Hay ocasiones en las que sabes que algo va a ocurrir, un presentimiento que, como una chispa inesperada, prende en la madeja, más bien maraña, de percepciones, deseos, temores, recuerdos de experiencias previas y vete tú a saber qué más ingredientes.
Y es que nos viene de serie buscar pautas, explicaciones y sentido —causalidad—, a las simples casualidades.
Nos gusta hacernos milongas jugando al solitario porque la cálida explicación de un engaño nos reconforta, nos abraza y calma mejor que la fría constatación de que el azar nos puede quitar de un sitio, de una persona, de una situación..., tan fácil como nos puso antes allí.
Y en ocasiones, cuando tenemos el presentimiento, la seguridad vaga, el runrún de que algo va a ocurrir, somos capaces de reunir todas las casualidades que nos han traído a este punto y encauzarlas a una causalidad que parezca inevitable y aun así sorpresiva.
Estás en mi cama, sin pedir ni dar explicaciones a lo que acaba de ocurrir, y un pensamiento feliz me chiva que podríamos pasar tardes montando y desmontando un lego del Halcón Milenario como excusa perfecta para que la casualidad se repita sin que lo esperemos ni le pidamos ninguna explicación innecesaria.
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