lunes, 22 de diciembre de 2014

Premios

‑¡Atención, que se mueven los bombos! –dijo Raquelita entusiasmada.

El resto de niños dejó lo que estaba haciendo y todos dirigieron su mirada fascinada hacia el movimiento pendular, vibrante e hipnótico de aquellas dos esferas grandes y generosas que se podían ver al otro lado del cristal anunciando premios y fantasías deliciosas.


Todos se amontonaron en la ventana observando con sus ojos la promesa de una recompensa a toda una mañana de espera. Allí, más allá de la verja del patio del colegio, la enorme churrera de sonrisa perpetua, moño alto y pechos imposibles de La Valenciana, acababa de abrir su puesto en la plaza de Barcelona. Una mañana más, algunos niños saborearían el premio gordo del cartucho de a docena.

jueves, 18 de diciembre de 2014

Borroso

‑Te echaré de menos –dijo administrativamente mientras manipulaba la manija de la puerta del coche.
‑Y yo a ti –cumplimenté, eficiente, mi respuesta.
Abrió la puerta y desplegó graciosamente el paraguas, esquivando hasta la última gota de lluvia que acechaba fuera para acariciarle la piel, tan suave en mis dedos.
El frío de la calle frenó cualquier otra expresión remotamente cálida que se aventurara a saltar desde mi lengua.

Me dirigió una última sonrisa antes de cerrar, con un amago de beso en los labios, y se perdió entre las luces de los coches bajo la lluvia, emborronándose tras el vaho del cristal. Me gustaba pensar, más bien me acostumbré a pensar, que no la volvería a ver nunca más y que no la quería. Era el mejor antídoto contra el amenazante momento en el que terminara aquel juego de provisionalidades forzadas; pero al mismo tiempo favorecía que cada vez que ella decidía darme audiencia fuera como un domingo sin colegio el día siguiente.

martes, 16 de diciembre de 2014

El sabor frío de las pequeñas venganzas improvisadas


‑Su puta madre –mascullé contra el radio-despertador cuando sonó ajeno a mis deseos diarios por su pronto ingreso en el cielo de los despertadores.

Remoloneé dos segundos por encima de mis posibilidades, que eran nulas dado el apretado horario impuesto por el cambio de oficina, y salí de la cama odiando a todos los responsables de los casos de corrupción que escupían las noticias: ¿Por qué yo no podía tener una cuenta en Suiza de cifras obscenas y tramar un plan para huir a Bélice en lugar de tener que encomendarme como cada día al omnipresente Dios del Atasco de la M-30? No era de mi agrado asistir todas las mañanas al sacrificio ritual de litros de gasolina y minutos de vida como ofrenda sumisa y piadosa.

Una vez elevado mi mal humor a su nivel óptimo habitual y con las legañas todavía entorpeciendo mis percepciones visuales, desplegué mi catálogo de trompicones matutinos por el pasillo camino del baño. Obvié el encendido de las luces del corredor, dado que la excelente calidad de mis mucosas oculares frenaban cualquier tipo de energía, incluso más allá del espectro visible, y avancé a ciegas hasta el lavabo para sentarme a reinar por unos instantes en el único trono que el destino me tenía reservado. No se asusten, no entraré en detalles, simplemente les aclararé que tiempo atrás adopté la recomendabilísima costumbre de miccionar sentado (cosas de la época de estudiante lejos de los desvelos higiénicos maternos, cuando me di cuenta de que esa postura espaciaba en el tiempo los intervalos de limpieza obligatoria del inodoro). El caso es que cuando casi había vaciado toda la vejiga vislumbré sobre el lavabo el bote de la orina en el que supuestamente debía estar vertiendo la mía: ¡el reconocimiento médico anual de la empresa!

Corté en seco la descarga, para disgusto de los músculos de mi bajo vientre, y terminé la faena en el frasquito, apurando hasta la última gota, como suelo hacer habitualmente, ojo.

Tras ejecutar, insatisfecho, el resto de mis abluciones matutinas discutí con el armario, y con el recuerdo de mi madre echándome en cara mi abstinencia con la plancha, qué ropa ponerme y salí corriendo escaleras abajo: llevaba veinte imperdonables segundos de retraso.

Acumulé otro minuto de demora, y medio kilo más de enfado, mientras esperaba en la puerta del garaje a que el empanado del tercero C decidiera ponerse el cinturón, ajustar los retrovisores, quitarse el cinturón, bajar del coche, quitarse la americana, plegarla y dejarla en el asiento trasero, volver a meterse en su vehículo, ponerse nuevamente el cinturón de seguridad, descubrir que tenía un grano en la frente mientras ajustaba otra vez los retrovisores (¿pero este capullo no se mira en el espejo cuando se levanta?), buscar el mando de la puerta del garaje en todos los bolsillos a su alcance, esperar a que ésta se abriera completamente, calar el coche en la rampa de salida, volver a encender el motor mientras la puerta se cerraba, rebuscar de nuevo el mando y sorprenderse de que yo me dirigiera vehemente hacia él desde el interior de mi coche.

