viernes, 28 de agosto de 2020

CONCURSO "UN RELATO PARA LA RADIO" (Quincena I)

Con esta entrada pongo en marcha un concurso de microrrelatos para mi sección de cada dos martes en Radio Elche 'Libros y música para un paseo en Vespa'. 

Pedí por las redes y a través de la web MeetUp que se me envíen microrrelatos que comiencen con la frase Al final de aquel verano. Una vez finalizado el plazo de recepción, es cuando los hago públicos en este blog y pido a los propios autores que valoren los relatos y puntúen los tres que consideren más completos, con 3, 2 y 1 puntos.

Además, el resto de lectores puede votar también sus preferencias para tener el voto del público que en caso de empate entre dos relatos servirá para desempatar.

El relato ganador será leído en la sección de radio de la semana siguiente y su frase final será la de comienzo de los relatos de la próxima semana.

A continuación os dejo los relatos, por orden de llegada, que se han recibido para la primera semana del concurso.

Tenéis de plazo hasta el domingo 30 de agosto a las 12 de la noche para enviar las puntuaciones a mi correo electrónico (dareces@gmail,com). El relato ganador será leído el martes 1 de septiembre en el espacio "Libros y música para un paseo en Vespa" de Radio Elche, sobre las 13:45 del mediodía.

¡Suerte!


ACTUALIZACIÓN: Una vez finalizado el plazo de votación, añado el nombre de las autoras (la gran mayoría), y los autores.


AUSENCIAS, de Paquita Márquez Ayuso.

Al final de aquel verano aún seguían las golondrinas anidadas en el hueco de una de mis ventanas. Y allí se quedaron al marcharnos. Me despertaban con su temprana algarabía, y sus rápidos vuelos me transmitían alegría, sensación de vida, de continuidad…Hasta parecía que me miraban agradecidas. Pero ya no han vuelto. Nosotros sí, pero ellas se marcharían al finalizar el otoño y no han vuelto. Puede que a los demás el hecho de que ya no estén, les pase desapercibido, pero yo las echo de menos. Noto su ausencia. Cuando yo me haya ido, ¿me echará alguien de menos? ¿Se notará mi ausencia?


SEPTIEMBRE, de Ana Montesinos.

Al final de aquel verano era otra persona. Esos meses que habían parecido eternos se esfumaban como los atardeceres sobre la costa. El romper de las olas cambió todo, su manera de ver el mundo, de ver la vida, de verse a sí misma. La cambió a ella.

Fueron meses de transformación, de llanto en risa, de desolación en esperanza, de muerte en vida, encontrar la paz. Bajar a las oscuras profundidades y ascender distinta, libre.

La marea se había llevado los recuerdos y la reconstrucción y los nuevos cimientos llegaron al final de ese septiembre cargado de magia. Ese septiembre que llegó para quedarse.


TORMENTA, de Ana Montesinos.

Al final de aquel verano volvió a no querer volver. Todos los años por estas fechas, en el momento de abandonar la casa centenaria que su abuela le había dejado en herencia, rondaba esa misma sensación, pero este año, tras ese cambio existencial que te da llegar a la cuarentena, le horrorizaba más que nunca la idea de volver a la gran ciudad; horas interminables de atascos, calles grises, su mesa en la decimoquinta planta de un edificio impersonal de oficinas.

Las tormentas de los últimos días de agosto la invitaron a bailar bajo la lluvia cálida, y decidió quedarse, decidió que aquí, era regresar.


UNA VIDA CON PROPÓSITO, de María Sánchez García.

Al final de aquel verano, me sentí más plena que nunca: mi vida tenía propósito.

«Hagas lo que hagas, todos los días son iguales», decía Luis. Y sentí que era cierto. Sin darnos cuenta, nos habíamos dejado arrastrar por «lo normal».

«¿De qué quieres MÁS en tu vida?» fue la pregunta clave, para que abriera los ojos. Escribí mis prioridades en una libreta:

  •        Estar bien yo.
  •        La salud de cuanto me rodea: hogar, personas, planeta…
  •     Cumplir el propósito para el que he nacido.

