Por
motivos en los que no me extenderé mucho, me vi a mediados de diciembre de
aquel año en la mítica Samarcanda, una de las ciudades más antiguas del mundo.
Desde luego no esperaba pasar los días previos a la Navidad en Uzbekistán, en
aquella vieja república soviética, cruce de caminos y mitad de recorrido de la
fabulosa Ruta de la Seda. Sin embargo, debía esperar a que el departamento de Legal
de mi empresa enviara las partidas de nacimiento de los compañeros que abrirían
nuestra delegación en Asia Central. Luego, debería presentarlas en algún
despacho perdido y oscuro del vetusto complejo administrativo de la ciudad.
Después, un funcionario no menos gris y oscuro cotejaría documentos, compulsaría
copias y las distribuiría por triplicado a diferentes departamentos de la
antediluviana maquinaria estatal uzbeka. La burocracia de las repúblicas del
antiguo imperio soviético era a veces frustrante. Bueno, les seré sincero,
siempre lo era: invariablemente faltaba algún papel, un sello o la firma de
algún nimio funcionario de un negociado de lo más inverosímil. Y los días
pasaban, y la documentación nunca estaba en las condiciones óptimas para ser
tramitada.
Mi
jefe aseguraba en cada correo que todo saldría bien y que en pocos días
volvería a casa para disfrutar de las Navidades con mi familia, pero me
barruntaba que la mirada impertérrita del funcionario que me atendía
significaba que esto iba para largo. El caso es que cada mañana iba puntual a
recorrer los pasillos del complejo administrativo, a intentar ganarme el favor
de unos y otros, a averiguar cómo podría acelerar los sucesivos trámites; pero las
tardes las tenía ociosas, sin ocupación alguna, así que las dedicaba a hacer
turismo. En pocos días terminé por conocer de memoria cada calleja del centro
histórico de la ciudad, alrededor de la vieja ciudadela. Los vigilantes de las
madrasas del Registán me saludaban incluso por mi nombre cuando visitaba
aquellas maravillas, Patrimonio de la Humanidad. Me atrevía a compadrear con
ellos y a chapurrear las pocas palabras en uzbeko que iba aprendiendo: eran
buena gente. Pero conforme los días avanzaban el frío también lo hacía y mis
paseos fuera del hotel ya no eran tan placenteros.
Quedarme
toda la tarde refugiado del frío en mi habitación o en las zonas comunes de mi
hospedaje se me antojaba deprimente, así que busqué alternativas a los espacios
enormes y congelados del Registán, donde la humedad del fértil oasis regado por
el río Zeravshan se colaba desde las puertas hasta los mismísimos huesos. Una tarde,
buscando dónde huir del helor que reptaba por las paredes de adobe, me encontré
con un coqueto museo de historia local al que me metí sin dudar. Ingresé entre
aburrido y esperanzado de entrar en calor, sin importarme demasiado lo que
encontrara en las vitrinas polvorientas de aquella instalación museística
obsoleta pero, eso sí, calentita a falta de la compañía de mi familia en esos
días previos a la Navidad.
No
es que la historia de la ciudad sustituyera esa carencia pero, había alguna
curiosidad reseñable y, lo que es más importante, la calefacción funcionaba con
un ronroneo acogedor que invitaba a rezagarse en los estantes de arte persa, o
en los que hablaban del paso por allí de Alejandro Magno. Delante de mí
recorría el museo una mujer joven. Estaba embarazada y, según deduje de su
vestimenta típica, venía del valle de Ferganá al este del país, el lugar desde
donde se difundió la seda china hacia Europa hace siglos. Guardé una distancia
prudencial con ella, hasta que llegó a una vitrina en la que se detuvo más
tiempo del normal. Tras unos minutos en los que ya no podía seguir fingiendo
que me interesaba la administración sasánida de la vieja Samarcanda, alcancé su
posición. Miraba con asombro unos objetos entre los que se incluían utillaje de
montar a caballo y diversos utensilios de viaje. Se apartó un poco para hacerme
sitio frente a la vitrina y los paneles indicativos. Sin dejar de tocarse la
barriga como lo hacen las embarazadas, me llegó a dar la impresión de que me
urgía a que mirara los objetos que llevaba un buen rato observando. Entre ellos
destacaba un cáliz. Leí con rapidez el panel en inglés y descubrí asombrado que
la tradición local aseguraba que todos esos utensilios pertenecieron a Jesús de
Nazaret. Afirmaban que, tras su resurrección, visitó Samarcanda camino de la
India; y se vio obligado a vender algunos objetos para continuar su viaje.
