(Este es el tercer relato de mi primer libro: Relatos improbables de la ciudad antropomorfa publicado en 2011. El relato es de 2006)
Se produjo una vez el hecho de que un niño de unos siete
años, que aunque era todo lo responsable, e incluso más, de lo que se puede esperar
de un niño de siete años; decidió no comerse el bocadillo de mortadela con
aceitunas que su abuela materna, la señora María Asunción de la Paz Gómez, le había
preparado para merendar aquella tarde. Era sabido por sus padres que a veces
decidiera infringir conscientemente alguna norma que su entendimiento
consideraba arbitraria. Lo pensaban rebelde, como su difunto abuelo.
Era a finales del mes de julio, que se despedía con unos
días tremendamente calurosos, tanto como que hacía cuarenta años que no se
recordaban, según afirmaba la prensa local, temperaturas tan altas en ese mes. De
todas formas no hay que olvidar que en ocasiones la prensa local peca de cierta
exageración cuando habla de los asuntos más cercanos y que sabe que no van a
tener trascendencia fuera de su ámbito de difusión.
Estaban dando las seis y media en el reloj de la torre de la
iglesia del barrio de Las Patas, y el niño, cuyo nombre obviaremos, corrió por el
sendero que serpentea ladera abajo desde la plazoleta de la iglesia hacia el
río. Cuando llegó a la confluencia con el camino de la rambla, antes de llegar
al último puente, llevaba el bocadillo intacto en la mano. Ya antes de
recibirlo en la cocina de su abuela había decidido que esa mortadela con
aceitunas no le gustaba y que por tanto no la comería. No llegó a considerar la
opción de comunicar su desagrado hacia la merienda de aquella tarde, puesto que
conociendo el carácter de la señora de la Paz Gómez sabía que conseguiría una regañina, cosa
que no le importaba demasiado; además de la incómoda vigilancia de su abuela
durante todo el proceso de deglución. Estando junto a los arbustos, que en una
franja de veinte metros esconden el apenas metro y medio de ancho del río,
comprobó que no había nadie en las cercanías. Era consciente de que lo que iba
a hacer era considerado una fechoría en ciertos ámbitos, así que tomó sus
precauciones. A esa hora aún no había nadie haciendo deporte por los caminos
que intentan seguir el curso del río por el fondo del barranco, ni siquiera
nadie paseando al perro. Sólo se escuchaban los gritos de otros niños, allá
arriba en el puente colgante, que intentaban acertar aviones de papel sobre el
agua, pero estaban en la parte opuesta del tablero del puente y no podían
verlo. Así que lanzó el bocadillo hacia la maleza, por encima del carrizo, y
corrió resuelto por el camino rambla abajo, hacia el puente del Ferrocarril,
para practicar puntería con las palomas que anidan bajo sus vigas.
Es de suponer que cosas como éstas ocurren todos los días,
quizá alguno de nosotros mismos lo hizo alguna vez, cuando éramos menos
responsables pero más felices de nuestros actos.
Y hasta aquí alcanzaría el relato si no fuera porque la
realidad llega siempre más allá de donde queremos ver, y a veces son los
pequeños detalles los que desembocan en actos que serán recordados en el tiempo
dejando una huella impredecible en su comienzo. Y fue algo tan sencillo como
que el bocata cayó en un sitio inaccesible para los gorriones que observaron el
hecho, y sin interés para las ratas, que tenían comida más fácil en los
comederos para los patos del parque municipal. Sin embargo una exploradora de
un hormiguero cercano andaba por allí cerca, siempre en estado de alerta como
el resto de exploradoras, para poder abastecer a la enorme colonia que había prosperado
en aquel lado del río. Dicho hormiguero se situaba junto a un pequeño vertedero
donde arrojaba sus desperdicios la población chabolista de lo alto del
barranco, más allá del barrio del niño. Pero el Excelentísimo Ayuntamiento de
la ciudad había expulsado de la zona al asentamiento y saneado el vertedero,
por lo que la comunidad de hormigas se vería en serios apuros el próximo
invierno si durante ese verano no conseguía recolectar suficiente provisión
para alimentar a los nuevos miembros, fruto de la prosperidad existente hasta
unos meses antes. Afortunadamente para la colonia la casualidad quiso que la
exploradora de la que ya hemos hablado se encontrase buscando semillas a tres
centímetros exactos del punto donde aterrizó el bocadillo. No bastaron ni diez
segundos para que tras la confusión inicial por el impacto de lo que acababa de
caer desde lo alto, el instinto de la hormiga despertase y fuese como la
primera chispa del motor de la maquinaria entera del hormiguero.
