viernes, 17 de julio de 2020

TIERRA ESTÉRIL




Llevo unos minutos, o incluso unos días, dándole vueltas a cómo debería empezar la Gran Novela de mi vida, y no sé cómo hacerlo. Ni siquiera me creo capaz de escribir esa Gran Novela o de si es el momento de pretender una empresa que no sabré hacer. No es algo que me atormente, no ahora.

Ayer por la mañana, un jueves de julio de la nueva normalidad, y de mi nueva historia, salí a correr a la rambla del Vinalopó, como tantas veces hice antes de que el alud de las diferentes vidas por las que he transitado se empeñara en ocultar esa rutina deportiva, la única que he practicado con irregularidad hasta que el Fin del Mundo de 2020 nos hiciera cambiar algunas cosas importantes y otras prescindibles. Trotaba como un rinoceronte herido que no ha desayunado por la zona norte del paseo del río, un paisaje árido, con pocas concesiones a la belleza fácil. Allí me crucé hace años, creo que fue en mi tercera o cuarta vida, con la columna de hormigas que me proyectó hacia uno de mis universos literarios. Me gustan esos paisajes, me inspiran, y cuando los he descubierto lejos de casa me han reconfortado. No sé si es que soy parecido a esos territorios agrestes y espinosos y por eso me tranquilizan, al contrario que la sensación de estar ciego y desamparado entre los árboles susurrantes de un bosque, donde cualquier bestia o miedo antiguo puede estar acechándote a unos pocos metros. Mis pulsaciones bajan en los desiertos, que quizá son como yo: aspecto árido que requiere un esfuerzo del observador para descubrir sus matices, para conocer toda la riqueza que puede esconder, toda la historia que su tierra desnuda te cuenta si tus ojos aprenden a leerlo e interpretarlo.

Corría hacia el norte por la ladera este, con el sol de las nueve y media de la mañana atizando ansioso como si el día se le fuera a acabar ya. Delante de mí reposaba tranquilo el puente colgante del Bimilenario, una estructura grácil, esbelta, que salva la rambla sin interferir con ella pero en concordia con la geología; un puente cuya solución estructural (que sea colgante) se explica por el territorio que cose, y viceversa: ayuda a comprender el terreno, te cuenta cosas de él gracias a su diseño. Observaba el tablero del puente, sobrevolando con su aspecto frágil la vegetación que subsiste abajo, junto al río de aguas salobres, y entre resoplido y resoplido de mi trote cansino la formación de ingeniero de caminos de mis vidas anteriores se apoderó de la corriente de pensamientos. Al ver pasar allí arriba diversos vehículos de porte variado empecé a explicar al interlocutor ficticio que suele acompañarme en mi día a día que solo un camión hormigonera, o uno con la caja llena de tierras, podría llegar a equiparar la acción de su carga al del peso propio del tablero del puente en los puntos por los que rodara ese camión. La estructura se veía ligera debido a lo esbelto, a la longitud entre ambos extremos del barranco y a que no dispone de ningún apoyo, simplemente cuelga de los cables con cierta sensación de ingravidez; pero aun así le explicaba a mi interlocutor imaginario que el peso propio de la estructura es la principal acción a la que ésta ha de hacer frente. Sí, me pasa a menudo eso de explicar cosas a alguien que está en mi cabeza. No sé si es mi amigo imaginario o un ignorante imaginario que me he creado para parecer inteligente en mi fuero interno.

El caso es que, mientras mi estómago vacío empezaba a notarse en el ritmo cada vez más penoso de la carrera, me di cuenta de que las estructuras son como las personas, aquéllas que se soportan sólo a sí mismas, sin poder resistir la acción de ninguna otra fuerza externa, es decir, sin interaccionar con su entorno colapsan, o se vuelven insoportables, no pueden aportar más que belleza visual a su entorno (sólo en el supuesto de que sean esculturas hechas con gracia), pero también puede tratarse de mamotretos que lo único que hacen es invadir el paisaje. Y esto ocurre también con las personas, sean modelos engreídas, guapos egocéntricos o enfadados del montón: gentes que han nacido para aguantarse como mucho a ellas mismas puesto que sus dotes sociales son mínimas.

