Me
desperté cuando el primer rayo de sol que asomó tras la duna me abofeteó en la
cara. El crujido de la arena entre los dientes retumbó en mi cabeza, como si
fuera mi propia existencia desmoronándose bajo el peso de la resaca. Así que
antes de abrir los ojos recité mis maldiciones matutinas, a modo de mantra
reconfortante que me recordara el tipo de persona que era; y cuando creí estar
en condiciones me enfrenté al cielo limpio y generosamente vacío que lo llenaba
todo. El día se desperezaba, como yo, de mala gana sobre aquel desierto cruel
en el que era una patraña eso que nos contaron en la escuela: ¡no en todos los
desiertos hace frío de noche!
Mi
cerebro me traicionó y, con la loable intención de refrescarme, hurgó entre los
recuerdos hasta encontrarme en la piscina del jardín, disfrutando de una
limonada y evadiéndome de la pelea entre mi mujer y los niños a propósito de
las horas de la digestión.
Sí,
no se extrañen. Yo tuve, o quizá aún tengo, una casita con jardín, una esposa
amantísima pero fuerte e independiente, dos hijos y un perro al que saco a
pasear los domingos cuando voy a comprar el periódico. O puede que sea un
recuerdo inventado por mi cerebro para vengarse de los excesos de anoche, quién
sabe. El caso es que encontré las fuerzas para levantarme penosamente,
controlando el bombeo de sangre para que no me estallara la cabeza. Sólo cuando
estuve de pie me di cuenta de que llevaba una botella de whisky agarrada en la
mano izquierda, por eso me había costado tanto incorporarme. Maldije al figura
que incluyó esa bebida en la cesta de Navidad de la empresa (¡yo odio el
whisky!) y volví hacia la planta de extracción de gas, perdida en el mar de
arena de un desierto que sólo conocían sus habitantes y otros desgraciados como
yo.
Con
la botella en una mano y la otra en el bolsillo del pantalón, buscando la caja
de aspirinas que suelo llevar encima, escalé a trompicones la duna que me
separaba del campo de extracción. Aún se veían indicios de la juerga de Navidad
que nos montamos la noche anterior: el Jeep del gerente atascado fuera
de la pista de entrada a la planta y con el motor en marcha, los pilotos
rotatorios de las señales de emergencia diseminados alrededor de los módulos
dormitorio; todas las puertas abiertas de par en par y ni un alma en la caseta
de vigilancia. Parecía que no era yo el que había terminado la noche en peores
condiciones, incluso la torre de extracción estaba en silencio. Meneé la cabeza
incrédulo y aventuré que el director nos machacaría con las horas extras que
podríamos cargar al proyecto. Le dediqué con el pensamiento un saludo
“cariñoso”, recordando lo absurdo de su decisión de no poder volar de vuelta a
casa para Nochebuena, y me dirigí al módulo de control para ser el héroe del
día. Pondría de nuevo la planta en funcionamiento y manipularía
convenientemente el servidor informático para hacer creíbles los datos de la
explotación durante esa noche.
No
sé ustedes, pero yo tengo una capacidad innata para ir cabreándome poco a poco
mientras mi pensamiento va dándole vueltas a algún asunto estúpido. Desde la
sonrisa irónica para demostrar condescendientemente cómo me toca las narices
una actitud mentecata de un tercero, hasta querer arrasar con todo bicho que se
me cruce por el camino; sólo necesito unos minutos, tres o cuatro razonamientos
resentidos y algún deseo reprimido hacia el ya mencionado tercero estúpido y
toca narices. Así que cuando llegué al módulo de control, la resaca había
mutado en feroz resentimiento hacia mis superiores y hacia toda la sociedad en
general por criar en su seno sabandijas indeseables que ven premiadas sus
idioteces.
Entré
a la caseta barruntando alguna terrible venganza contra la putrefacción del
sistema cuando me topé de bruces con la nariz de un desconocido. El tipo, un chaval
joven de aspecto centroasiático que apenas habría empezado a afeitarse el
mostacho, se asustó al verme aparecer con mi cara de resaca y lo ojos
inyectados en sangre. A mí no me dio tiempo a preguntarme quién era, ni
siquiera a asustarme. Simplemente tuve una reacción violenta al toparme con un
desconocido que cargaba con un fusil y que pisoteaba el cuerpo de Mijaíl,
nuestro guardia ruso, el único cabrón que me caía bien en aquel desierto
caluroso e insufrible.
Antes
de que el soldadito pudiera gritar nada o llevarse el arma al hombro, le
reventé la botella de whisky en la cara soltando un improperio. Le quedó una
bonita brecha en la cabeza mientras se derrumbaba sobre mi amigo ruso. No me
detuve a comprobar en qué estado quedaban ambos, instintivamente le arranqué el
fusil, un AK-47 más viejo todavía que el de Mijaíl, y salí excitado, invadido
por un extraño sentimiento mezcla del pánico, la indignación y un gozo
inexplicable.