En diez minutos, a las seis y cuarenta y dos de la tarde, la
exploradora estaba en la entrada del hormiguero mostrando un trozo de mortadela
arrancada del bocadillo. En otros siete minutos, y siguiendo su propio rastro
de ácido fórmico, guió a una decena de hormigas al punto donde estaba el
bocadillo. A las siete y cinco de la tarde esa decena de hormigas volvía de
nuevo al tesoro de pan y embutido tras dejar sus primeros cargamentos en la
colonia, seguidas ya de una fila de insectos que poco a poco, y a la llamada de
la actividad que empezaba a desarrollarse en la puerta del hormiguero, era cada
vez más definida.
A las siete y media de la tarde toda una compacta columna de
obreras, de una longitud de más de doscientos metros, estaba activa en una
tarea de la que dependía la supervivencia de la colonia. Atravesaba por dos
puntos el camino paralelo al río, saliendo de entre la maleza para volver a
internarse en ella, siguiendo el titubeante rastro que la exploradora describió
en su primer recorrido. Cálculos realizados posteriormente arrojaron una cifra de
aproximadamente medio millón de hormigas realizando la tarea, a razón de veinte
insectos por cada centímetro de longitud, en una columna que tenía cinco
centímetros de ancho; y fue mucho más tarde cuando se puedo realizar una estimación
mucho más ajustada de la población total de la colonia.
A esa hora de la tarde el calor se hace un poco más
llevadero y empiezan a bajar paisanos al río con el fin de hacer deporte, bien
montando en bicicleta, bien corriendo; o simplemente caminando mientras pasean
al perro. Los corredores, por algún extraño motivo, evitaban pisar la formación
de hormigas, cosa que para los ciclistas no era posible. Aquella tarde, tal y
como ya se ha expuesto que registró la prensa local, el calor fue más intenso
de lo normal, y la fortuna quiso que tan solo dos ciclistas recorrieran el
circuito existente en el camino del río. Así que fueron cuatro ruedas en dos
localizaciones distintas las que por unos instantes sembraron el caos y la
muerte en ocho puntos de la columna. Aproximadamente unas seiscientas hormigas
perdieron la vida por aquel hecho. Se produjeron momentáneas histerias
colectivas en esos ocho puntos, pero debidas principalmente a la pérdida del
rastro de ácido fórmico más que a la muerte de las compañeras. Aún así la
maquinaria no se iba a detener por un incidente tan insignificante, poco más
del uno por mil de la formación causó baja. Los gorriones, por su parte,
preferían no acercarse al camino porque siempre había un humano a la vista y
optaban por rebuscar entre la tranquilidad de los arbustos. Esa noche su cena
se compondría de semillas, mariposas y cigarras, que cantaban despreocupadas
pensando en la ilusión de una próxima pareja.
A las ocho y cuarto, diez minutos después del incidente con
los ciclistas, pasó por allí, en la primera de las cuatro vueltas que daba en
su carrera por el río, Héctor Mendía, futuro ingeniero a falta del proyecto
final de carrera. Para tal proyecto había comenzado a desarrollar la idea de
acondicionar como paseo ese tramo del río, el que quedaba más al norte,
lindando con los límites de la ciudad y que estaba aún por urbanizar. Héctor
Mendía, en la semana que llevaba aquel verano bajando a correr al río había
estado almacenando ideas sobre cómo debería ser el itinerario, respetando en
algunos puntos la enmarañada vegetación, con acondicionamiento de las caminos
mediante adoquinado y alumbrado hasta la vieja presa dos kilómetros aguas
arriba, plantando una fila de palmeras para dar sombra y paneles explicativos
de la vegetación y la geología local: secas paredes verticales de hasta diez
metros de altura en algunos puntos, formadas por limos con algunos estratos de
gravas y arenas, sin duda pertenecientes a episodios más caudalosos del río.
