viernes, 17 de julio de 2020

TIERRA ESTÉRIL




Llevo unos minutos, o incluso unos días, dándole vueltas a cómo debería empezar la Gran Novela de mi vida, y no sé cómo hacerlo. Ni siquiera me creo capaz de escribir esa Gran Novela o de si es el momento de pretender una empresa que no sabré hacer. No es algo que me atormente, no ahora.

Ayer por la mañana, un jueves de julio de la nueva normalidad, y de mi nueva historia, salí a correr a la rambla del Vinalopó, como tantas veces hice antes de que el alud de las diferentes vidas por las que he transitado se empeñara en ocultar esa rutina deportiva, la única que he practicado con irregularidad hasta que el Fin del Mundo de 2020 nos hiciera cambiar algunas cosas importantes y otras prescindibles. Trotaba como un rinoceronte herido que no ha desayunado por la zona norte del paseo del río, un paisaje árido, con pocas concesiones a la belleza fácil. Allí me crucé hace años, creo que fue en mi tercera o cuarta vida, con la columna de hormigas que me proyectó hacia uno de mis universos literarios. Me gustan esos paisajes, me inspiran, y cuando los he descubierto lejos de casa me han reconfortado. No sé si es que soy parecido a esos territorios agrestes y espinosos y por eso me tranquilizan, al contrario que la sensación de estar ciego y desamparado entre los árboles susurrantes de un bosque, donde cualquier bestia o miedo antiguo puede estar acechándote a unos pocos metros. Mis pulsaciones bajan en los desiertos, que quizá son como yo: aspecto árido que requiere un esfuerzo del observador para descubrir sus matices, para conocer toda la riqueza que puede esconder, toda la historia que su tierra desnuda te cuenta si tus ojos aprenden a leerlo e interpretarlo.

Corría hacia el norte por la ladera este, con el sol de las nueve y media de la mañana atizando ansioso como si el día se le fuera a acabar ya. Delante de mí reposaba tranquilo el puente colgante del Bimilenario, una estructura grácil, esbelta, que salva la rambla sin interferir con ella pero en concordia con la geología; un puente cuya solución estructural (que sea colgante) se explica por el territorio que cose, y viceversa: ayuda a comprender el terreno, te cuenta cosas de él gracias a su diseño. Observaba el tablero del puente, sobrevolando con su aspecto frágil la vegetación que subsiste abajo, junto al río de aguas salobres, y entre resoplido y resoplido de mi trote cansino la formación de ingeniero de caminos de mis vidas anteriores se apoderó de la corriente de pensamientos. Al ver pasar allí arriba diversos vehículos de porte variado empecé a explicar al interlocutor ficticio que suele acompañarme en mi día a día que solo un camión hormigonera, o uno con la caja llena de tierras, podría llegar a equiparar la acción de su carga al del peso propio del tablero del puente en los puntos por los que rodara ese camión. La estructura se veía ligera debido a lo esbelto, a la longitud entre ambos extremos del barranco y a que no dispone de ningún apoyo, simplemente cuelga de los cables con cierta sensación de ingravidez; pero aun así le explicaba a mi interlocutor imaginario que el peso propio de la estructura es la principal acción a la que ésta ha de hacer frente. Sí, me pasa a menudo eso de explicar cosas a alguien que está en mi cabeza. No sé si es mi amigo imaginario o un ignorante imaginario que me he creado para parecer inteligente en mi fuero interno.

El caso es que, mientras mi estómago vacío empezaba a notarse en el ritmo cada vez más penoso de la carrera, me di cuenta de que las estructuras son como las personas, aquéllas que se soportan sólo a sí mismas, sin poder resistir la acción de ninguna otra fuerza externa, es decir, sin interaccionar con su entorno colapsan, o se vuelven insoportables, no pueden aportar más que belleza visual a su entorno (sólo en el supuesto de que sean esculturas hechas con gracia), pero también puede tratarse de mamotretos que lo único que hacen es invadir el paisaje. Y esto ocurre también con las personas, sean modelos engreídas, guapos egocéntricos o enfadados del montón: gentes que han nacido para aguantarse como mucho a ellas mismas puesto que sus dotes sociales son mínimas.