En
la sala de entretenimiento y comunicaciones no había quedado nada entero, los
ordenadores y el teléfono satélite estaban hechos pedazos por el suelo o
agujereados a balazos. Eso explicaba los fuegos artificiales con los que creí
haber soñado durante la cogorza. Rescaté una cerveza que sobrevivía en la
nevera y salí dándole un trago para ayudarme a tragar otra aspirina. Había
huellas hacia el oeste, y más allá de los inodoros químicos, alejados de las
torres de extracción antiguas, vi un grupo de gente. Eran mis compañeros
vigilados por dos tipos armados que discutían entre ellos. Otros dos intentaban
desatascar un viejo furgón soviético de la arena, a unos diez metros de donde
los dos primeros custodiaban al resto de trabajadores. Parecía un secuestro
chapuza en toda regla.
“El
alcohol te matará”, solía decirme mi madre cada vez que nos juntábamos a comer
toda la familia en Navidad. Este año no pudo ser, pero sonreí triunfal al
comprender que a pesar de las reiteradas advertencias maternas, en esta ocasión
era el alcohol lo que me había salvado de aún no sabía qué. Qué rabia me dio no
poder coger un teléfono para restregarle lo acertado de mi comportamiento la
noche anterior.
Dejé
las disquisiciones familiares, y aún enfadado me di cuenta de que los dos
secuestradores que intentaban sacar el furgón de la arena habían dejado sus
armas en el suelo, a los pies de los otros dos que vigilaban. “Día de suerte
para el caballero”, pensé metiéndome en el papel de Harry El Sucio. Es
curioso que, a pesar de todo lo que despotrico contra lo que me rodea, mi
actitud física más agresiva hasta esa misma mañana había sido la de espantar
moscas; y sin embargo en ese momento lo vi todo claro y sin ningún cargo de
conciencia. Me había quedado sin mis regalos de Navidad en casa y todo me daba
igual. Mucho. No pueden imaginarse cuánto.
El
sol estaba detrás de mí, aún lo suficientemente bajo para deslumbrar a los
secuestradores, pero calentando como un condenado; y la distancia de casi
doscientos metros era perfecta para probar en el mundo real mi puntería
legendaria en el universo de las videoconsolas.
Di
otro trago a la cerveza, me acomodé en el suelo y apunté. Al poner la mano
izquierda delante de mi campo visual, descubrí que en el anular brillaba un
anillo, así que el recuerdo de la piscina y la limonada debía de ser cierto.
Resoplé con fastidio y me lo quité para que no me molestara al disparar.
Primero
lo hice a los dos que empujaban al camión, antes de que pudieran refugiarse
tras el vehículo. Después a los otros dos, que pillados de improviso ni se
plantearon siquiera esconderse entre mis compañeros para que les sirvieran de
escudos humanos. Desde luego, cualquier indeseable con un arma puede conseguir,
a pesar de su estupidez, muchas de las cosas que se proponga. Y no sé si ese
pensamiento iba por mí o por los cuatro desgraciados que cayeron al suelo.
¿Quién los habría enviado aquí y cómo se podía ser tan idiota como para dejarse
pillar tan fácilmente por aficionados? Esta pregunta sí iba dirigida tanto a
los ex-secuestradores como a mis compañeros.
No
me devané los sesos en buscar la respuesta, recuperé el anillo y la cerveza y
me volví hacia las dunas. En el camino vi que Mijaíl la emprendía a puñetazos
con el jovencillo a quien le había aplicado minutos antes el alcohol al mismo
tiempo que le hacía la herida. Sin que me viera, dejé el fusil en la puerta de
su garita sabiendo que si yo no aparecía él sabría atribuirse todo el mérito, y
continué a terminar de pasar la resaca entre las dunas. Desafortunadamente,
cuando llegué al lugar donde había pasado la noche, descubrí que no era tan
acogedor como lo recordaba, y además ya había dado el último trago a la lata de
cerveza. Sin duda el día no iba bien.
Mirando
el envase en una mano y el anillo en la otra, recordé que odiaba la limonada y
yo era más de gatos de que perros. Así que sin mirar atrás, me convencí de que
había llegado la hora de volver a ser valientes y no preocuparme de que alguien
me reprochara cada mañana que me dejara destapado el tubo de la pasta de
dientes. Además, lo del corte de digestión es un mito que cualquier médico
puede desmontar en medio minuto.
Conocía
un poblado miserable en las montañas, a una jornada de camino, en la que un
viejo campesino una vez me ofreció a su hija a cambio de hacerme cargo de sus
tierras; o quizá era al contrario, tampoco importaba mucho. Dejé que el anillo
se me escurriera de las manos y sonreí al darme cuenta de que yo siempre había
querido tener un huerto en las montañas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario