martes, 24 de diciembre de 2019

Cuento de Navidad: LA ARREGLACORAZONES


Tampoco les voy a descubrir nada nuevo si llegados a este punto les confieso que detesto la Navidad. No siempre fue así, y admito sin sonrojo que recuerdo con nostalgia al niño, e incluso al adolescente y joven, que esperaba estas fechas y sus rituales con ilusión: el reencuentro con familiares y amigos, las sobremesas y veladas de risas y cánticos, y todas esas cosas que ahora no me suenan más que a tópicos, tan desgastados y olvidados como un pañuelo viejo asomando en el bolsillo de la chaqueta de un dandy demodé.
¿Cuándo ocurrió ese cambio de parecer? Sinceramente no sabría responderles con un momento preciso, fue algo gradual que de alguna manera creció junto a mi grado de madurez… Bueno, llámenlo madurez o hastío por la vida; pero el caso es que conforme el núcleo familiar se fue disolviendo y cada uno de mis hermanos y primos fundaba su propia familia, conforme el paso del tiempo cruel se iba llevando sin ningún tipo de miramientos primero a los abuelos, luego a mis tíos los mayores y finalmente faltaron mis padres, el pegamento que desde la cúpula de nuestro árbol genealógico unía a la familia se fue debilitando; y reconozco que las reuniones que esperaba con tanta alegría hace décadas empezaron a darme pereza: «Cosas de infancia», me decía a mí mismo. Y ese anhelo por las fechas familiares se diluyó poco a poco en el tazón de mi autosuficiencia y de mis planes alternativos, hasta que sin saber cómo, llegó un momento en el que incluso, aunque no existieran esos planes alternativos, me los inventaba, y fui convirtiéndome en un cascarrabias que prefería el orden y la tranquilidad de su hogar frente al caos y el griterío de los hijos, cada vez más numerosos, de primos y otros familiares con los que ya casi había olvidado el parentesco que nos unía. Me empezó a ser tan ajeno todo ese jolgorio que sólo imaginarlo me producía una desidia terrible, y me ponía especialmente de mal humor en cuanto, después de cada 1 de noviembre, la televisión escupía anuncios navideños de gente feliz derrochando buenos sentimientos a raudales, absurdas frases con acento francés o inglés ideadas por publicistas speedicos para colarnos perfumes, y las fachadas de los centros comerciales se cubrían de miles de bombillas de colores capaces de producir un ataque profundo de epilepsia. Sí, lo sé, todo tópicos de monologuista sin imaginación, pero la verdad desnuda de la vida no es más que un desfile anodino de los peores tópicos. Como ya imaginarán, el centro de la ciudad y sus calles abarrotadas a partir del puente de diciembre se convertían en territorio comanche vedado en mis paseos, por el bien tanto de mi salud mental como del resto de transeúntes embobados que eran pastoreados hacia las calles comerciales por los anuncios y villancicos navideños.
El caso es que, empujado por esta actitud evasiva frente a la Navidad, hace unos días me dirigí al Hospital General a visitar a una amiga médico que me debía unos cuantos favores para que me expidiera un justificante de enfermedad. Nada grave, en absoluto, es solo una de mis tradiciones para ausentarme de la oficina durante los días de ceremonia de entrega de los regalos del amigo invisible, así como para esquivar la insufrible cena de empresa de diciembre: mi falso justificante de enfermedad era un pecadillo administrativo menor sin importancia. Mientras esperaba a que mi amiga pudiera atenderme en su consulta, veía entrar y salir en el mismo pasillo a los pacientes que acudían a la sala de rehabilitación de fisioterapia, algunos por su propio pie y otros ayudados de muletas. Pasados los primeros diez minutos de espera, y una vez agotada la lectura del timeline de mis redes sociales, llegó un celador empujando una silla de ruedas en cuyo asiento se perdía una niña diminuta. Su cara morena y sus ojos grandes y negros delataban que tendría unos ocho años, aunque su cuerpo pequeñito hiciera pensar que tenía dos o tres años menos. El celador me saludó con un arqueo perezoso de cejas y a continuación sacudió el pelo enmarañado de la niña.
–Ahora mismo vienen a buscarte, ¡que no se te ocurra salir corriendo! –se despidió de ella con una risa sonora.
Intenté eludir la mirada de la niña para evitar una posible conversación en la que no sabría de qué demonios hablar, pero esos dos ojos enormes y curiosos me interpelaron antes de que yo pudiera ejecutar la maniobra de perder los míos en la pantalla del teléfono móvil.
–¡Hola! ¿Tú también estás roto? –me soltó a quemarropa con una sonrisa desconcertante. Tenía un acento que no logré identificar.