Éste era ahora una pequeña corriente mediterránea alimentada por depuradoras
municipales, pero que a lo largo de los siglos había ido configurando un
paisaje singular, hostil y bello en la falla por la que circulaba.
Héctor Mendía, igual que el resto de corredores, evitó pisar
la formación de hormigas. Y tuvo conciencia de que algo importante para ellas
estaba ocurriendo cuando veinte metros más allá volvió a encontrarse con la
compacta fila de insectos. Pasó tres veces más por allí, en las que tuvo
ocasión de hacer mentalmente un cálculo aproximado de la densidad de hormigas e
incluso del desastre que habían supuesto las dos bicicletas cuyas huellas
todavía eran visibles. Por unos minutos, más de los estrictamente necesarios
debido al cansancio y los múltiples estímulos externos que recibía durante la
carrera, estuvo entretenido realizando esos cálculos mentales. A las nueve
menos diez de la noche Héctor Mendía, intentando controlar sus pulsaciones,
volvía a casa camino de la ducha. No dio más importancia al fenómeno de las hormigas.
A las siete de la tarde del día siguiente, la señora María
Asunción de la Paz Gómez
preparó a su nieto un bocadillo con queso de leche de cabra, de fabricación
local, que gustaba especialmente al niño. Esta vez el infante no sintió la
necesidad de bajar al río a deshacerse de la merienda. Se quedó en la plaza con
sus amigos. Las hormigas no fueron importunadas, puesto que todavía no habían
terminado su trabajo del día anterior, tal era la densidad del pan que compraba
doña María Asunción de la
Paz Gómez en el horno del barrio y el tamaño de los
bocadillos que preparaba a su nieto.
Una hora más tarde Héctor Mendía de nuevo bajaba al camino
del río. Esta vez acompañado por Cristina Marco, estudiante de Biología. Cuando
pasaron sobre las hormigas la densidad de éstas había disminuido considerablemente,
pero mantenían la formación en los dos puntos del camino. Cristina Marco
realizó un par de observaciones sobre el comportamiento de los insectos que
Héctor Mendía comenzó a asociar con algunas de las ideas que fraguaban en su
cabeza sobre el proyecto final de carrera. Pero eran ligeros esbozos.
Tan solo dieron dos vueltas al circuito porque Cristina Marco
no estaba lo suficientemente entrenada y Héctor Mendía no albergaba demasiadas
esperanzas de obtener algo más de ella. A las nueve menos cuarto salía de la
ducha pensando en las hormigas, la ciudad, el río y su proyecto, pero sin saber
muy bien qué clase de relación podría encajar todo aquello. Puso en marcha el
ordenador y se conectó a Internet para conseguir más información sobre los
insectos, y encontró a alguien que le podía ayudar. Olga Zornoza estaba también
a la falta de un proyecto para ser Licenciada en Ciencias Ambientales, y
compartía con Héctor Mendía el mismo interés por la Naturaleza, aunque cada
uno de ellos había transitado por caminos muy distintos, que sin embargo se
encontraban frecuentemente.
A las nueve y diez, la luz solar aún permite pasear sin
necesidad del alumbrado público. Olga Zornoza y Héctor Mendía, de cuclillas en
el camino del río, bajo el último puente, discutían sobre la cantidad de
hormigas que en cada momento atravesaban el camino, y sobre qué era lo que
había movilizado a aquella masa. No pudieron llegar al origen impulsor del
fenómeno debido a que no llevaban ropa adecuada para intentar introducirse en
los matorrales, pero en cambio decidieron averiguar la localización del
hormiguero, una empresa que se les antojaba sensiblemente más fácil. Al pie de
una de las paredes verticales de limo encontraron la colonia. Comprobaron que
eran más de una las columnas que confluían en él, siendo la mayor de ellas la
que Héctor Mendía descubrió la jornada anterior. Desde lugares cercanos donde
había restos de comida o algún arbusto dando frutas también llegaban
formaciones de afanosos insectos recolectando para el próximo invierno. Una
primera estimación de Olga Zornoza, conociendo los números hechos el día
anterior por Héctor Mendía, le llevó a considerar que la colonia podía tener un
volumen de más de diez metros cúbicos, que en un ámbito semiurbano y bajo las
cimentaciones de las casitas del barrio de Las Patas, que en aquella parte se
asoma sobre el río, no dejaba de configurar un hecho de cierta relevancia.
