jueves, 30 de mayo de 2013

Volver

Hace unas semanas, algún compañero dijo en el trabajo, referido a las fechas de entrega de las ofertas en los procesos de licitación a los que nos presentamos en el trabajo que "siempre íbamos corriendo". Pensé que podía ser un bonito comienzo de algún pequeño relato. Y me puse a escribir a hacia donde esa frase quisiera llevarme.

Hoy he vuelto a tropezar con ese ese relatito que escribí en el cuaderno del trabajo:

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Siempre íbamos corriendo, siempre engordábamos en nuestra carrera la ilusión de que durante la noche algún gigante generoso habría llenado con su cazo mágico el río.
Siempre nos topábamos con las gravas secas y las arenas sofocadas del lecho seco.
Siempre volvíamos al poblado sucios, sudorosos y sin agua limpia para beber.
En el camino de vuelta siempre nos encontrábamos con las mujeres de la aldea, iniciando imperturbables el largo camino hacia el pozo de lodo, más allá de las colinas.

lunes, 27 de mayo de 2013

MÁS ALLÁ DEL SÓTANO: DÍAS DE FÚTBOL (1)

Yo iba a escribir un post con el contenido de mi intervención del pasado jueves 23 en el programa El Sótano de Ràdio Jove Elx, donde se habló de fútbol para celebrar los recientes acontecimientos vividos en Elche, pero me puse a escribir y me ha salido otra cosa menos wikipédica, así que dejaré para más adelante lo que conté en El Sótano (el fútbol en la cultura). Hoy vengo con algo más personal.



El Elche C.F. ha ascendido a la Primera División de la supuestamente mejor Liga del mundo (con permiso de los alemanes...) y a pesar de que no soy muy futbolero, he vivido muchas tardes de domingo en el Martínez Valero (uno de los 10 mayores estadios de fútbol del país) desde que apenas tenía 6 ó 7 años. Realmente sólo recuerdo el ascenso del 89, pero sé que también estuve en el del 84 porque tengo recuerdos difusos de aquella temporada, incluso de haber estado en alguna invasión de campo celebrando un ascenso, pero no podría afirmar en qué año.

 
Nery, una de las mayores melenas que ha visto la liga de fútbol española. (Temporada 83-84) 
 
Tardes de jugar con mis hermanos en el foso del estadio, de comer pipas, de ver a Boria correr hacia la portería y fallar lo más sencillo al mejor estilo de Julio Salinas, de escuchar a Santiago Gambín, a José María Priego o a Paco Gómez en la radio cuando volvíamos a casa en coche. Noches de ver en el Estudio Estadio el resumen del partido del Martínez Valero, a ver si yo salía entre el público.
 
Luego llegó la Segunda B y hasta 4 ó 5 años después no volví. Y descubrí el ambiente del estadio, pero no siendo un niño, sino ya un adolescente con mejores capacidades de analizar lo que percibía. Y me gustaba aquel ambiente democrático de un partido de fútbol en el que veía a gente de toda condición y pelaje, de ambos sexos, jóvenes y viejos, vestidos de sport o de domingo. Pasando la tarde tras las comuniones en primavera o calentándose a base de dar palmas en el invierno perezoso del sureste. Y todos con la misma ilusión. Todos sabedores de que esta ciudad y este equipo podían estar en un lugar mejor. Que ser líder o estar entre los cuatro mejores de tu grupo año tras año al final daría su fruto, que saldríamos de la fosa abisal que son las divisiones inferiores.
 
Muchas tardes de domingo en el Martínez Valero
 
Y empecé la Universidad y me fui de Elche. Y cada domingo, en la época en la que no había internet tenía que esperar a que en la radio dieran los resultados de 2ªB, o confiar que el Elche no coincidiera en horario con el Valencia para para que los de Ràdio 9 le dieran algo de bola.
 
Pero intentaba no faltar a los play offs de ascenso. Daba gusto ver aquellos partidos en los que se notaban las ganas de fútbol que hay en la ciudad, partidos cruciales en los que la población responde, deseando ver juego del que emociona, encuentros en los que los colores a los que sigues se están jugando algo.