–Ummm… Bueno, podría decirse que sí –improvisé mientras me llevaba de forma instintiva una mano al corazón. De hecho, la consulta de mi amiga era la de cardiología.
La niña miró con preocupación mi pecho, como intentando comprender, y un par de segundos más tarde una idea feliz iluminó su cara.
–¡No pasa nada! Me han dicho aquí en el hospital que en Navidad todo se arregla, ¡incluso los corazones!
Lo que me faltaba, que una niña extranjera viniera a darme lecciones de sentimientos navideños.
–Yo soy musulmana –continuó sin que le hubiera animado a ello–, pero allí en mi país, antes de que vinieran los hombres malos de negro, todos celebrábamos juntos la Navidad y el Ramadán.
–¿Cuál es tú país? –pregunté imprudente.
–Siria.
«Vaya», me dije a mí mismo. «¿De qué puedo hablar con una niña refugiada siria?»
Pero como ya sabrán, cuando te enfrentas a un niño lo normal es que sean ellos quienes llevan la conversación.
–Me ha dicho la enfermera que en Navidad vendrán aquí al hospital unos reyes desde más lejos de mi país a traernos regalos –explicó con una sonrisa melancólica.
–Qué bien –respondí con un entusiasmo moderado–, seguro que tus papás también te regalan algo cuando salgas del hospital, para celebrarlo.
–Mis papás no han llegado aún, se perdieron cuando cruzamos el mar.
Ese golpe bajo del destino me pilló totalmente desarmado y me vi incapaz de decir nada. Sus ojos habían entristecido de repente y casi parecían pedirme que le explicara si sus padres sabrían encontrar el camino para venir a buscarla a este pasillo gris de un hospital enorme en un país lejano del suyo; o al menos eso me hizo creer mi imaginación. Pero justo en el momento en el que el silencio iba a volverse incómodo se abrieron las puertas de nuestras respectiva consultas.
–¡Qué bien que hayas venido, Jaima! –le saludó la fisioterapeuta–. ¿Tienes ganas de pasear hoy?
–¡Sí! –gritó ella borrando de forma instantánea la tristeza de su cara.
Me levanté y, por no parecer un pasmarote, guie su silla hasta la puerta de la sala de rehabilitación.
–¿Cómo te llamas? –preguntó.
–Héctor.
–¡Gracias Héctor! –me sonrió volviéndose hacia mí–. ¡Que te arreglen el corazón!
Ya en la consulta de mi cardióloga ésta me explicó la historia de mi nueva amiga circunstancial: una noche entraron a su pueblo los terroristas del Estado Islámico, y sus padres la sacaron de la cama para huir casi con lo puesto hasta el Líbano. Alli unos vecinos les convencieron para pasar en barco a Egipto porque temían que Líbano también entrara en guerra. Pensaron que llegar a Europa por Libia no podía ser peor que caer en manos de los guerrilleros. Hicieron gran parte del camino a pie, entre el desierto y el mar, y acabaron atrapados en la ciudad de Bengassi, que está en guerra civil. Desde allí, unos mafiosos los subieron a una furgoneta: casi 20 personas apiñadas de pie en su interior, asfixiados por el calor del desierto en verano. Los condujeron hasta una playa a unas doscientas millas de Malta. Era finales de agosto y una borrasca en el Mediterráneo central hundió su lancha. Conocían la historia por otro chico de su pueblo unos años mayor, que tuvo la entereza de salvarle la vida. Era la única persona que conocía entre los supervivientes, pero los separaron al llegar a Valencia. Según declaró, no dejaba ninguna familia detrás.
–Sabemos todo esto por el informe con el que la trajeron al hospital para tratarla –concluyó mi amiga–. Al parecer se fracturó un pie cuando se hundió la lancha. Está viva de milagro, la pobrecita.
Me fui del hospital con mi justificante en una mano y mal cuerpo en el resto de mí. Y durante el tiempo que duró el trayecto a la oficina me hizo reflexionar sobre las vicisitudes terribles que te puede deparar el destino: un día estás en tu casa y al siguiente eres un refugiado sin nada en la vida. Y eso pasa todos los días mientras nosotros llevamos nuestra existencia monótona de preocupaciones triviales. Pero como les he dicho, esa reflexión duró lo que tardé en llegar al trabajo, puesto que una vez en el tajo, las rutinas y las cuitas diarias se convirtieron en el escudo eficaz con el que adormecí en mi conciencia el recuerdo de Jaima y su historia.
Un par de semanas después, con este episodio completamente olvidado, pasé de casualidad por la puerta de una administración de Loterías en la que estaban celebrando un quinto premio. Era el 22 de diciembre.