Miré
a la mujer, y ella enarcó las cejas haciéndome partícipe de su asombro al ver
que yo también lo estaba. Me aventuré a decirle «Qué raro, jamás lo había
escuchado». La mujer sonrió pero, en ese momento la vigilante nos advirtió de
que iban a cerrar el museo. Así que salimos al frío de la calle sin llegar a
intercambiar ninguna palabra más. Yo me encaminé hacia mi hotel, pensando en
que tenía que buscar más información de aquella teoría de los historiadores
locales; aunque no pude quitarme de la cabeza la mirada de la mujer embarazada:
cuando nos despedimos nos dedicamos una sonrisa educada en la puerta del museo.
Tenía una extraña expresión que combinaba fuerza y determinación con
fragilidad.
Al
día siguiente, tras mis típicas e infructuosas gestiones matutinas, regresé por
la tarde al museo, con la intención de observar con más detalle las supuestas reliquias
del fundador del cristianismo, cuyo nacimiento estábamos a punto de celebrar.
Aún esperaba poder contar esta anécdota a mis sobrinos cuando les diera sus
regalos de Navidad frente a la chimenea de los abuelos. Para mi sorpresa,
encontré allí a la mujer embarazada, y tuve la sensación de que, como yo,
deambulaba por el museo con la única finalidad de dejar pasar el tiempo en un
sitio cálido. El tercer día regresé al museo, intrigado por la presencia de
aquella mujer, y de nuevo la encontré, contemplando los objetos atribuidos a
Jesús. En esta ocasión comenzamos una conversación en un inglés muy básico pero
suficiente como para que me contara que estaba a punto de dar a luz, y que
estaba de paso en Samarcanda acompañando a su marido, que sí era natural de la
ciudad. Explicó que se dirigían al valle de Ferganá, de donde era ella, tal y
como supuse dos días antes, para dar a luz a su hijo en su tierra. Pero, según
me contó, debido a las restricciones de acceso al valle, necesitaba
certificados de buena conducta y nacimiento de su marido. Debido a la lentitud
de la burocracia uzbeka Youssef, así se llamaba él, decidió ir a la capital
confiando en que un primo suyo influyente le expidiera un salvoconducto o algún
documento que les permitiera agilizar trámites. Ella quedó en Samarcanda, en
casa de unos familiares lejanos, porque su estado no le permitía hacer tantos
viajes. Tan solo se atrevía a hacer un desplazamiento más: a casa de su madre
en Ferganá.
Me
parecía una historia rocambolesca pero creíble en un país con esa burocracia
endemoniada. Cuando fue un momento al baño, la vigilante del museo aprovechó
para confirmarme la historia, y que iba todos los días allí porque los familiares
del marido eran malas personas y no tenía otro lugar caliente donde sentirse tranquila.
Aseguraba que eso iba a ser malo para el bebé. Le pregunté si sería apropiado
que yo, un extranjero occidental, un extraño, invitara a una mujer casada
musulmana a tomar algo en el restaurante de mi hotel, por ayudarla de alguna
manera. Esta buena señora se mostró de acuerdo con mi proposición e incluso se
ofreció a acompañarnos unos minutos por si la pobre embarazada recelaba de mis
intenciones.
Así
que de la forma más insospechada pasamos las siguientes tardes juntos,
contándonos nuestras vidas y hablando de nuestras familias y tradiciones
mientras esperábamos a nuestros respectivos Godot.
Se llamaba Yulduz, que significa Estrella.
A veces se nos unía Oktyabrina, la vigilante del museo, una soltera cercana a
la jubilación y de etnia rusa, a la que los avatares de la época soviética
habían dejado sola en Asia Central. Igual que lo estábamos en ese momento
Yulduz y yo. Y esa soledad se iba haciendo más patente conforme los días
avanzaban y nos era imposible salir de allí. Quedaban dos días para Navidad
cuando mi jefe me confirmó que los papeles correctos estaban por fin en camino
y llegarían el día de San Esteban, el 26 de diciembre; mientras que Yulduz supo
que su marido Youssef volvería el día 24 por la noche, después de que su primo consiguiera
los certificados que necesitaban. Oktyabrina leyó la desolación en nuestras
caras, sabiendo que todo se nos retrasaba más de lo que deseábamos. Ambos, por
un motivo o por otro, veíamos postergada la reunión con nuestras familias, y
nos propuso cenar en Nochebuena en su casa para que yo celebrara la Navidad y
Yulduz el regreso de su marido. Jamás hubiera pensado que alguna vez en mi vida
pasaría la Nochebuena así, en compañía de una señora ortodoxa rusa y de una
joven embarazada musulmana, a miles de kilómetros de mi casa y de mi familia.
