‑Su puta madre –mascullé contra
el radio-despertador cuando sonó ajeno a mis deseos diarios por su pronto
ingreso en el cielo de los despertadores.
Remoloneé dos segundos por encima
de mis posibilidades, que eran nulas dado el apretado horario impuesto por el
cambio de oficina, y salí de la cama odiando a todos los responsables de los
casos de corrupción que escupían las noticias: ¿Por qué yo no podía tener una
cuenta en Suiza de cifras obscenas y tramar un plan para huir a Bélice en lugar
de tener que encomendarme como cada día al omnipresente Dios del Atasco de la M-30? No era de mi agrado asistir todas las
mañanas al sacrificio ritual de litros de gasolina y minutos de vida como
ofrenda sumisa y piadosa.
Una vez elevado mi mal humor a su
nivel óptimo habitual y con las legañas todavía entorpeciendo mis percepciones
visuales, desplegué mi catálogo de trompicones matutinos por el pasillo camino
del baño. Obvié el encendido de las luces del corredor, dado que la excelente
calidad de mis mucosas oculares frenaban cualquier tipo de energía, incluso más
allá del espectro visible, y avancé a ciegas hasta el lavabo para sentarme a
reinar por unos instantes en el único trono que el destino me tenía reservado.
No se asusten, no entraré en detalles, simplemente les aclararé que tiempo
atrás adopté la recomendabilísima costumbre de miccionar sentado (cosas de la
época de estudiante lejos de los desvelos higiénicos maternos, cuando me di
cuenta de que esa postura espaciaba en el tiempo los intervalos de limpieza
obligatoria del inodoro). El caso es que cuando casi había vaciado toda la
vejiga vislumbré sobre el lavabo el bote de la orina en el que supuestamente
debía estar vertiendo la mía: ¡el reconocimiento médico anual de la empresa!
Corté en seco la descarga, para disgusto
de los músculos de mi bajo vientre, y terminé la faena en el frasquito,
apurando hasta la última gota, como suelo hacer habitualmente, ojo.
Tras ejecutar, insatisfecho, el
resto de mis abluciones matutinas discutí con el armario, y con el recuerdo de
mi madre echándome en cara mi abstinencia con la plancha, qué ropa ponerme y
salí corriendo escaleras abajo: llevaba veinte imperdonables segundos de
retraso.
Acumulé otro minuto de demora, y
medio kilo más de enfado, mientras esperaba en la puerta del garaje a que el
empanado del tercero C decidiera ponerse el cinturón, ajustar los retrovisores,
quitarse el cinturón, bajar del coche, quitarse la americana, plegarla y
dejarla en el asiento trasero, volver a meterse en su vehículo, ponerse
nuevamente el cinturón de seguridad, descubrir que tenía un grano en la frente
mientras ajustaba otra vez los retrovisores (¿pero este capullo no se mira en
el espejo cuando se levanta?), buscar el mando de la puerta del garaje en todos
los bolsillos a su alcance, esperar a que ésta se abriera completamente, calar
el coche en la rampa de salida, volver a encender el motor mientras la puerta
se cerraba, rebuscar de nuevo el mando y sorprenderse de que yo me dirigiera
vehemente hacia él desde el interior de mi coche.
‑¡Vamos ya, coño! –grité lo que
creía que sólo estaba pensando‑ ¡Mira que eres petardo!
Una vez en la calle, con peineta
incluida del empanado del tercero C, me automaldije todo lo que sabía al pasar
junto a la farmacia de dos portales más allá, donde el día anterior compré el
tarro para la orina que se aburría, solo y lleno, encima del lavabo de mi casa.
Dejé el coche en doble fila y
subí por la escalera (los dos ascensores estaban en el piso once, y yo tenía
calculado que para subir a mi sexto era más rápido ir a pie si aquéllos estaban
más allá del décimo). Sudé como un pollo la camisa barata, pero sin arrugas,
del Carrefour, pero no tenía tiempo
para cambiarme porque ya llevaba dos minutos y veinte segundos de retraso
cuando recogí el puñetero bote amarillo. Para mi suerte, mala, los ascensores
estaban ahora en el bajo, así que usé de nuevo las escaleras como si no hubiera
un mañana hasta tropezar con el portero, que venía a advertirme de que la grúa
se me llevaba el coche.