‑¡Vamos ya, coño! –grité lo que creía que sólo estaba pensando‑ ¡Mira que eres petardo!

Una vez en la calle, con peineta incluida del empanado del tercero C, me automaldije todo lo que sabía al pasar junto a la farmacia de dos portales más allá, donde el día anterior compré el tarro para la orina que se aburría, solo y lleno, encima del lavabo de mi casa.

Dejé el coche en doble fila y subí por la escalera (los dos ascensores estaban en el piso once, y yo tenía calculado que para subir a mi sexto era más rápido ir a pie si aquéllos estaban más allá del décimo). Sudé como un pollo la camisa barata, pero sin arrugas, del Carrefour, pero no tenía tiempo para cambiarme porque ya llevaba dos minutos y veinte segundos de retraso cuando recogí el puñetero bote amarillo. Para mi suerte, mala, los ascensores estaban ahora en el bajo, así que usé de nuevo las escaleras como si no hubiera un mañana hasta tropezar con el portero, que venía a advertirme de que la grúa se me llevaba el coche.

Me vi muy tentado de hacer un Aguirre y huir con el coche de la acción implacable de los agentes de la ley, que nunca acudían a mis llamadas desesperadas cuando, a las cuatro de la madrugada de un martes, algunos niñatos hacían botellón en el parque bajo mi ventana. Pero para qué lanzarles mi discurso sobre el uso que se daba a mis impuestos, hubiera servido para perder otros tres minutos más (lo tenía muy ensayado) además de que el coche ya estaba enganchado y camino del depósito municipal de vehículos (ese contenedor de mil injusticias cotidianas y urbanas). Así que desestimé mis mociones y firmé la multa vencido y cabizbajo mientras calculaba la mejor combinación de bus y metro para llegar a las inmediaciones de la tierra oscura de Mordor, donde habían trasladado la oficina.

Llevaba un retraso de ocho minutos. En condiciones normales ahora mismo estaría imprecando a algún listo que se saltaba una línea continua en el kilómetro seis de la M-30, pero caminaba a toda prisa, con mi bote amarillo en la mano, hacia la boca de metro más cercana a casa. El metrobús caducado, mi falta de monedas sueltas, la avería de la máquina expendedora de billetes con tarjeta de crédito, la ausencia del tipo de la taquilla, y el despiste del vigilante de seguridad, centrado en chatear por whastapp en lugar de controlar que yo no saltara clandestinamente los tornos de entrada; dieron como resultado que me sintiera igual que un inmigrante ilegal saltando una valla hacia el Valhalla de las profundidades rugientes del metro. Y oigan, sin ningún sentimiento de culpa, como esos pobres africanos de Melilla y Ceuta. Eso sí, yo al menos tuve la decencia de sonreír a la cámara que desde una esquina del techo registró mi fechoría, que una cosa es ser un descamisado muerto de hambre y otra muy distinta un ciudadano blanco, joven y sobradamente preparado que trabaja en una gran corporación, aunque con un bote de orina en la mano.

Recordé la canción de Sabina: «El metro huele a podrido, a carne de cañón y soledad» cuando vi las caras de los viajeros que, como yo, se apretujaban en el coche sin necesidad de tener que agarrarse a las barras: saturación de cuerpos, desconocidos rehuyendo miradas, mezcla indiscriminada de jóvenes en traje del Zara, inmigrantes vistiendo ropa de hipermercado, secretarias disfrazadas de fiesta en Bershka, limpiadoras de manos encallecidas y estudiantes dormidos como angelitos. En estos sitios y a estas horas es cuando hay que desconfiar de la gente que sonríe o va perfectamente maquillada y peinada: nadie que no oculte algo puede ir tan maqueado de madrugada en el metro. Estoy seguro. Yo, sin ir más lejos, sonreía pensando en el contenido amarillo de mi frasco, luchando subrepticiamente para que nadie lo tocara.

Perdido en estas reflexiones y repasando la lista de barrios y paradas del suburbano de Madrid que aparecen en las letras de Sabina, me pasé de parada: diez minutos más de retraso. Se me llevaban los demonios, así que me puse a pensar en cómo optimizar mis tareas cuando llegara a la oficina. Que al menos mis desventuras matutinas no provocaran que aquellos cuyo trabajo dependía del mío se quedaran parados en espera de mi feeding, como les gustaba decir a los capullos que tenían que justificar su MBA usando términos en inglés perfectamente traducibles.

