rápido con el palo del mocho, ensartó un rollo de papel higiénico que había junto al lavabo y me lo lanzó furiosa a la cara.

–¡Corre, insensato! –y desapareció de mi vista dando un portazo.

Vencido por las circunstancias me dirigí a paso calmo por el pasillo, sin hacer excesivo caso a la fila de funcionarios que avanzaban sobre sus sillas de ruedas siguiendo las instrucciones del Subdirector General de Recursos Humanos.

–¡Boga de ataque! –gritaba desde lo alto de una cajonera enganchada a la última silla de la fila.

Lo saludé, por cortesía, con un arqueo de cejas. Saludo que fue respondido con una digna inclinación de cabeza, y continuó arengando a su muchachada. Sin darle más vueltas al tema me metí en la sala por donde habían desaparecido mis planos.

–Adelante, le estábamos esperando –me dijo el ladrón desde el otro lado del escritorio.

Le flanqueaban, como si se tratara de un tribunal, un conserje de la tercera planta y el cocinero del bar del Ministerio. Éstos observaban los planos atentamente y anotaban garabatos en sus márgenes.

– Y, ¿a dónde va esta carretera? –preguntó el conserje.

–Es una variante de población –declaré.

– ¡Localidad, pueblo, municipio…! –enumeró con entusiasmo el del bar.

– ¡Ciudad! –puntualizó el Jefe de Carreteras.

–No un sinónimo –atajé–. Es la circunvalación de Villar del Río.

–¿Y adónde va? –inquirió de nuevo el conserje.

– ¿La carretera?

–¡No, el río!

–Qué sé yo –empecé a perder la calma, y el aliento porque volvía a congestionarme–, al Ebro.

–Mi primo tenía un furgón Ebro –declaró el Jefe de Carreteras–, pero yo no vi ningún río.

–¿Y la carretera? –continuó el conserje sin hacerle caso.

–¿La carretera qué? –pregunté gangoseando.

–¿Adónde va?

–A ningún sitio, ¡es una variante, una circunvalación! –estaba perdiendo la serenidad, y el aire–. ¡Va al principio!

–¿Y de dónde viene? –siguió el conserje sin inmutarse.

–¡De freír espárragos, la dichosa carretera viene de freír espárragos! –solté impaciente antes de sacar el rollo de papel higiénico y sonarme ruidosamente, sin pudor ninguno.

–¿Sabes con qué están muy buenos? –se interesó el cocinero–. Con reducción de Jerez.

–¡Jerecito! –exclamó el de Carreteras.

–¡Ole! –aprobó el otro.

–¡Espárragos fritos con jerecito! ¿Le parece bien? –me preguntó el funcionario mientras lo anotaba en el plano.

–Venga, vale –me di por vencido–. Y dos huevos duros.

–¡Ea, ya tenemos nombre para el restaurante! –sentenció.

–¿Restaurante?

– Sí –aclaró el conserje–, no irá usted a proyectar una carretera sin restaurante.

–Y oiga –intervino el cocinero–, ¿usted cree que yo podría trabajar allí?

–Bueno… depende –dudé valorando las posibilidades de un restaurante en las Tierras Altas de Soria–. Es una zona de buena gastronomía.

–¿Duda de mi valía, truhan?

–En absoluto señor –me puse en guardia

–Un modificado de doscientos mil euros a cambio de pintar la mancha para el restaurante de aquí mi primo en este plano –me espetó el Jefe de Carreteras señalando en el papel el lugar donde debería ubicarse.

–Más allá, más allá –sugirió el cocinero señalando otro punto–, que me dan miedo los dinosaurios.

– El caso es que… recapacité.

–Ni pa ti ni pa mí –volvió a tomar la palabra el conserje–, quinientos mil y no se hable más.

– ¡Hecho! –grité ufano.

–Ole, ole –celebró con júbilo el cocinero–. Os quiero un huevo.

Y se levantó bailando mientras improvisaba una chirigota. Los otros dos le siguieron y, tras rodearme un par de veces a modo de festejo con una reducida conga, en la que yo participé lanzando a modo de confeti trozos del rollo de papel higiénico, salieron por la puerta abordando la fila de funcionarios del Subdirector General de Recursos Humanos.

Yo, exaltado por las muestras de alegría y cariño, además de satisfecho por el trato, volví a sonarme ruidosamente mientras les seguía con los planos enrollados.

Mi móvil sonó, pero no hice caso al mensaje de mi jefe advirtiéndome de que no entrara al Ministerio por no sé qué historia de un detenido con un casco lleno de mocos. Era más divertido repetir las órdenes del Subdirector General usando los planos a modo de altavoz mientras los dos hacíamos equilibrios en lo alto de la cajonera.

Además, ese extraño olor… ¡era tan agradable!