Me vi muy tentado de hacer un Aguirre y huir con el coche de la acción
implacable de los agentes de la ley, que nunca acudían a mis llamadas
desesperadas cuando, a las cuatro de la madrugada de un martes, algunos niñatos
hacían botellón en el parque bajo mi ventana. Pero para qué lanzarles mi
discurso sobre el uso que se daba a mis impuestos, hubiera servido para perder
otros tres minutos más (lo tenía muy ensayado) además de que el coche ya estaba
enganchado y camino del depósito municipal de vehículos (ese contenedor de mil
injusticias cotidianas y urbanas). Así que desestimé mis mociones y firmé la
multa vencido y cabizbajo mientras calculaba la mejor combinación de bus y
metro para llegar a las inmediaciones de la tierra oscura de Mordor, donde
habían trasladado la oficina.
Llevaba un retraso de ocho
minutos. En condiciones normales ahora mismo estaría imprecando a algún listo
que se saltaba una línea continua en el kilómetro seis de la M-30, pero caminaba
a toda prisa, con mi bote amarillo en la mano, hacia la boca de metro más
cercana a casa. El metrobús caducado, mi falta de monedas sueltas, la avería de
la máquina expendedora de billetes con tarjeta de crédito, la ausencia del tipo
de la taquilla, y el despiste del vigilante de seguridad, centrado en chatear
por whastapp en lugar de controlar
que yo no saltara clandestinamente los tornos de entrada; dieron como resultado
que me sintiera igual que un inmigrante ilegal saltando una valla hacia el Valhalla de las profundidades rugientes
del metro. Y oigan, sin ningún sentimiento de culpa, como esos pobres africanos
de Melilla y Ceuta. Eso sí, yo al menos tuve la decencia de sonreír a la cámara
que desde una esquina del techo registró mi fechoría, que una cosa es ser un
descamisado muerto de hambre y otra muy distinta un ciudadano blanco, joven y
sobradamente preparado que trabaja en una gran corporación, aunque con un bote
de orina en la mano.
Recordé la canción de Sabina: «El
metro huele a podrido, a carne de cañón y soledad» cuando vi las caras de los
viajeros que, como yo, se apretujaban en el coche sin necesidad de tener que
agarrarse a las barras: saturación de cuerpos, desconocidos rehuyendo miradas,
mezcla indiscriminada de jóvenes en traje del Zara, inmigrantes vistiendo ropa de hipermercado, secretarias
disfrazadas de fiesta en Bershka,
limpiadoras de manos encallecidas y estudiantes dormidos como angelitos. En
estos sitios y a estas horas es cuando hay que desconfiar de la gente que
sonríe o va perfectamente maquillada y peinada: nadie que no oculte algo puede
ir tan maqueado de madrugada en el metro. Estoy seguro. Yo, sin ir más lejos,
sonreía pensando en el contenido amarillo de mi frasco, luchando
subrepticiamente para que nadie lo tocara.
Perdido en estas reflexiones y
repasando la lista de barrios y paradas del suburbano de Madrid que aparecen en
las letras de Sabina, me pasé de parada: diez minutos más de retraso. Se me
llevaban los demonios, así que me puse a pensar en cómo optimizar mis tareas
cuando llegara a la oficina. Que al menos mis desventuras matutinas no
provocaran que aquellos cuyo trabajo dependía del mío se quedaran parados en
espera de mi feeding, como les
gustaba decir a los capullos que tenían que justificar su MBA usando términos
en inglés perfectamente traducibles.
Prioricé las tareas, anoté
mentalmente aquello que no necesitaba de mi presencia física frente al
ordenador, recordé la hora de entrada de los compañeros y los últimos correos
recibidos el día anterior, y en cuanto regresé a la superficie para esperar al
autobús comencé a telefonear a aquellos que ya estarían en la oficina. Pedía
excusas, daba instrucciones, preguntaba resultados y consultaba opiniones
mientras gesticulaba con la mano en la que llevaba el tarro de orina. Parecía
tan absorto en el desempeño telefónico de mi trabajo, como un yuppie recién llegado de 1985, que un
quinqui contemporáneo no dudó en intentar arrebatarme el frasco.