Prioricé las tareas, anoté mentalmente aquello que no necesitaba de mi presencia física frente al ordenador, recordé la hora de entrada de los compañeros y los últimos correos recibidos el día anterior, y en cuanto regresé a la superficie para esperar al autobús comencé a telefonear a aquellos que ya estarían en la oficina. Pedía excusas, daba instrucciones, preguntaba resultados y consultaba opiniones mientras gesticulaba con la mano en la que llevaba el tarro de orina. Parecía tan absorto en el desempeño telefónico de mi trabajo, como un yuppie recién llegado de 1985, que un quinqui contemporáneo no dudó en intentar arrebatarme el frasco.

El colega, abrumado por el primer colocón del día, debió de pensar que mi preciado bote llevaría algún bálsamo de fierabrás que le lanzaría hacia el estrellato que tan aparentemente lucía a pesar de los chorretones de mi camisa barata.

‑Cuánto daño han hecho las drogas –pensé con la voz de mi abuela mientras de un manotazo forcejeé con el chungo que quería mis orines.

Desde luego, haberme criado en un barrio complicado de provincias tenía algunas ventajas, como la de aprovechar la confusión de la discusión con el drogata para colarme en el bus sin pagar (no llevaba monedas y mi colega, el miembro en riesgo de exclusión de la comunidad, me había proporcionado el fuego de cobertura necesario para cometer otra fechoría sin importancia).

A pesar del tráfico del nudo de la M-30, el autobusero era un profesional del macarreo al volante y buscó eficientemente el hueco en cada incorporación para, valiéndose de su tamaño y haciendo oídos sordos a los juramentos de tipos que podían ser yo mismo en mi coche, no alargar más el retraso imposible que ya traía de casa.

Entré con media hora de demora a la ciudad empresarial donde el sistema nos recluía eficazmente (prefiero no opinar de la eficiencia del lugar). El furgón del reconocimiento médico estaba aparcado al otro lado del recinto, y vi que algunos compañeros con los que comparto apellido estaban ya haciendo cola. Miré mi frasco, comprobé por enésima vez en la mañana la hora, dudé dos segundos y finalmente decidí que a pesar del esfuerzo hecho por llegar con el bote sano y salvo, primero debía subir a la oficina a poner en marcha todo lo que dependía de mí. Me moría de hambre y debía seguir en ayunas hasta que me sacaran sangre para el reconocimiento médico, pero ya encontraría un hueco para bajar luego a entregar mi frasco y someterme al examen.

En el ascensor fui cazado por Hurtado, el director de Operaciones Externas, animoso jefe ejerciente fuera de su jurisdicción. Él llegaba también a esa hora, pero no tuvo impedimento en aprovechar el viaje de diez pisos en ascensor para lanzarme un chorreo monocromático (gama de grises, aclaro) dudando sobre mi implicación en el proyecto para el que trabajaba: dada la hora a la que llegaba a pesar de las urgencias en las que estábamos quedaba claro que no me estaba comportando de manera proactiva.

‑Con esa actitud no estás en el gap de profesionales que buscamos para conseguir los targets fijados por el deputy –me soltó, entre otras cosas, seguro de lo efectivo de su discurso. Él era uno de esos capullos con MBA que habían olvidado su idioma‑. Así que lleva cuidado con tus próximos pasos o estás out.

Recordé el incidente con el quinqui, que casi me robó el tarro de orines gracias a mi empeño telefónico de iniciar mi trabajo. Sonreí para mis adentros.

‑Tienes razón –agaché las orejas‑, es posible que últimamente haya meado fuera de tiesto –improvisé con júbilo disimulado‑, lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir –zanjé regio.

‑Espero que así sea, man –amenazó ufano de su dominio del idioma del Bronx.

‑Mira –agregué conciliador‑, pongo todo en marcha y luego voy a tu despacho a reportarte el management state –había que usar su lenguaje‑. Mientras tanto, y en señal de paz, te ofrezco un té frío de la cafetería de abajo. No recordaba que hoy tenía el examen médico y he de estar en ayunas hasta que me reconozcan.

Salió del ascensor, henchido de orgullo de jefe inmisericorde y con mi ofrenda en las manos, dando órdenes y embravecido por la pequeña victoria conseguida.

Yo pulsé el cero y me fui pensando en llamar a mi abogado para preguntarle qué supuestos incluían el despido procedente.

lunes, 15 de diciembre de 2014

Como un disparo


El mensaje era claro, conciso, breve y letal: no insistas, decía tajante, escrito con su caligrafía dura, esa letra retadora que tan bien conocía, que tanto me fascinó al principio y que ahora marcaba el epílogo de algo que creímos que iba a durar para siempre. Levanté la cabeza, espoleado por los ojos fijos en mí, parecía que pestañeaban al ritmo del monitor de constantes vitales. Éstas se aceleraban con mi pulso y mis náuseas: finalmente había cumplido su amenaza, minuciosa y perfeccionista al mínimo detalle.

‑Doctor –interrumpió la enfermera‑, la perdemos: hay que cerrar ya la herida.

‑Efectivamente –confirmé volviendo a leer el mensaje grabado en la bala recién extraída.