En el lugar más recóndito de la
isla descubrí un chiringuito oculto en la selva. El barman, un joven sonriente de
músculos marmóreos, me sirvió la cerveza mejor tirada de mi vida; contó un
chiste graciosísimo sobre Dios y me dejó saborear los matices afrutados y
refrescantes del alcohol. Maridaba incluso con los aromas de los tamarindos,
guayabas y limas con que la brisa suave impregnaba el ambiente. Dentro, una
morena de caderas hipnóticas canturreaba sedosa mientras especiaba un asado. Me
sonrió. Di otro trago y busqué en la espesura de la selva: ya no veía el humo
del accidente. Me pregunté de dónde demonios traerían la cerveza.
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