El colega, abrumado por el primer
colocón del día, debió de pensar que mi preciado bote llevaría algún bálsamo de
fierabrás que le lanzaría hacia el estrellato que tan aparentemente lucía a
pesar de los chorretones de mi camisa barata.
‑Cuánto daño han hecho las drogas
–pensé con la voz de mi abuela mientras de un manotazo forcejeé con el chungo
que quería mis orines.
Desde luego, haberme criado en un
barrio complicado de provincias tenía algunas ventajas, como la de aprovechar
la confusión de la discusión con el drogata para colarme en el bus sin pagar
(no llevaba monedas y mi colega, el miembro en riesgo de exclusión de la comunidad, me había
proporcionado el fuego de cobertura
necesario para cometer otra fechoría sin importancia).
A pesar del tráfico del nudo de
la M-30, el autobusero era un profesional del macarreo al volante y buscó
eficientemente el hueco en cada incorporación para, valiéndose de su tamaño y
haciendo oídos sordos a los juramentos de tipos que podían ser yo mismo en mi
coche, no alargar más el retraso imposible que ya traía de casa.
Entré con media hora de demora a
la ciudad empresarial donde el sistema nos recluía eficazmente (prefiero no
opinar de la eficiencia del lugar). El furgón del reconocimiento médico estaba
aparcado al otro lado del recinto, y vi que algunos compañeros con los que
comparto apellido estaban ya haciendo cola. Miré mi frasco, comprobé por
enésima vez en la mañana la hora, dudé dos segundos y finalmente decidí que a
pesar del esfuerzo hecho por llegar con el bote sano y salvo, primero debía
subir a la oficina a poner en marcha todo lo que dependía de mí. Me moría de
hambre y debía seguir en ayunas hasta que me sacaran sangre para el
reconocimiento médico, pero ya encontraría un hueco para bajar luego a entregar
mi frasco y someterme al examen.
En el ascensor fui cazado por
Hurtado, el director de Operaciones Externas, animoso jefe ejerciente fuera de
su jurisdicción. Él llegaba también a esa hora, pero no tuvo impedimento en
aprovechar el viaje de diez pisos en ascensor para lanzarme un chorreo
monocromático (gama de grises, aclaro) dudando sobre mi implicación en el
proyecto para el que trabajaba: dada la hora a la que llegaba a pesar de las
urgencias en las que estábamos quedaba claro que no me estaba comportando de
manera proactiva.
‑Con esa actitud no estás en el gap de profesionales que buscamos para
conseguir los targets fijados por el deputy –me soltó, entre otras cosas,
seguro de lo efectivo de su discurso. Él era uno de esos capullos con MBA que
habían olvidado su idioma‑. Así que lleva cuidado con tus próximos pasos o
estás out.
Recordé el incidente con el
quinqui, que casi me robó el tarro de orines gracias a mi empeño telefónico de
iniciar mi trabajo. Sonreí para mis adentros.
‑Tienes razón –agaché las orejas‑,
es posible que últimamente haya meado fuera de tiesto –improvisé con júbilo
disimulado‑, lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir –zanjé
regio.
‑Espero que así sea, man –amenazó ufano de su dominio del
idioma del Bronx.
‑Mira –agregué conciliador‑,
pongo todo en marcha y luego voy a tu despacho a reportarte el management state –había que usar su
lenguaje‑. Mientras tanto, y en señal de paz, te ofrezco un té frío de la
cafetería de abajo. No recordaba que hoy tenía el examen médico y he de estar
en ayunas hasta que me reconozcan.
Salió del ascensor, henchido de
orgullo de jefe inmisericorde y con mi ofrenda en las manos, dando órdenes y
embravecido por la pequeña victoria conseguida.
Yo pulsé el cero y me fui
pensando en llamar a mi abogado para preguntarle qué supuestos incluían el
despido procedente.
Hahaha, Madrid te inspira!
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