Viví dos ascensos a Segunda División, con sus respectivas celebraciones en mitad de los exámenes de junio. Y eso era sólo un escalón hacia el destino final que todos deseaban para el Elche C.F. (volver a su sitio natural).
 
Y se ha conseguido. Al segundo intento serio se ha logrado. Atrás queda la decepción del partido contra el Granada de junio de 2011 (al que fui a Elche tras haber amanecido esa mañana en Lleida).
 
Hace un par de semanas asistí al primer match point para volver a Primera, contra el Barça B (una visita relámpago a Elche desde Madrid para irme a la mañana siguiente a Valencia), y desde que aparqué el coche en las inmediaciones del Martínez Valero hasta que llegué al estadio, todo eran sensaciones revividas: caminar al calor suave de la tarde primaveral a las afueras de la ciudad entre camisetas franjiverdes, el ruido lejano de la megafonía ahogada en el hormigón desnudo del estadio; el olor del césped y de la humedad que desde las tierras más bajas de Atzavares, Maitino y Perleta va envolviendo a la masa de gente que come pipas, fuma puros y hace cábalas con los resultados de los otros equipos envueltos en esta película del ascenso.
 
Fue una tarde reconfortante, tras huir de mis primeras semanas en la climáticamente indecisa Madrid, recuperaba por unas pocas horas sensaciones dormidas de la niñez y la adolescencia, cuando veía el cielo despejado del Mediterráneo incendiarse tras la sierra de Crevillente y mis preocupaciones, aunque ya estaban ancladas al lunes, eran mucho menores que las actuales.
 
Y aunque hubo empate y no había posibilidad de ascenso. Observé la emoción contenida de más de 30.000 personas, que lo dieron todo durante el partido pero que se iban convencidos de que todo estaba hecho y de que en breve nos sumiríamos en un sueño con el que hacía tiempo fantaseábamos.



Ahora el sueño es realidad y fantaseo con las visitas que la próxima temporada haré al Bernabéu, al Calderón, al Teresa Rivero y al Alfonso Pérez. Ya que vivo en Madrid, aprovecharé para ver los partidos que otras muchas veces no he podido ver.

viernes, 24 de mayo de 2013

RELATO EN CADENA: Veredictos.


El Tribunal apreció cierta rigidez en su mirada y cada uno de sus miembros empezó a especular el motivo.

‑Está mintiendo –pensó la jurado número tres, profesora retirada y resabiada. –No importa la edad, siempre les pillo.

‑Pobre –se lamentó la número cinco. –El fiscal le está haciendo sufrir al recordarle esa escena tan terrible.

‑Tengo que cortarme las uñas –pensaba abstraído el empleado de banca, siempre ajeno a lo que le redeara.

‑¡Qué crack! –se impresionaba el número dos, un ermitaño desarrollador web. –Se hace el sorprendido a propósito para confundirnos.

‑¡No apagué la luz de la cocina! Como me encierren verás tú la factura cuando salga del trullo –pensó de repente el acusado.

viernes, 17 de mayo de 2013

Los cronómetros

"Phileas Fogg había dejado su casa de Saville Row a las once y media, y después de haber colocado quinientas setenta y cinco veces el pie derecho delante del izquierdo y quinientas setenta y seis veces el izquierdo delante del derecho, llegó al Reform Club (...)"
 
 
Así empieza el tercer capítulo de La vuelta al mundo en 80 días de Julio Verne, historia que he leído en libro y en cómic y que he visto en película y en aquella fantástica serie de dibujos animados de los años 80. De aquel personaje excéntrico y metódico llamado Phileas Fogg (aunque haya toda una generación de españoles que lo conozca como Willy Fog) me alucinaba su cronométrico estilo de vida, perfectamente resumido en la cantidad exacta de pasos que necesitaba cada día para llegar desde su casa hasta el Reform Club, donde pasaba todo el día.
 
