sábado, 8 de agosto de 2020

CUMPLEAÑOS FELIZ

PREVIAMENTE: Tierra estéril.


Apenas una hora antes del día de mi cumpleaños, la mujer que tomó la decisión de difuminarse porque no se estaba enamorando de mí, me envió una pre-felicitación por whatsapp.

Hace años celebraba mi cumpleaños con la vocación de ser la novia en la boda y el muerto en el entierro, pero poco a poco se me fue marchitando esa ilusión por hacer fiesta. Coincidió con el periodo madrileño, con la sensación, falsa o real, qué más da, de soledad; o quizá fue un vicio adquirido de la pareja que tuve hasta entonces. Al fin y al cabo todos vamos asimilando actitudes, por ósmosis o por imitación, de aquellos que nos rodean, especialmente de las personas más importantes de nuestro entono, es nuestra naturaleza. De aquella pareja que tuve durante ocho años me quedé muchas cosas, algunas que le tengo que agradecer y otras quizá no, pero quién soy yo ahora se debe en parte a ella, igual que las interacciones con nuestra familia cuando somos niños explican el adulto que seremos. El caso es que cuando nos separamos y quedó más patente mi soledad en Madrid empecé a huir de las celebraciones de cumpleaños, imitando en este campo una de sus actitudes frente a la vida: pasar desapercibido. No es que yo haya sido nunca un especialista en no hacerme notar, pero a partir de aquel agosto de 2014, hace seis años, dejó de hacerme gracia cumplir años, y redescubrí el post-púber o pre-adolescente que fui hace treinta años, que vivía con incoherencia y confusión lo de dar otra vuelta al Sol. Quizá a partir de aquel 2014 en el que llevaba perdidas unas cuantas cosas desde el traslado forzoso a Madrid quise engañar al tiempo, veía que los cuarenta años se acercaban como una amenaza real, y pretendí pasar desapercibido, al menos durante los días que rodeaban a la fecha de mi cumpleaños, como una forma de intentar engañar al tiempo, que no se diera cuenta que yo estaba por allí, a ver si me regresaba a los años anteriores, cuando pensaba que tenía el control de mi vida. Puede ser que se tratara de los síntomas visibles de la midlife crisis, acechando al final de mi cuarta década en este mundo. El caso es que inventaba tretas para no estar disponible, mi teléfono se averiaba sorpresivamente un día antes, o iniciaba un viaje de vacaciones sin tener claro el destino o lugar donde pasaría el día de mi cumpleaños. Huía de celebraciones y de fiestas, pero cuando ésta se producía, alguna cena contra mi voluntad, no tenía más remedio que sonreír y no quitar la ilusión a quienes me habían organizado la sorpresa con toda su buena voluntad, mostrarles mi agradecimiento sincero (ellos no podían ser culpables de mis mierdas internas).

Ahora, con la década de la cuarentena marchando a velocidad de crucero, no tengo más remedio que dejarme llevar, no opongo ningún tipo de resistencia más que haber ocultado mi fecha de cumpleaños en la red social por excelencia: para que sólo se acuerden quienes quieran acordarse.

Pues bien, esa noche previa a mi 43 cumpleaños hubo varias llamadas extrañas a mi puerta: la primera fue la mencionada al principio. De alguna forma quiere, o quería, seguir presente a pesar de no querer profundizar en la relación que creí estábamos empezando, más bien la cercenó. Despreocupada o ignorante de lo que ocurre, se ofreció a una cerveza alguna tarde para celebrarlo durante esa semana en la que no tendría a sus hijos a su cargo. Su ofrecimiento se diluyó en la vida atareada de una mujer con negocio propio.

La segunda fue otra mujer que esperó canónicamente a felicitarme a las doce de la noche, y a la que soy yo quien, con mi libido por los suelos, no le presta más atención para tener alegrías conjuntas y descomprometidas en este verano raro.

La tercera fueron dos sueños de signo muy distinto. En uno de ellos mis abuelos maternos telefoneaban a los paternos, para comer juntos. Los cuatro fallecieron hace más de un lustro o una década, y quizá acudieron a mi sueño convocados por la reflexión del día anterior al ver que mis tíos ya no son los treinteañeros que cuando era niño hacían fiesta en la casa de campo familiar, sino personas mayores que se parecen ya más a los abuelos que tuve de niño que a los tíos que aún perviven en mi imaginación desde hace más de tres décadas. También soñé con sexo, contradiciendo mi pensamiento de que tengo la libido desaparecida: una joven rubia y dispuesta se exponía en toda su intimidad para que yo hundiera mi cabeza entre sus piernas.

Casualmente cuando la mañana siguiente bajé a correr a la rambla del Vinalopó me salieron al paso cinco jóvenes gacelas de piernas largas y apetecibles a las que me creí capaz de seguir. Pero la realidad es más tozuda que mis capacidades físicas, y a los cinco minutos descubrí que corrían a un ritmo para el que este león no está preparado. Tuve que dejar escapar esa juventud y esa lozanía, asimilando que ese día cumplía un año más y mis límites, en según qué campos, estrechan mis horizontes plausibles.


CONTINÚA: Cuando seas mayor, te acordarás de este verano.


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