Llevo unos minutos, o incluso
unos días, dándole vueltas a cómo debería empezar la Gran Novela de mi vida, y
no sé cómo hacerlo. Ni siquiera me creo capaz de escribir esa Gran Novela o de
si es el momento de pretender una empresa que no sabré hacer. No es algo que me
atormente, no ahora.
Ayer por la mañana, un jueves de
julio de la nueva normalidad, y de mi nueva historia, salí a correr a la rambla
del Vinalopó, como tantas veces hice antes de que el alud de las diferentes vidas
por las que he transitado se empeñara en ocultar esa rutina deportiva, la única
que he practicado con irregularidad hasta que el Fin del Mundo de 2020 nos
hiciera cambiar algunas cosas importantes y otras prescindibles. Trotaba como
un rinoceronte herido que no ha desayunado por la zona norte del paseo del río,
un paisaje árido, con pocas concesiones a la belleza fácil. Allí me crucé hace
años, creo que fue en mi tercera o cuarta vida, con
la columna de hormigas que me proyectó hacia uno de mis universos literarios.
Me gustan esos paisajes, me inspiran, y cuando los he descubierto lejos de casa
me han reconfortado. No sé si es que soy parecido a esos territorios agrestes y
espinosos y por eso me tranquilizan, al contrario que la sensación de estar
ciego y desamparado entre los árboles susurrantes de un bosque, donde cualquier
bestia o miedo antiguo puede estar acechándote a unos pocos metros. Mis
pulsaciones bajan en los desiertos, que quizá son como yo: aspecto árido que requiere
un esfuerzo del observador para descubrir sus matices, para conocer toda la
riqueza que puede esconder, toda la historia que su tierra desnuda te cuenta si
tus ojos aprenden a leerlo e interpretarlo.
Corría hacia el norte por la
ladera este, con el sol de las nueve y media de la mañana atizando ansioso como
si el día se le fuera a acabar ya. Delante de mí reposaba tranquilo el puente
colgante del Bimilenario, una estructura grácil, esbelta, que salva la rambla
sin interferir con ella pero en concordia con la geología; un puente cuya
solución estructural (que sea colgante) se explica por el territorio que cose,
y viceversa: ayuda a comprender el terreno, te cuenta cosas de él gracias a su
diseño. Observaba el tablero del puente, sobrevolando con su aspecto frágil la
vegetación que subsiste abajo, junto al río de aguas salobres, y entre resoplido
y resoplido de mi trote cansino la formación de ingeniero de caminos de mis vidas
anteriores se apoderó de la corriente de pensamientos. Al ver pasar allí arriba
diversos vehículos de porte variado empecé a explicar al interlocutor ficticio
que suele acompañarme en mi día a día que solo un camión hormigonera, o uno con
la caja llena de tierras, podría llegar a equiparar la acción de su carga al
del peso propio del tablero del puente en los puntos por los que rodara ese
camión. La estructura se veía ligera debido a lo esbelto, a la longitud entre
ambos extremos del barranco y a que no dispone de ningún apoyo, simplemente
cuelga de los cables con cierta sensación de ingravidez; pero aun así le
explicaba a mi interlocutor imaginario que el peso propio de la estructura es
la principal acción a la que ésta ha de hacer frente. Sí, me pasa a menudo eso
de explicar cosas a alguien que está en mi cabeza. No sé si es mi amigo imaginario
o un ignorante imaginario que me he creado para parecer inteligente en mi fuero
interno.
El caso es que, mientras mi
estómago vacío empezaba a notarse en el ritmo cada vez más penoso de la carrera,
me di cuenta de que las estructuras son como las personas, aquéllas que se
soportan sólo a sí mismas, sin poder resistir la acción de ninguna otra fuerza
externa, es decir, sin interaccionar con su entorno colapsan, o se vuelven
insoportables, no pueden aportar más que belleza visual a su entorno (sólo en
el supuesto de que sean esculturas hechas con gracia), pero también puede
tratarse de mamotretos que lo único que hacen es invadir el paisaje. Y esto
ocurre también con las personas, sean modelos engreídas, guapos egocéntricos o
enfadados del montón: gentes que han nacido para aguantarse como mucho a ellas
mismas puesto que sus dotes sociales son mínimas.
