‑¡A tomar por culo!
He de reconocer que no estoy muy
orgulloso de que ésas fueran mis últimas palabras, pero también les confieso
que lo que de verdad me pinza el recuerdo algunas noches y me impide conciliar
de nuevo el sueño, es el remordimiento por el pobre infortunado que usé como
vehículo necesario para llevar adelante mi plan.
Desde ese día, y a pesar de los
momentos en los que la culpa hurga mi conciencia por aquel «evento»,
la vida ha sido mucho más sencilla. Al comienzo pensé que sería complicado, que
no conseguiría mantener mi actitud inalterable, que alguna jornada tendría un
pequeño despiste y alguien me escucharía hablando conmigo mismo, que habría
alguna palabra traicionera que saldría de mi boca con la naturalidad habitual
previa a mi desconexión voluntaria. Pero finalmente todo parece que ha salido
según el plan.
Bajé del coche y me quedé mirando con
asombro, con los ojos bien abiertos y una sonrisa inocente y deslumbrada. Hubo
quien me increpó, los agentes de tráfico se desesperaron ante mi actitud pasiva
y obediente, ante el silencio amable con el que respondía a todos sus
requerimientos.
Más tarde los psicólogos forenses
terminaron por rendirse y los expertos en Psiquiatría de la Facultad de
Medicina incluso propusieron mis apellidos para identificar este nuevo desorden
de la conducta que les tenía desconcertados y perdidos, tanto como mi actitud.
Ninguna de las numerosas pruebas que
hicieron a mi cerebro conseguía desvelarles la anomalía que me había hecho
callar y sonreír, escuchar y obedecer, pero no entender nada de lo que nadie me
decía. Yo me limitaba a levantar las cejas y los hombros, a negar asombrado y a
no reconocer nada del pasado.
El juez creyó la versión desesperada y
por descarte del comité médico que le asesoró durante todo el proceso: colapso psicosocial
cognitivo por estrés laboral, o nuevo «Síndrome de Martínez B.». Desde luego
fueron cruciales las cadenas de correo electrónico del trabajo en las que los
cuchillos afilados destriparon el proyecto sin sentido que habían puesto bajo
mi responsabilidad. Mi última respuesta a esa conversación epistolar de
técnicos incompetentes salvando el culo, en la que llevé sus diferencias al
terreno personal, mordiendo la yugular de cada uno de ellos, así como sus
reacciones furibundas, colaboraron de una forma decisiva y eficaz para que el
juez y los asesores médicos decidieran que lo mejor era que cumpliera mi
condena en un penal psiquiátrico.
Han pasado ya diez años desde el día
del accidente, una década sin decir ni una sola palabra, de sonreír a los
doctores y de colaborar de forma aleatoria a los ejercicios mentales que me
proponen. Soy todo un reto para ellos y sé que nunca me dejarán ir.
Me dan a probar toda clase de fármacos
como quien reparte palos de ciego, pero nunca en cantidades que puedan llegar a
ser perjudiciales. Es más, algunos de esos medicamentos incluso me resultan placenteros.
Reconozco que es divertido decidir qué cosas quiero aprender y olvidar a sus
ojos cada día. Aunque a veces los frustro, es cierto que son unos grandes profesionales,
inasequibles al desaliento de mi incomprensión incoherente.
Les he dejado descubrir que me gustan
los trabajos manuales y las actividades al aire libre, así que cuando llega la
primavera transformamos un rincón del patio del pabellón de los leves en un
huerto. El próximo paso será que me dejen entrar en la cocina, pero he de ser
prudente y evitar que piensen que puedo llegar a resultar una persona
productiva y útil a la sociedad.
¡No, nada de eso! Se acabaron las responsabilidades.
Estos diez años de vida semimonástica, sin aspiraciones pero aburridamente
tranquila y sin esperar nada de nadie es lo mejor que me ha pasado nunca.
Me quedan todavía unas cuantas décadas
hasta que la muerte llegue, pero me dejan leer todo tipo de libros, revistas,
periódicos e incluso navegar por internet. Y los nuevos médicos residentes que
llegan cada curso también constituyen una novedad que ayuda a no caer en el
ostracismo absoluto.
Me basta tan solo con eso: esta sencillez
y la certeza de que año a año cada vez es más impreciso el recuerdo de aquel
fulano al que atropellé de forma aleatoria para poder enviarlo todo a la mierda.
Les prometo que siento un fuerte
arrepentimiento por aquel acto cobarde y criminal, seguro que había otro método
menos lesivo de implementar mis intenciones, pero sé que en el futuro terminaré
olvidándolo igual que ustedes me olvidarán a mí.
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