Con la lengua fuera mientras giraba de nuevo al sur, el hilo de pensamiento retrocedió con una puntada a un par de episodios recientes del actual periodo de tránsito entre mi última vida y la que se me dibuja por delante. Durante el confinamiento en el que nos vimos recluidos en casa debido a la pandemia de la COVID-19, me descubrí como un tipo solitario con grandes dotes sociales, esto es, aunque me desenvuelvo con facilidad entre mis grupos de amigos y compañeros de trabajo, aunque transmito una imagen de persona sociable y animosa, disfruté íntimamente la soledad de estar en casa con mis propios procesos internos, con la compañía de algunas videollamadas y del ignorante imaginario al que explicar cualquier cosa que se me ocurriera o que descubriera enlazando páginas de la Wikipedia. No necesitaba trato físico con nadie, no sufrí ningún tipo de trauma ni de ansiedad por estar recluido en mi pequeño apartamento alquilado de Madrid, sin obligaciones laborales pero con la seguridad de continuar cobrando un sueldo aceptable. Solos mi cabeza, quienquiera que haya ahí dentro, y yo. ¿Estaría transmutando en una estructura que no puede soportar cargas externas? ¿Y si me convertía en un puente que no puede usarse para comunicar dos extremos de un vacío, en un edificio al que nadie puede entrar ni a meter siquiera unos muebles porque con mi propio peso ya tengo más que suficiente? Cierto que durante el confinamiento conocí a alguien, una mujer a la que me moría de ganas de conocer. Ella fue el único motivo por el que se me hizo en algún momento cuesta arriba saber todo el tiempo que debería seguir en Madrid sin cambiar de provincia, sin poder ir a verla y materializar en el mundo de lo concreto todo lo que había levantado en el de las ideas. Alguien por quien quería mejorar, desterrar las partes de mi persona que no me tenían contento y reconstruirme a partir de todo lo reflexionado sobre mí en las vidas pasadas. Y nos vimos. En la noche de San Juan, donde terminaba mi relato Dos estaciones, comenzaba una historia en la que puse mucha ilusión, lo idealizado se materializaba, en lo bueno y en lo malo. Esa mujer y yo compartimos la noche de San Juan, nos miramos a los ojos, saltamos el fuego, metimos los pies en el agua, nos ensuciamos con la arena, nos tocamos, nos besamos, discutimos, defraudé, lo dimos todo por perdido, manchamos las sábanas de un hotel y nos despedimos cansados hasta la noche siguiente. Hubo más noches, hubo un comienzo de verano que quise asemejar al comienzo de invierno de los protagonistas de ese relato, Dos estaciones, pero me conjuré para que el recorrido no se limitara sólo a esas dos estapas (de hecho ya llevábamos una de recorrido virtual, la primavera que no existió en 2020).

Y hubo una noche en la que esa mujer, antes de pasear de mi mano por las calles de Elche, antes de invitarme a su casa, tuvo también tiempo de reprocharme con toda su intensidad y toda su vehemencia mi aparente nulo interés en lo que estaba ocurriendo, mi inmutabilidad, mi incapacidad para transmitir las emociones, confirmando de alguna manera lo que Irene me dijo en una ocasión: soy un robotito, un cerebro de emoción inerte atrapado en un descriptor de cosas pero no de emociones.

Y ahora que ella toma la decisión de difuminarse es cuando dudo que alguna vez llegue a escribir una gran novela, dudo que sea capaz de escribir algo más que una sucesión de descripciones más o menos bien trenzadas, con acciones no metafóricas que viven personajes descritos sin maestría pero con chispazos de acierto. Reflejos de un ser plano, con profundidad mínima, sin peligro para la navegación deportiva junto a la orilla pero sin interés para una apneísta que prefiere las profundidades abisales.

O quizá sólo soy un desierto sin nada más que tierra estéril.



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