La
tarde del día 24 fui al Gran Bazar de Samarcanda a hacer algunas compras para
colaborar en la preparación de la cena, aunque el plato principal: cordero al
estilo local además de una típica sopa de col y remolacha, correrían a cuenta
de nuestra anfitriona. Había empezado a nevar tímidamente y, aunque la mayoría
de la población es musulmana, los puestos del zoco tenían una decoración
navideña sencilla y los vendedores me saludaban afables al saber que yo era
occidental. Todos querían invitarme a un típico licor caliente y afrutado para
que entrara en calor. Después pasé en taxi a recoger a Yulduz porque su barriga
ya le dificultaba caminar. En el coche, animado por el licor, comencé a
enseñarle unos villancicos. Llegamos al barrio de Oktyabrina cantando alegres,
y con el taxista haciéndonos los coros imitando con la voz el sonido de una
zambomba. Caminamos el último tramo peatonal de la calle bajo los copos de
nieve. Al final nos esperaba nuestra anfitriona con la puerta abierta, atónita
por la alegría y la música que traíamos. Un aroma delicioso salía por la puerta
y se percibía a metros de distancia, guiándonos como una estrella en el cielo
de Samarcanda hacia el refugio seguro y cálido en casa de aquella bondadosa
mujer.
Sin
duda esa noche, con la nieve cayendo tras la ventana y las risas animadas de
aquellas dos mujeres, solitarias igual que yo y que apenas conocía, se
convirtió en una Nochebuena inolvidable. Oktyabrina incluso sacó unos regalos
para nosotros: unos recuerdos sencillos para mis sobrinos y para el bebé de
Yulduz, que recibimos con una ilusión que nunca habríamos imaginado. Pero la
ilusión y lo inolvidable de la noche no llegó hasta después del postre: de
repente Yulduz rompió aguas y le llegaron las contracciones a toda velocidad.
Fuera la nevada arreció y las calles estaban intransitables, así que después de
que lleváramos a la parturienta al dormitorio, Oktyabrina me dio un capón para
que espabilara y me mandó a calentar agua y preparar toallas y tijeras. La
vigilante del museo se arremangó y no dudó en ejercer de matrona mientras yo
daba ánimos a Yulduz e intentaba ayudarla a seguir el ritmo de la respiración.
Apretaba mis manos con rabia y empujaba con todas sus fuerzas mientras
Oktyabrina hablaba y hablaba en uzbeko dando instrucciones a la joven. Ella
apretaba más y más y me miraba a los ojos asustada pero siguiendo el ritmo que
le marcaba con mi respiración. Tras varios minutos de fuerza, sudores y gritos
que se me hicieron interminables, por fin lanzó una voz desgarradora seguida de
un llanto de bebé. No me da vergüenza admitir que lloré de emoción sosteniendo
la mirada de aquella mujer que acababa de tener a su primogénito. Sin contener
las lágrimas yo mismo corté el cordón umbilical mientras Oktyabrina sujetaba al
bebé y lo ponía en brazos de su madre.
Nos
dijo entre risas y sollozos que se llamaría Yassu, Jesús, en honor al motivo de
habernos conocido. Estaba eufórico cuando llamaron a la puerta. Me acerqué a
abrir, era Youssef, al que conocía por las fotos que me había mostrado ella. Le
di un abrazo como nunca he dado a nadie y tiré de él hacia el dormitorio
dándole las enhorabuenas y diciéndole, con las cuatro palabras que sabía en
uzbeko, que todo estaba ok. Una vez
en la habitación, la nueva familia se reunió bajo la humilde bombilla de
nuestra anfitriona. La vigilante del museo me abrazó y ambos lloramos de
alegría por el bebé que acababa de nacer en Navidad.
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