miércoles, 9 de septiembre de 2020

CUANDO SEAS MAYOR, TE ACORDARÁS DE ESTE VERANO

 PREVIAMENTE: Cumpleaños feliz.



Los primeros recuerdos que tengo son del verano de 1980, con tres años recién cumplidos a comienzos de aquel agosto y mi hermano pequeño a punto de nacer al final de ese mismo mes. Mi hermana tenía un año y cumpliría dos en septiembre.

Ese año veraneamos con toda la familia paterna en Santa Pola: mis padres, las cinco hermanas de mi padre, los maridos de mi dos tías mayores, los dos primos que tenía por aquel entonces, menores que yo, y mis abuelos. E incluso tengo el recuerdo de una bisabuela vestida de negro que echaba la siesta en una habitación de aquella casa alquilada en la subida al Calvario de Santa Pola. No recuerdo cómo de grande sería, pero allí veraneábamos dieciséis personas, incluyendo ancianos, bebés, adolescentes y jóvenes (salvo mi tío Juan y los abuelos, nadie superaba la treintena). Recuerdo la escalera que había en el patio, que subía a alguna terraza u otra vivienda donde a veces había unos vecinos, recuerdo que era una planta baja en el lado izquierdo de la calle según bajabas hacia el mar, y recuerdo que alguna noche mis tías y mi madre decían de subir al faro a ver los ovnis. Pensado ahora, me pregunto qué concepto tendría yo a los tres años de los ovnis y los extraterrestres, pero el caso es que sí recuerdo que tenía alguna consciencia de que había noticias de seres de otros mundos u otros planetas. Seguramente no era así y fui añadiendo esos conceptos a mi recuerdo conforme ha ido pasando el tiempo.

El caso es que me quedó en la memoria el poso de aquel verano multitudinario con toda la familia. Cuarenta años más tarde, me he encontrado otro estío casi igual de confluido con la familia, esta vez una generación después. Después de los meses de confinamiento en Madrid al comienzo de la pandemia, regresé a Elche para convivir algunas semanas en casa de mi madre con otros tres adultos, dos adolescentes y una niña pequeña: mi sobrina. Ésta ha hecho este mismo mes de agosto el tránsito de los dos a los tres años, igual que yo hace cuatro décadas. Quiero creer que recordará este primer verano de consciencia en la casa de la abuela en Elche, lleno de playa, primos, sus tíos en casa, cumpleaños, tardes en el campo jugando con las mascotas de mis tíos, unos días en casa del abuelo e incluso una excursión en velero.

Así que durante las últimas semanas he estado haciendo el experimento de decirle en repetidas ocasiones que «cuando seas mayor, te acordarás de este verano». Al menos la frase la ha memorizado, porque cuando yo me acercaba a ella para decírsela, tras escuchar la primera parte gritaba con entusiasmo la segunda parte conmigo, señalándome contenta de saberse lo que su tío le decía. A veces me reconozco en su imaginación, en la capacidad que tiene de inventar cosas con tan solo tres años recién cumplidos.

Pero este verano que recordar prácticamente ha pasado. Estamos en septiembre, aunque dada mi nueva realidad, dado el giro que decidí dar a mi vida el pasado mes de junio, es ahora cuando han empezado para mí mis vacaciones, una vez que los ajetreos y planes familiares se difuminan. No es que haya trabajado demasiado, aunque he estado ligeramente ocupado con los primeros preparativos de mi proyecto de futuro; pero estos días, con el teléfono móvil fuera de combate, disfrutando a días de la soledad en casa, e instalado otros en el apartamento de la playa, están siendo las jornadas más tranquilas desde que empecé mi mudanza a finales de junio pasado. Ahora intento poner orden en mi proyecto de futuro y, a pesar de que las dudas son muchas, en realidad apenas hay desviación respecto de lo que supuse que ocurriría este verano cuando tomé la decisión de decir adiós a Madrid, pedir una excedencia en el trabajo y poner en marcha mi propio negocio de excursiones en scooter en mitad de una pandemia que ha matado al turismo. Sabía que este verano sería para hacer alguna ruta a amigos y conocidos, pruebas de lo que debe ser Scootatrip, y que pasaría otros meses en barbecho hasta la próxima primavera.

Las dudas de si he tomado la decisión correcta o no van y vienen, pero entonces recuerdo que en enero me dieron unos vértigos que me tiraron literalmente al suelo una tarde al salir de mi trabajo en el rascacielos más alto de España, entonces recuerdo que durante la baja por esos vértigos, debidos al estrés en última instancia, apareció la oportunidad para poner en marcha mi idea mucho antes de lo que tenía previsto, aunque luego la pandemia lo tiró todo por tierra; entonces recuerdo, cuando me asaltan esas dudas, las otras dudas terribles que tuve durante todo el fin del año pasado en Madrid, sobre qué estaba haciendo con mi vida en un lugar que no consideraba el mío y en el que no quería pasar el resto de mi vida, dudas sobre el sentido de todo esto.

Luego vino el paréntesis de las Navidades, pasé Nochevieja en Marruecos, escuchando el Atlántico tronar en Mirleft y amenazado por un mal intestinal, pero algo me decía en aquel viaje con amigos que 2020 sería un buen año que acabaría con los nubarrones que me rondaron en 2019. Y sigo creyéndolo a pesar de la mala prensa que se ha empeñado en tener este 2020 del Fin del Mundo.

Ahora estoy sentado junto a la terraza del apartamento, escuchando el mar a lo lejos, pensando en salir a correr y darme un baño a última hora de la tarde en el Mediterráneo, y todo tiene otro color a pesar de las nuevas dudas. Me digo que seré capaz de despejar las soluciones a las incógnitas que me planteo y que, cuando sea mayor, me acordaré de este verano.


CONTINÚA: CONFESIONES.

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