Con la lengua fuera mientras
giraba de nuevo al sur, el hilo de pensamiento retrocedió con una puntada a un
par de episodios recientes del actual periodo de tránsito entre mi última vida
y la que se me dibuja por delante. Durante el confinamiento en el que nos vimos
recluidos en casa debido a la pandemia de la COVID-19, me descubrí como un tipo
solitario con grandes dotes sociales, esto es, aunque me desenvuelvo con
facilidad entre mis grupos de amigos y compañeros de trabajo, aunque transmito
una imagen de persona sociable y animosa, disfruté íntimamente la soledad de
estar en casa con mis propios procesos internos, con la compañía de algunas
videollamadas y del ignorante imaginario al que explicar cualquier cosa que se
me ocurriera o que descubriera enlazando páginas de la Wikipedia. No necesitaba trato físico con nadie, no sufrí ningún
tipo de trauma ni de ansiedad por estar recluido en mi pequeño apartamento alquilado
de Madrid, sin obligaciones laborales pero con la seguridad de continuar
cobrando un sueldo aceptable. Solos mi cabeza, quienquiera que haya ahí dentro,
y yo. ¿Estaría transmutando en una estructura que no puede soportar cargas
externas? ¿Y si me convertía en un puente que no puede usarse para comunicar
dos extremos de un vacío, en un edificio al que nadie puede entrar ni a meter siquiera
unos muebles porque con mi propio peso ya tengo más que suficiente? Cierto que
durante el confinamiento conocí a alguien, una mujer a la que me moría de ganas
de conocer. Ella fue el único motivo por el que se me hizo en algún momento
cuesta arriba saber todo el tiempo que debería seguir en Madrid sin cambiar de
provincia, sin poder ir a verla y materializar en el mundo de lo concreto todo lo
que había levantado en el de las ideas. Alguien por quien quería mejorar,
desterrar las partes de mi persona que no me tenían contento y reconstruirme a
partir de todo lo reflexionado sobre mí en las vidas pasadas. Y nos vimos. En
la noche de San Juan, donde terminaba mi relato Dos
estaciones, comenzaba una historia en la que puse mucha ilusión, lo
idealizado se materializaba, en lo bueno y en lo malo. Esa mujer y yo
compartimos la noche de San Juan, nos miramos a los ojos, saltamos el fuego, metimos
los pies en el agua, nos ensuciamos con la arena, nos tocamos, nos besamos,
discutimos, defraudé, lo dimos todo por perdido, manchamos las sábanas de un
hotel y nos despedimos cansados hasta la noche siguiente. Hubo más noches, hubo
un comienzo de verano que quise asemejar al comienzo de invierno de los
protagonistas de ese relato, Dos
estaciones, pero me conjuré para que el recorrido no se limitara sólo a
esas dos estapas (de hecho ya llevábamos una de recorrido virtual, la primavera
que no existió en 2020).
Y hubo una noche en la que esa
mujer, antes de pasear de mi mano por las calles de Elche, antes de invitarme a
su casa, tuvo también tiempo de reprocharme con toda su intensidad y toda su
vehemencia mi aparente nulo interés en lo que estaba ocurriendo, mi inmutabilidad,
mi incapacidad para transmitir las emociones, confirmando de alguna manera lo
que Irene me dijo en una ocasión: soy un robotito, un cerebro de emoción inerte
atrapado en un descriptor de cosas pero no de emociones.
Y ahora que ella toma la decisión
de difuminarse es cuando dudo que alguna vez llegue a escribir una gran novela,
dudo que sea capaz de escribir algo más que una sucesión de descripciones más o
menos bien trenzadas, con acciones no metafóricas que viven personajes
descritos sin maestría pero con chispazos de acierto. Reflejos de un ser plano,
con profundidad mínima, sin peligro para la navegación deportiva junto a la orilla
pero sin interés para una apneísta que
prefiere las profundidades abisales.
O quizá sólo soy un desierto sin nada
más que tierra estéril.
No hay comentarios:
Publicar un comentario