–Es un quinto, pero mejor que nada –decía un agraciado a los periodistas, recurriendo a tópicos–. Tapar agujeros y permitirme algún caprichico.
–A mí nada –se quejaba otra entrevistada–, pero mientras haya salud y la disfrutemos en compañía...
Aquello me recordó que no me vendría mal renovar mi baja médica hasta después de Reyes porque en el grupo de whatsapp de la oficina amenazaban con una comida de Año Nuevo; así que me dirigí de nuevo a visitar a mi amiga cardióloga. Mientras esperaba en el pasillo me entretuve leyendo un boletín interno de noticias del hospital: además de los nombramientos del personal directivo y algún artículo de investigación en el que loaban los estudios que estaban desarrollando en el centro, contaban que en Nochebuena algunos jugadores del equipo de fútbol local se disfrazarían de Reyes Magos y de Papá Noel para traer regalos a los niños enfermos, «con el noble fin de disfrutar un momento mágico en compañía de padres y personal sanitario», explicaba la noticia. «Además, habrá un menú especial de Nochebuena para los hospitalizados».
–Los padres –murmuré para mis adentros–, la salud en compañía…
–¿Cómo? –me sorprendió mi amiga saliendo de su consulta–. A ver si la baja sí va a estar justificada
No le hice mucho caso y, tras conseguir mi papelito, me asomé inopinadamente a la sala de rehabilitación. Al fondo vi a Jaima intentando caminar entre unas barras horizontales. Su rostro reflejaba que no estaba pasando un buen rato, pero al levantar la vista y verme se le iluminó la sonrisa: le alegró descubrir de repente una cara conocida. Se tocó el pecho y me señaló, levantando los dedos con el signo de la victoria. Se acordaba de mi corazón «roto». Le devolví el saludo y salí huyendo del hospital. Aquello no me gustaba, hacía muchos años que nadie me hacía sentir especial.
El resto de la jornada y del día siguiente los pasé en casa esquivando en la televisión las películas navideñas y convenciéndome de que el día 24 desconectaría el móvil para impedir invitaciones caritativas de última hora. Me haría una buena cena para celebrar mi independencia solitaria e iría pronto a la cama. Pero en mis sueños de la víspera de Nochebuena, los recuerdos de niñez me asaltaron sin piedad: soñé que estaba con mis padres, en compañía de primos y tíos, soñé que con ellos, convertido en niño otra vez, jugaba en sueños con Jaima; soñé que sus padres nos traían regalos exóticos desde Siria, a lomos de un camello cuya joroba tenía forma de corazón.
Desperté con una sensación extraña, una alegría melancólica que no recordaba haber sentido nunca, anduve toda la mañana con una ansiedad y un estremecimiento como de desamparo que me oprimían el pecho. No podía controlarlo y me daba por soltar alguna lágrima al deambular a mediodía por los pasillos del súper, en busca de los ingredientes para mi cena de Nochebuena.
Por la tarde, mientras cocinaba escuchando las antiguas rancheras que cantaban mis tíos en las celebraciones familiares, recordé algo que leí una vez en un libro: «la vida es como una ranchera: amarga y arrastrada pero bella, ¡carajo!»; y me dio por echarme a llorar al darme cuenta de que en ocasiones miraba el móvil a ver si tenía algún mensaje, a pesar de que lo dejé en modo avión para que nadie me importunara. Terminé de preparar la cena como pude y lo guardé todo en cacharros de plástico. Se me había quitado el hambre. Sin darme cuenta, diez minutos después estaba caminando por la calle. Ya había anochecido y el ambiente desprendía una sensación contradictoria: era gélido y cálido al mismo tiempo, olía a nieve y asado; estaba solo pero la gente me sonreía por las avenidas camino de casa de sus familiares para celebrar la Nochebuena. Los niños, de la mano de sus padres, cantaban villancicos por las aceras y yo reprimía más lágrimas.
En la recepción del hospital nadie se dio cuenta de mi presencia y me dirigí furtivo a la planta de pediatría, esquivando a los futbolistas disfrazados que salían del edificio con su corte de reporteros gráficos. Una vez arriba simulé mi mejor sonrisa a la enfermera de guardia y pregunté por Jaima mostrando toda la cena que le traía. La niña estaba sola, manipulando aburrida una estúpida muñeca que le habían traído de regalo.
–¡Te traigo la cena! –anuncié agitando las bolsas que traía–. Más sabrosa que la mejor comida de hospital.
–¡Qué bien que se te haya arreglado el corazón, Héctor! –dijo entre aplausos y con una sonrisa como jamás nadie me había dedicado antes.
–Tú misma me lo recordaste, Jaima: en Navidad todo se arregla, incluso los corazones.