Desde entonces, cada cosa que hago, entra en una de esas tres categorías.

 

LA SOLEDAD NO DESEADA, de María Sánchez García.

Al final de aquel verano, la soledad tenía otro sentido para mí.

Había estado mucho tiempo probando grupos de personas con las que salir a «divertirme». El final siempre era el mismo: noche, conversaciones intrascendentes, risas forzadas, miradas de reojo para descubrir si me miraban…

Fui a ver a una mentora que me habían recomendado: «¿Qué harías feliz, aunque no te pagaran por ello? »

No fue difícil encontrar la respuesta: escribir, cuidar un jardín y tener conversaciones interesantes.

El proceso: repartir mi tiempo en una agenda, buscar un grupo cohousing, respirar conscientemente y meditar.


LO QUE NO TE DA ENERGÍA, TE LA QUITA, de María Sánchez García.

Al final de aquel verano, mi energía era otra. Pasaron esos días de incertidumbre, indecisión, inseguridad y tristeza.

Mi inconsciencia al comer, comprar y juzgarme, me llevaban a que mis reservas de energía se las llevaran.

Mis digestiones, al comer casi diariamente proteína animal y casi no salivar la comida.

Estar rodeada de cosas pequeñas por todos lados, que apenas utilizaba y no paraban de coger polvo.

Mi baja autoestima, al no entrenar mi mirada y reconocer lo que transmitía con mi presencia.

¿Adivinas qué ha cambiado?

 

ÉXODO, de Helenka Wolf.

Al final de aquel verano, en el que los avistamientos se habían sucedido de un modo masivo sobre la sierra del Maigmó, la prensa especializada entrevistó a diferentes testigos. Todos ellos parecían coincidir en sus relatos: naves muy similares entre sí, entraban y salían de la sierra sobre las 19:14, surcando los cielos y desapareciendo misteriosamente. La verdadera intención de aquellos desconocidos seres resultaba inquietante, muchos pensaron en una invasión... Pero lo cierto es que los restos de la civilización Maya se preparaba para un éxodo sin precedentes debido a una inminente llamarada solar de nivel ELE, predicha muchos siglos antes por sus venerables ancestros.


HISTORIA DE UN VERANO AL SOL, de Lourdes Díaz.

Al final de aquel verano de risas, baños en calas paradisíacas y conciertos de guitarra a la luz de la luna, no quedaban más que deudas, cartas sin abrir en el recibidor y polvo en toda la casa. Éramos felices a pesar de todo. Inconscientes, lujuriosos, caprichosos, pero felices. Sabíamos que aquello no podía durar siempre, que vendrían a buscarnos por aquel estúpido error, pero, ¿qué más daba? Éramos libres aún, y tal vez pudiéramos seguir siéndolo por algún tiempo.

Max masajeaba mi espalda, untando con esmero la crema solar cuando oímos que sonaba el timbre. Nuestro destino acechaba tras el vano de la puerta.

 

EL SIMÚN, de Helenka Wolf.

Al final de aquel verano, las arenas del desierto despertaron bajo el fuerte influjo del  simún. El Sahara, Palestina, Jordania, Siria y buena parte de los desiertos de Arabia, contaron su ancestral historia a través de las ruinas desenterradas, ajenas hasta entonces a los atónitos ojos del hombre moderno. Una edad de oro siquiera intuida, en donde los altos conocimientos en matemáticas, ciencias, filosofía y astronomía, entre otros, rebosaban una sabiduría que sobrepasaban a cualquier erudito de la llamada edad de hierro. Su paradójico mensaje de grandeza y humildad enviaba una elocuente misiva al soberbio hombre contemporáneo: tú también perecerás bajo las arenas del tiempo...

    



LA OSCURIDAD, de Silvia García Blasco.