Quizá por ese recuerdo que tengo del personaje, he llegado a darme cuenta de que en nuestra vida diaria quizá llegamos a ser tan milimétricos como él. Como más se nota esto es en el camino diario al trabajo por las mañanas, cuando casi tenemos tasado cada movimiento que hacemos, cada cepillada de dientes e incluso el tiempo que esperamos al ascensor para bajar a la calle.
 
En Valencia, durante años me he cruzado con las mismas personas por el mismo tramo de calle, todas las mañanas. Si estaba unas semanas de vacaciones o nueve meses destinado en Castellón, a mi vuelta a las rutinas diarias por las calles de Benimaclet (echo mucho de menos mi barrio valenciano) camino del trabajo, me volvía a encontrar con esas personas que llevaban a sus hijos al colegio por la acera de Doctor Zaragoza, a los vendedores del mercadillo de los viernes en la calle Reverendo Tramoyeres montando la misma parte de estructura de su puesto, y a los empleados de las oficinas de los bajos de la calle Guardia Civil.
 
Y al saber que seguían allí, al ver que cada mañana los volvería a ver, y que a pesar de haber estado semanas o meses fuera, lejos de ese entorno tan familiar, tan "de siempre", la vida seguía igual en apariencia, me sentía reconfortado. Me tranquilizaba ver que las referencias que tenía en mi camino diario no habían mutado, y que podía retomar mis paseos donde los había tomado. Sabía que era capaz de retomar y mantener las rutinas que tenía tiempo atrás en casa, desde que me levantaba hasta que salía por la puerta de casa.
 
Ahora la vida, la crisis o las exigencias del mercado me han traído a Madrid, a recorrer un camino diario mucho más largo, con más semáforos, más posibles imprevistos, a vivir a un piso más alto con un ascensor más lento y que puede ser interceptado por más vecinos. Sin embargo, me he sorprendido al comprobar que sigo manteniendo la precisión en el recorrido al trabajo.
 
Me levanto todos los días a la misma hora (7:45), y según lo que estén diciendo en la radio en cada momento (si están con el tráfico en Madrid, terminando los deportes, o haciendo el anuncio de los electrones,...) sé si voy con retraso o adelanto. Y una vez que he apagado la radio y salgo hacia la calle, llamado al ascensor a las 8:00, en mis rutinas sé que cronométricamente:
  • he de encontrarme al portero metiendo los cubos de basura al portal,
  • veré a las camareras del Tubo 33 sacando las sillas a la terraza,
  • me cruzaré en Clara del Rey con una chica que me recuerda a la hermana de Silvia,
  • me toparé a mitad de María de Molina con el calvo de mirada gris y traje oscuro que lleva unos auriculares enormes,
  • aparecerá la chica de la bicicleta y pañuelo a modo de mascarilla cruzando la calle Velázquez a la altura de López de Hoyos,
  • estará el tipo que me recuerda al padre de José Juan en el semáforo de la Castellana,
  • en la esquina con General Martínez Campos aparecerá la rubia alta de mirada tranquila y bien vestida,
  • en la calle Miguel Ángel estarán los mismos adolescentes cruzando el semáforo junto a la Dirección General de la Policía,
  • a lo largo de Rafael Calvo se suceden la señora paseando a un perro feo (cuya raza no me importa en absoluto), unos niños de aspecto aristocrático y repelentemente peinados, vestidos con sus uniformes escolares, un padre en mono azul cobalto de trabajo con sus dos pequeños de la mano, un par de utilitarios con matrícula roja del servicio diplomático avanzando por el último tramo de calle, y
  • se marcarán las 8:33 en la máquina de fichar cuando le paso la tarjeta al entrar en la oficina.
Es raro el día que no se cumple milimétricamente este programa y que los semáforos no se abren y cierran al ritmo de mis pasos. A veces me asusta.
 
Y además, le saco 8 minutos al Google maps (que tampoco cuenta el minuto y pico de espera de ascensor y llegada al portal).