viernes, 26 de mayo de 2017

DESCONEXIÓN

‑¡A tomar por culo!

He de reconocer que no estoy muy orgulloso de que ésas fueran mis últimas palabras, pero también les confieso que lo que de verdad me pinza el recuerdo algunas noches y me impide conciliar de nuevo el sueño, es el remordimiento por el pobre infortunado que usé como vehículo necesario para llevar adelante mi plan.

Desde ese día, y a pesar de los momentos en los que la culpa hurga mi conciencia por aquel «evento», la vida ha sido mucho más sencilla. Al comienzo pensé que sería complicado, que no conseguiría mantener mi actitud inalterable, que alguna jornada tendría un pequeño despiste y alguien me escucharía hablando conmigo mismo, que habría alguna palabra traicionera que saldría de mi boca con la naturalidad habitual previa a mi desconexión voluntaria. Pero finalmente todo parece que ha salido según el plan.

Bajé del coche y me quedé mirando con asombro, con los ojos bien abiertos y una sonrisa inocente y deslumbrada. Hubo quien me increpó, los agentes de tráfico se desesperaron ante mi actitud pasiva y obediente, ante el silencio amable con el que respondía a todos sus requerimientos.

Más tarde los psicólogos forenses terminaron por rendirse y los expertos en Psiquiatría de la Facultad de Medicina incluso propusieron mis apellidos para identificar este nuevo desorden de la conducta que les tenía desconcertados y perdidos, tanto como mi actitud.

Ninguna de las numerosas pruebas que hicieron a mi cerebro conseguía desvelarles la anomalía que me había hecho callar y sonreír, escuchar y obedecer, pero no entender nada de lo que nadie me decía. Yo me limitaba a levantar las cejas y los hombros, a negar asombrado y a no reconocer nada del pasado.

El juez creyó la versión desesperada y por descarte del comité médico que le asesoró durante todo el proceso: colapso psicosocial cognitivo por estrés laboral, o nuevo «Síndrome de Martínez B.». Desde luego fueron cruciales las cadenas de correo electrónico del trabajo en las que los cuchillos afilados destriparon el proyecto sin sentido que habían puesto bajo mi responsabilidad. Mi última respuesta a esa conversación epistolar de técnicos incompetentes salvando el culo, en la que llevé sus diferencias al terreno personal, mordiendo la yugular de cada uno de ellos, así como sus reacciones furibundas, colaboraron de una forma decisiva y eficaz para que el juez y los asesores médicos decidieran que lo mejor era que cumpliera mi condena en un penal psiquiátrico.

Han pasado ya diez años desde el día del accidente, una década sin decir ni una sola palabra, de sonreír a los doctores y de colaborar de forma aleatoria a los ejercicios mentales que me proponen. Soy todo un reto para ellos y sé que nunca me dejarán ir.

Me dan a probar toda clase de fármacos como quien reparte palos de ciego, pero nunca en cantidades que puedan llegar a ser perjudiciales. Es más, algunos de esos medicamentos incluso me resultan placenteros. Reconozco que es divertido decidir qué cosas quiero aprender y olvidar a sus ojos cada día. Aunque a veces los frustro, es cierto que son unos grandes profesionales, inasequibles al desaliento de mi incomprensión incoherente.

Les he dejado descubrir que me gustan los trabajos manuales y las actividades al aire libre, así que cuando llega la primavera transformamos un rincón del patio del pabellón de los leves en un huerto. El próximo paso será que me dejen entrar en la cocina, pero he de ser prudente y evitar que piensen que puedo llegar a resultar una persona productiva y útil a la sociedad.

¡No, nada de eso! Se acabaron las responsabilidades. Estos diez años de vida semimonástica, sin aspiraciones pero aburridamente tranquila y sin esperar nada de nadie es lo mejor que me ha pasado nunca.

Me quedan todavía unas cuantas décadas hasta que la muerte llegue, pero me dejan leer todo tipo de libros, revistas, periódicos e incluso navegar por internet. Y los nuevos médicos residentes que llegan cada curso también constituyen una novedad que ayuda a no caer en el ostracismo absoluto.

Me basta tan solo con eso: esta sencillez y la certeza de que año a año cada vez es más impreciso el recuerdo de aquel fulano al que atropellé de forma aleatoria para poder enviarlo todo a la mierda.


Les prometo que siento un fuerte arrepentimiento por aquel acto cobarde y criminal, seguro que había otro método menos lesivo de implementar mis intenciones, pero sé que en el futuro terminaré olvidándolo igual que ustedes me olvidarán a mí.

lunes, 22 de mayo de 2017

SENTIMIENTOS QUE UNEN





El crujir de las hojas les recuerda lo solos que están en este otoño “incaduco” que se coló en el calendario y sepultó las alegrías primigenias del verano febril. Éstas quedaron aplastadas por mentiras sincericidas dichas a contrapié; encerradas en el cacharro de la ropa sucia, cuyo olor contagia las galas dominicales; ahogadas como sabor de chicle barato que pereció entre los dientes pero mascamos con inercia suicida.

Anochece y el frío húmedo repta hacia sus pechos. Se levantan del banco escondiendo el odio común que sienten hacia las parejas que pasean felices sobre hojas de árbol caduco: ese sentimiento es ya lo único que les une en este invierno infinito.