Al final de aquel verano dirían adiós a la luz. Las montañas habían crecido tanto que apenas unos pocos rayos lograban alcanzar la ciudad, antes tan alegre y llena de vida. Cuando lo descubrieron era tarde, la tierra había despertado y se reproducía sin control; las rocas inertes cobraban vida, crecían y se multiplicaban ganando altura y dejando el valle sumido en una profundidad por minutos más sombría.

Morían sin remedio las plantas en los huertos, los frutos en los árboles. El hambre empeoraba robándoles más aliento cada día. Ni siquiera tenían fuerzas para salir de allí. La oscuridad llegaba.

 

MAPAS TEMPORALES, de Pitt Berkemeyer.

Al final de aquel verano el mapa había cambiado. Cartógrafos con experiencia en la reflexión sobre superficies vacías, dibujaban las primeras marcas marrones, islas redondas y solitarias, en el fondo de formica, aisladas en un mar de nada. Más alegres, los anillos de color rojo aparecían en parejas o en pequeños grupos. Manchas entrelazadas por almas gemelas o vidas simbióticas. Archipiélagos de ocio ruidoso. A la geología del mapa le faltaba esencia, le faltaba la tierra firme de sustancias pegajosas plasmadas por los dedos de los niños, aburridos de los adultos alrededor. Estos cartógrafos inocentes del futuro que nunca piensan en él.

 

SOLEDAD LIBRE, de Pitt Berkemeyer.

Al final de aquel verano la maleta todavía estaba en el maletero del coche. Ella no encontraba la ocasión de bajarla. Su intención era mantenerse separada de los otros, pero sabía que no podía estar sola. Quería un lugar que la mantuviera alejada de todo, una burbuja de máxima libertad. Más tarde, caminando por la playa, pronunció su deseo al mar, como una petición, pero las olas eran demasiado altas y el viento devolvía las palabras a su boca. En la playa nadie la miraba, pero estaban allí, como vigilantes, para evitar que ella pudiera entrar en su burbuja. En su espacio de libertad.

 

PLAN DESCABELLADO, de María José Peña.

Al final de aquel verano
tan incierto como extraño,
el transcurrir del tiempo inexorable,
lento pero firme,
descubrí, no para mi sorpresa,
que es inútil huir de aquello que te persigue,
que la única certeza que tenemos
es que tarde o temprano todo termina,
y que lo importante es dejarse la piel
en la siguiente partida.
Hazlo, aunque sea temblando.
Ser vulnerable es valiente.
Deja el miedo, sal de casa,
búscale, llama a su puerta
y mirándole dile lo que tu boca calla:
«Quédate e intentémonos lo que queda de tiempo
hasta que venga la muerte o el fin del mundo, lo que llegue antes» 


IRENE, de Pablo Crespo.

Al final de aquel verano su hijo pudo volver a pasear con ella, los martes por la mañana.

Empujando su andador, bajaban primero hasta la plaza y subían (más lentamente) de nuevo a casa, con la lotería y una barra de pan.

De bajada jugaban a crear palabras con las letras de las matrículas (ella solía ganar), y también a sumar y restar los números (eso no le gustaba nada, era muy difícil)

De subida trataba de recordar qué día era, cómo se llamaba esa novia tan guapa de su hijo, y si ese verano comenzaba, o estaba ya a punto de terminar.

 

AMOR PARA SIEMPRE, de Martina Arreaza. 

Al final de aquel verano cruel, fluían de sus ojos gotas contenidas. Bloqueados sus sentimientos  y sus ansias de vivir.

El mes de junio  nos conocimos, era tan guapo y viril que nada más verlo quedé atrapada en su mirada; nunca nos separamos en aquellos meses estivales.

Yo estaba prometida por intereses familiares, y él venía de un país lejano. Mis padres prohibieron volver a verle.

Días antes, pletóricos de felicidad; acordamos huir de la vida que habían elegido para mí . Pero pasaban las horas y nunca llegaste.

El cruel destino lo impidió. Tu vida… quedó atrapada en el asfalto.

 

AL FINAL DE AQUEL VERANO 2, de Andrés Flores.