El día siguiente, los nuevos corredores que bajaban su
primera tarde al río no vieron nada, ningún indicio que les hiciera sospechar
que algo de cierta importancia había ocurrido allí. Ni siquiera el niño, que
bajó con sus amigos a cazar cigarras, pudo tener conciencia del efecto que en
el futuro causaría su bocadillo de mortadela con aceitunas.
En septiembre, Héctor Mendía presentaba a su tutor del
proyecto, el profesor Alonso Matilla algunas de las ideas que había empezado a
desarrollar sobre la urbanización del tramo norte del río. Había una de ellas,
que aunque hasta cierto punto le parecía disparatada, prácticamente le venía
impuesta. Olga Zornoza, en colaboración con algunos de sus profesores y
compañeros, había empezado a estudiar el hormiguero bajo el barrio de Las Patas
y barajaba la idea de llevar a cabo alguna especie de protección para la
colonia. Rebuscando entre la legislación medioambiental había encontrado un par
de supuestos que podían llegar a servirle, según qué interpretaciones se
hiciesen de algunos términos del texto legal. Héctor Mendía, previsor y llevado
por su sentido de la amistad, decidió incluir en su proyecto paneles sobre la
zoología en ámbitos de riberas semiurbanas. Esto complementaría a los paneles divulgativos
ya previstos sobre la hidrología, geología y botánica local, además de un Aula
de la Naturaleza;
con lo que dotaba de una componente cultural y ecológica su proyecto. También
acotaría una zona alrededor del gran hormiguero como ejemplo de lo que tales
insectos pueden beneficiar al equilibrio natural en un entorno tan presionado.
El profesor Alonso Matilla escuchó incrédulo las propuestas de su alumno y
durante varias semanas, mientras éste iba desarrollando los aspectos
principales del proyecto, pactaron dejar aparcado ese tema. Alonso Matilla
dudaba de que el tribunal de la
Escuela aceptara como socialmente beneficioso aquella
estrafalaria idea: la protección de un hormiguero.
Pero los trabajos de Olga Zornoza y de un amplio equipo de
su Facultad habían avanzado hasta tal punto que incluso la prensa local, con su
política ya comentada, se hizo eco de la existencia de una gran colonia de hormigas
bajo el barrio de Las Patas. El Ayuntamiento se vio obligado a acotar la zona a
petición de la Universidad
para evitar que el goteo constante de ciudadanos pudiera causar algún daño.
Eran muchos los curiosos que se acercaban a ver lo que hacían allí los
científicos, nombre que había usado la prensa. Alonso Matilla, desde su
despacho en la
Universidad Politécnica de la capital, recibía con asombro
los recortes de prensa que Héctor Mendía, con encogimiento de hombros, le
facilitaba puntualmente cada semana. Esto
ya no es decisión suya o mía le decía con la mirada cada vez que le traía
una nueva colección de titulares o un avance de los trabajos de Olga Zornoza.
