Se asomó sola por la escotilla para ver amanecer, abstrayéndose de
los ronquidos, o respiración fuerte, como solía precisarle él; que atronaban a
su espalda.
Se preguntó cómo era posible que
una visión tan bella escondiera tantas incertidumbres, tantos horrores. Eso le
hacía verse pequeña, muy pequeña, frente a aquel panorama que le dibujaba, al
otro lado del cristal, un precipicio infinito de estrellas. Era tal la
sensación de desamparo ante aquella inmensidad terrible, que no tenía forma de
impedir que las lágrimas asomaran a sus ojos y salieran flotando como hojas de
rocío huérfanas.
Allá a lo lejos, otra fulguración
aterradora iluminó lo que quedaba de la superficie terrestre. Sólo los
ronquidos de su compañero ponían banda sonora a aquel ataque desconocido.
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