Al final de aquel verano… me encontraba igual, decía. Sentía que no lo había aprovechado bien, que había pasado más tiempo del necesario con la familia y deseaba volver al trabajo. Un verano perdido.

Si siente nostalgia por volver al trabajo es que no sabe tener vacaciones. No hay manera de disimular este hecho, no ha nacido para el ocio, para vivir y filosofar.

Me dice que las circunstancias ahora son diferentes, y que con el maldito COVID, las cuarentenas, la distancia social y todo lo demás, se siente alienado y necesitado del contacto humano.

Su problema no tiene arreglo, es un poco tonto.

  

TODO VUELVE A EMPEZAR, de Meritxell Panadès.

Al final de aquel verano que pretendía no terminar nunca, se sentó en su hamaca, miró por la ventana perdiendo la mirada en el baile inquieto de unas palomas y sintió como estos últimos meses su vida se le había escurrido completamente entre tanto bombardeo de cambios y emociones. Le viene el vano recuerdo de cuando, recién sonadas las 12 campanadas, brindó eufórica por un 2020 prometedor, acogedor y lleno de ilusión. «Ingenua» se dice a si misma mientras vuelve la desagradable punzada en la boca del estómago que, hacía ya unos meses, se había convertido en su única compañía. Todo vuelve a empezar.

 

LA MUDANZA, de Mari Bastida.

Al final de aquel verano comenzó un nuevo otoño, en el que después de un no parar, estrenábamos nuestra nueva casa de planta baja, arquitectura que aún poblaban las barriadas de las ciudades, con las puertas abiertas todo el santo día por las que entrábamos y salíamos a la calle sin temor. Tenía un buen patio trasero, y de la casa colindante, separada de la nuestra por un alto muro, se colaban las frondosas ramas de un enorme melocotonero que tenían plantado, asomándose como sombrillas en racimos y de las que brotaban los melocotones más hermosos y dulces que he comido en toda mi vida.


JUEGOS INFANTILES, de Mari Bastida.

Al final de aquel verano nos instalamos en nuestro nuevo hogar y lo recuerdo como uno de los veranos más felices de mi infancia. Descubrir nuevos rincones donde esconderse, tirar polvos de talco por el pasillo cuando nuestro padre se iba a trabajar y nuestra madre a hacer la compra, después de haber dejado la casa limpia y ordenada, y por el que mis hermanos y yo nos deslizábamos patinando con los pies descalzos. Recordar la cara de nuestra madre al volver y ver convertida la casa en todo un parque de atracciones. Escondernos con risotadas pensando que sus regañinas también formaban parte del juego.


MI PRIMER ATARDECER, de Mari Bastida.

Al final de aquel verano empecé a ser consciente de que el tiempo cambiaba, de que el aire se disfrazaba de suave brisa fresca que acariciaba mi cara. Tenía tan solo seis años y aún tengo grabada en mi memoria aquella imagen en el horizonte montañoso y arbolado mucho antes de que fuera invadido por un enorme bosque de ladrillos y asfalto, era el Sol con su cara redonda y anaranjada delante de unas cortinas que iban cambiando de color entre rosa y violáceo según se iba escondiendo para irse a dormir. Para aquella mente infantil era casi como contemplar los confines de la tierra.


COSAS DE VERANO, de Ángel Lara Navarro.

Al final de aquel verano le faltaba algo. Un poco de luz, un poco de vida, el barco de Chanquete o unos mejillones al vapor. Le pesaban los besos que no había dado, las copas que no había tomado, los baños que no se pudo dar. Al final de aquel verano le faltaba espacio, y aire que respirar.

Miró las vigas del techo. Resistirían. Cogió la cuerda y colocó con mimo la carta encima del aparador. No iba a permitir que al final de aquel verano le faltase también un cadáver en su salón.


ENCUENTRO, de Narcís Ibáñez.

Al final de aquel verano, mi primer festival; hacía unos días había terminado con mi novia: Susana, quería estar donde nadie me conociera, ser anónimo por cinco días.