Y fue a principios de noviembre, cuando por motivo de un
festival de cultura medieval el Alcalde se dejaba ver más por las calles, que
Cristina Marco, militante en el partido que gobernaba la ciudad, se acordó de
Héctor Mendía y aprovechando un encuentro casual le presentó una tarde al
primer edil. Hablaron del río, del hormiguero, de su proyecto y de la
repercusión que cosas así podían tener para el municipio. Dos días más tarde el
Alcalde se presentaba junto con su Concejal de Medio Ambiente bajo el barrio de
Las Patas, donde fueron recibidos con sorpresa por Olga Zornoza y su directora
de proyecto Carolina Ruiz. Héctor Mendía tampoco dejó escapar la oportunidad de
presentarse enarbolando los planos realizados para su proyecto sobre la
urbanización general del río, el Aula de la Naturaleza y las
medidas de protección alrededor del hormiguero. El político era consciente de
la expectación que el descubrimiento de aquellos dos jóvenes había creado en la
ciudad. La población comenzaba a tomar partido a favor de la protección del
hormiguero, aunque también eran muchos los que pensaban que el asunto era simplemente
una chaladura. Pero todos los líderes políticos locales habían hecho ya alguna
declaración sobre el tema, la prensa nacional mostró cierto interés, hasta tal
punto que los reporteros de una cadena de televisión cubrieron la visita del
Alcalde. Éste, que sabía capitalizar para sí gran parte de los acontecimientos
que ocurrían a su alrededor, no pudo evitar la tentación de dar en primicia, y
frente al júbilo de investigadores y público, que el Ayuntamiento de la ciudad
se iba a comprometer de forma decisiva en la protección del hormiguero, que
aquello podía ser un reclamo importante dentro de las políticas ambientales que
por parte del Consistorio se estaban llevando a cabo, y que por tanto asumía
como propios los proyectos de Olga Zornoza y Héctor Mendía. El Alcalde incluso
los apoyaría con su presencia en los actos de lectura de sus respectivos
proyectos de final de carrera.
Fue un catalizador que aceleró los acontecimientos. En diciembre,
tras las oportunas modificaciones, Héctor Mendía hizo lectura de su proyecto
contando con la presencia del Alcalde de su ciudad entre el público. Alonso
Matilla sonreía irónico al ver las caras de los componentes del tribunal, que
contra toda lógica se vieron impulsados a premiar a Héctor Mendía con una
Matrícula de Honor por la coherencia que dentro del esperpento presentaban
ciertos aspectos de su trabajo. Olga Zornoza, también con el apoyo del Alcalde,
a regañadientes de su directora Carolina Ruiz, recibió similar trato. Y tres
meses más tarde se incluían ambos proyectos en los presupuestos municipales de
aquel ejercicio, con subvención adelantada de fondos europeos para ayuda al
desarrollo. Los dos jóvenes fueron contratados por la administración local para
colaborar en la dirección técnica de las obras, que durante su duración
recibieron visitas de investigadores y catedráticos de toda Europa. Uno de
aquellos prohombres de la ciencia llegó a proponer la petición de Declaración
de Patrimonio de la
Humanidad del conjunto. Al Alcalde le brillaron los ojos.
Fue el Rector de la nueva Universidad privada que había
abierto ese curso sus instalaciones en la ciudad, quien vio la perfecta ocasión
para apuntarse un tanto en la vida local; y comenzó los trabajos de
recopilación de información para la UNESCO. Olga Zornoza y Héctor Mendía asistían
atónitos a la escalada internacional de su hormiguero y a la fiebre
pro-hormigas que se desató entre la población. Todos los niños de la ciudad
tenían en su casa un pequeño hormiguero, los colegios de toda la provincia
hacían excursiones a la localidad, donde los encargados del Aula de la Naturaleza del río
aprovechaban para hacer publicidad de las magnificencias de los tesoros
ambientales que se escondían en el término. Poco a poco y gracias a la
curiosidad del tema de las hormigas, la ciudad se convirtió en una excursión
usual dentro de los paquetes turísticos de las agencias de viajes que desde el
extranjero operaban en las localidades costeras cercanas. Para un holandés, o
un británico, tiene algo especial volver a Ámsterdam, o a Edimburgo, y contar
que había visto una gran colonia de insectos en una de esas ciudades del sur.
En noviembre del año siguiente, Héctor Mendía y Olga Zornoza
brindaban con cava en París, locos de júbilo, cuando asistieron al acto en el
que la UNESCO
declaró al hormiguero del barrio de Las Patas la primera comunidad animal
considerada Patrimonio de la
Humanidad.
El niño, todas las tardes en las que la señora de la Paz Gómez le prepara
bocadillo de mortadela con aceitunas, baja al Aula de la Naturaleza y dona parte
de su merienda a las hormigas, colaborando así en la campaña Alimentemos nuestro Patrimonio. Piensa
con orgullo que con sus bocadillos contribuye de una manera especial a la
ciudad.