Las expectativas eran grandes llegué de madrugada y me mezclé en la vorágine del pueblo, las calles eran una gran cama con miles de jóvenes acurrucados en las aceras, creando un lienzo de ángeles en reposo.

Concierto estrella de la noche; Chemical Brothers explosión de luz y sonido, la energía me absorbe cincuenta mil gargantas aullando, giro mi cabeza, y enfrente de mí dos mujeres besándose apasionadamente: Susana con otra mujer, avergonzando a los ángeles... ¡bellísimas!


SIN TÍTULO 6, de Inma Lara.

Al final de aquel verano terminamos de la misma forma.

Esta vez guardamos las medidas de seguridad y nuestras mascarillas no pudieron ocultar la tristeza de lo que se acaba. Mis ojos vidriosos miraron los tuyos y juntos se prometieron, por lo menos, no olvidar los besos furtivos que te robé bajo la luz de la luna.


VOCES, de Américo Fojo Ferretti.

Al final de aquel verano, cuando le avisaron que la casona de la abuela se vendía y había que vaciarla, decidió volver.

Al abrir la gruesa puerta de roble, sintió un estremecimiento por el silencio profundo, la soledad que penetraba en la piel contemplando la galería de vidrios verdes.

Quería llevarse un recuerdo, pero experimentaba algo insólito, como si un cristal lo separara de cada objeto que veía.

Angustiado, quiso huir.

Al transponer la puerta, escuchó a sus espaldas voces llamándolo.

Sin girarse, levantó el brazo, saludando.

Cerró violentamente.

El deslumbrante sol le hizo entrecerrar los ojos.


COSECHANDO RECUERDOS, de Raquel Zaragoza.

Al final de aquel verano maravilloso, en campo de mis abuelos, aprendí que, si quería que los pájaros acudieran a mi ventana, primero tendría que ponerles agua. Aprendí que, a las flores silvestres no les gustan los jarrones. Aprendí que, si mataba a las hormigas, ya no podría jugar con ellas. Aprendí que, la sensibilidad no está reñida con la fortaleza… 

Y ahora, cincuenta veranos después, sé que los recuerdos sembrados durante la infancia, alimentan nuestra memoria durante toda la vida.


EN EL PÓDIUM:

Tercera posición con 10 puntos para:

SEMPITERNA SONRISA, de Raquel Zaragoza.

Al final de aquel verano de vida disoluta… ¡me detuvieron! Y yo sonreí.

Y mientras me quitaba la corbata para entregarla con mis pertenencias, recordé las sabias palabras de mi madre: «Nunca olvides que un nudo bien hecho será tu primera tarjeta de presentación en una cita. Y si además ofreces una sonrisa…, entonces no habrá puerta que se te resista».

─Quizá todo había sido demasiado fácil. Quizá se me abrieron demasiadas puertas… ─pensé esbozando una amarga sonrisa, antes de cruzar el umbral de mi celda.


Segunda posición con 15 puntos para:

CENIZAS, de Débora García.

Al final de aquel verano me llegó un duro invierno.

Pocos días antes de la despedida leí en sus ojos lo que se siente cuando las puntas de los pies asoman en un acantilado. Una niebla fría y húmeda me agarró por dentro, me sentía como una vasija desbordada por el agua de lluvia mientras los recuerdos se escapaban calle abajo sin poder hacer nada.

Llegué unos minutos tarde a nuestro último café y puedo jurar que nunca probé café más amargo. Sólo recuerdo ese «amigos» saliendo de su boca y quemando todo a su alrededor. La lluvia se convirtió en cenizas.


Relato ganador, con 22 puntos:

VIDAS PARALELAS, de Silvia Espina.

Al final de aquel verano, al llegar a mi casa y abrir la puerta, me vi salir. Intrigada, decidí seguirme.

Caminé varias calles observándome; me espié entrando en un sórdido bar y comenzando a beber, mientras alguien intercambiaba conmigo papelinas por dinero.

Me vi salir del bar y llegar a la estación de tranvías. Muy nerviosa, me situé detrás de mí y allí, sin pensarlo, cuando entró el primer vagón, me empujé con fuerza hacia las vías.

Sorpresa y horror se apoderaron del público, confusión que aproveché para alcanzar discretamente la salida.

Mi vida paralela había desaparecido.


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Con este resultado, tenéis hasta el viernes 11 de septiembre a las 24:00 para escribir y enviar relatos que comiencen con la frase final del relato ganador y otras 100 palabras más como máximo, es decir: «Mi vida paralela había desaparecido» + 100 palabras. El relato ganador de la segunda quincena será leído en la radio el martes 15 de septiembre. Aquí los relatos de la siguiente edición.



Fuera de concurso:

PROMESAS DE SAN JUAN, de David Reche Espada.

Al final de aquel verano mentiroso la promesa del amor era soledad pegada de nuevo al alma, como esa humedad de las tardes del agosto crepuscular, que te envuelve con la familiaridad del abrazo de una novia que te dejó hace tiempo y a la que decidiste no olvidar.

Añoraba septiembre y que su rutina sepultara inconsciente el recuerdo de risas y gozos de aquella noche sanjuanera, cuya resaca seguía martilleándome dos meses después. Pero contra toda lógica, al final de aquel verano regresé a la que pudo ser nuestra playa, a brindar por un futuro inventado que, como decía la canción, simplemente no existía.

 

Enviados en plazo pero olvidados por el organizador:

LA APUESTA, de La Última de Filipinas.

Al final de aquel verano caminaba hacia el portal dos de mi calle, mascullando, cual demente, lo que podría parecer el tormentoso código de aquella serie titulada Lost.

-Tienen que ser estos siete números- me susurró el último día de agosto.

Me atendió una señora que sabía más de mí que yo de ella. Yo nunca había jugado con el azar y cuando eres muy joven el tabaco lo compras donde no te conocen.

-¿Qué tal estáis tu papá y vosotras tres?

-Traigo sus números memorizados.

El cinco de septiembre dejé de comprar tabaco, pero vuelvo cada semana para apostarlo todo al tres...



ÉRASE UNA VEZ, de La Última de Filipinas.

Al final de aquel verano vestía con apariencia de experto despreocupado, como quien vive arañando cada segundo de la vida sin ataduras pasadas ni presentes. Fumaba tabaco de liar curiosidad con aventura, atrayéndome así como la miel a las moscas en cada calada…

Entonces llegó el tercer gin tonic y con él apareció frente a mí un ingenuo preocupado, sin valor para salir de sus ataduras pasadas que sí resultaba cargar aún sobre sus hombros. Su barba me seguía pareciendo seductora, pero no era libre, no era valiente. Bebía lo que todos: gin tonic.

Encontré un «érase una vez» sin puntos suspensivos.









sábado, 8 de agosto de 2020

CUMPLEAÑOS FELIZ

PREVIAMENTE: Tierra estéril.


Apenas una hora antes del día de mi cumpleaños, la mujer que tomó la decisión de difuminarse porque no se estaba enamorando de mí, me envió una pre-felicitación por whatsapp.

Hace años celebraba mi cumpleaños con la vocación de ser la novia en la boda y el muerto en el entierro, pero poco a poco se me fue marchitando esa ilusión por hacer fiesta. Coincidió con el periodo madrileño, con la sensación, falsa o real, qué más da, de soledad; o quizá fue un vicio adquirido de la pareja que tuve hasta entonces. Al fin y al cabo todos vamos asimilando actitudes, por ósmosis o por imitación, de aquellos que nos rodean, especialmente de las personas más importantes de nuestro entono, es nuestra naturaleza. De aquella pareja que tuve durante ocho años me quedé muchas cosas, algunas que le tengo que agradecer y otras quizá no, pero quién soy yo ahora se debe en parte a ella, igual que las interacciones con nuestra familia cuando somos niños explican el adulto que seremos. El caso es que cuando nos separamos y quedó más patente mi soledad en Madrid empecé a huir de las celebraciones de cumpleaños, imitando en este campo una de sus actitudes frente a la vida: pasar desapercibido. No es que yo haya sido nunca un especialista en no hacerme notar, pero a partir de aquel agosto de 2014, hace seis años, dejó de hacerme gracia cumplir años, y redescubrí el post-púber o pre-adolescente que fui hace treinta años, que vivía con incoherencia y confusión lo de dar otra vuelta al Sol. Quizá a partir de aquel 2014 en el que llevaba perdidas unas cuantas cosas desde el traslado forzoso a Madrid quise engañar al tiempo, veía que los cuarenta años se acercaban como una amenaza real, y pretendí pasar desapercibido, al menos durante los días que rodeaban a la fecha de mi cumpleaños, como una forma de intentar engañar al tiempo, que no se diera cuenta que yo estaba por allí, a ver si me regresaba a los años anteriores, cuando pensaba que tenía el control de mi vida. Puede ser que se tratara de los síntomas visibles de la midlife crisis, acechando al final de mi cuarta década en este mundo. El caso es que inventaba tretas para no estar disponible, mi teléfono se averiaba sorpresivamente un día antes, o iniciaba un viaje de vacaciones sin tener claro el destino o lugar donde pasaría el día de mi cumpleaños. Huía de celebraciones y de fiestas, pero cuando ésta se producía, alguna cena contra mi voluntad, no tenía más remedio que sonreír y no quitar la ilusión a quienes me habían organizado la sorpresa con toda su buena voluntad, mostrarles mi agradecimiento sincero (ellos no podían ser culpables de mis mierdas internas).

Ahora, con la década de la cuarentena marchando a velocidad de crucero, no tengo más remedio que dejarme llevar, no opongo ningún tipo de resistencia más que haber ocultado mi fecha de cumpleaños en la red social por excelencia: para que sólo se acuerden quienes quieran acordarse.

Pues bien, esa noche previa a mi 43 cumpleaños hubo varias llamadas extrañas a mi puerta: la primera fue la mencionada al principio. De alguna forma quiere, o quería, seguir presente a pesar de no querer profundizar en la relación que creí estábamos empezando, más bien la cercenó. Despreocupada o ignorante de lo que ocurre, se ofreció a una cerveza alguna tarde para celebrarlo durante esa semana en la que no tendría a sus hijos a su cargo. Su ofrecimiento se diluyó en la vida atareada de una mujer con negocio propio.

La segunda fue otra mujer que esperó canónicamente a felicitarme a las doce de la noche, y a la que soy yo quien, con mi libido por los suelos, no le presta más atención para tener alegrías conjuntas y descomprometidas en este verano raro.

La tercera fueron dos sueños de signo muy distinto. En uno de ellos mis abuelos maternos telefoneaban a los paternos, para comer juntos. Los cuatro fallecieron hace más de un lustro o una década, y quizá acudieron a mi sueño convocados por la reflexión del día anterior al ver que mis tíos ya no son los treinteañeros que cuando era niño hacían fiesta en la casa de campo familiar, sino personas mayores que se parecen ya más a los abuelos que tuve de niño que a los tíos que aún perviven en mi imaginación desde hace más de tres décadas. También soñé con sexo, contradiciendo mi pensamiento de que tengo la libido desaparecida: una joven rubia y dispuesta se exponía en toda su intimidad para que yo hundiera mi cabeza entre sus piernas.

Casualmente cuando la mañana siguiente bajé a correr a la rambla del Vinalopó me salieron al paso cinco jóvenes gacelas de piernas largas y apetecibles a las que me creí capaz de seguir. Pero la realidad es más tozuda que mis capacidades físicas, y a los cinco minutos descubrí que corrían a un ritmo para el que este león no está preparado. Tuve que dejar escapar esa juventud y esa lozanía, asimilando que ese día cumplía un año más y mis límites, en según qué campos, estrechan mis horizontes plausibles.


CONTINÚA: Cuando seas mayor, te acordarás de este verano.