Con la lengua fuera mientras giraba de nuevo al sur, el hilo de pensamiento retrocedió con una puntada a un par de episodios recientes del actual periodo de tránsito entre mi última vida y la que se me dibuja por delante. Durante el confinamiento en el que nos vimos recluidos en casa debido a la pandemia de la COVID-19, me descubrí como un tipo solitario con grandes dotes sociales, esto es, aunque me desenvuelvo con facilidad entre mis grupos de amigos y compañeros de trabajo, aunque transmito una imagen de persona sociable y animosa, disfruté íntimamente la soledad de estar en casa con mis propios procesos internos, con la compañía de algunas videollamadas y del ignorante imaginario al que explicar cualquier cosa que se me ocurriera o que descubriera enlazando páginas de la Wikipedia. No necesitaba trato físico con nadie, no sufrí ningún tipo de trauma ni de ansiedad por estar recluido en mi pequeño apartamento alquilado de Madrid, sin obligaciones laborales pero con la seguridad de continuar cobrando un sueldo aceptable. Solos mi cabeza, quienquiera que haya ahí dentro, y yo. ¿Estaría transmutando en una estructura que no puede soportar cargas externas? ¿Y si me convertía en un puente que no puede usarse para comunicar dos extremos de un vacío, en un edificio al que nadie puede entrar ni a meter siquiera unos muebles porque con mi propio peso ya tengo más que suficiente? Cierto que durante el confinamiento conocí a alguien, una mujer a la que me moría de ganas de conocer. Ella fue el único motivo por el que se me hizo en algún momento cuesta arriba saber todo el tiempo que debería seguir en Madrid sin cambiar de provincia, sin poder ir a verla y materializar en el mundo de lo concreto todo lo que había levantado en el de las ideas. Alguien por quien quería mejorar, desterrar las partes de mi persona que no me tenían contento y reconstruirme a partir de todo lo reflexionado sobre mí en las vidas pasadas. Y nos vimos. En la noche de San Juan, donde terminaba mi relato Dos estaciones, comenzaba una historia en la que puse mucha ilusión, lo idealizado se materializaba, en lo bueno y en lo malo. Esa mujer y yo compartimos la noche de San Juan, nos miramos a los ojos, saltamos el fuego, metimos los pies en el agua, nos ensuciamos con la arena, nos tocamos, nos besamos, discutimos, defraudé, lo dimos todo por perdido, manchamos las sábanas de un hotel y nos despedimos cansados hasta la noche siguiente. Hubo más noches, hubo un comienzo de verano que quise asemejar al comienzo de invierno de los protagonistas de ese relato, Dos estaciones, pero me conjuré para que el recorrido no se limitara sólo a esas dos estapas (de hecho ya llevábamos una de recorrido virtual, la primavera que no existió en 2020).

Y hubo una noche en la que esa mujer, antes de pasear de mi mano por las calles de Elche, antes de invitarme a su casa, tuvo también tiempo de reprocharme con toda su intensidad y toda su vehemencia mi aparente nulo interés en lo que estaba ocurriendo, mi inmutabilidad, mi incapacidad para transmitir las emociones, confirmando de alguna manera lo que Irene me dijo en una ocasión: soy un robotito, un cerebro de emoción inerte atrapado en un descriptor de cosas pero no de emociones.

Y ahora que ella toma la decisión de difuminarse es cuando dudo que alguna vez llegue a escribir una gran novela, dudo que sea capaz de escribir algo más que una sucesión de descripciones más o menos bien trenzadas, con acciones no metafóricas que viven personajes descritos sin maestría pero con chispazos de acierto. Reflejos de un ser plano, con profundidad mínima, sin peligro para la navegación deportiva junto a la orilla pero sin interés para una apneísta que prefiere las profundidades abisales.

O quizá sólo soy un desierto sin nada más que tierra estéril.



MORTADELA CON ACEITUNAS


(Este es el tercer relato de mi primer libro: Relatos improbables de la ciudad antropomorfa publicado en 2011. El relato es de 2006)

Se produjo una vez el hecho de que un niño de unos siete años, que aunque era todo lo responsable, e incluso más, de lo que se puede esperar de un niño de siete años; decidió no comerse el bocadillo de mortadela con aceitunas que su abuela materna, la señora María Asunción de la Paz Gómez, le había preparado para merendar aquella tarde. Era sabido por sus padres que a veces decidiera infringir conscientemente alguna norma que su entendimiento consideraba arbitraria. Lo pensaban rebelde, como su difunto abuelo.

    Era a finales del mes de julio, que se despedía con unos días tremendamente calurosos, tanto como que hacía cuarenta años que no se recordaban, según afirmaba la prensa local, temperaturas tan altas en ese mes. De todas formas no hay que olvidar que en ocasiones la prensa local peca de cierta exageración cuando habla de los asuntos más cercanos y que sabe que no van a tener trascendencia fuera de su ámbito de difusión.

    Estaban dando las seis y media en el reloj de la torre de la iglesia del barrio de Las Patas, y el niño, cuyo nombre obviaremos, corrió por el sendero que serpentea ladera abajo desde la plazoleta de la iglesia hacia el río. Cuando llegó a la confluencia con el camino de la rambla, antes de llegar al último puente, llevaba el bocadillo intacto en la mano. Ya antes de recibirlo en la cocina de su abuela había decidido que esa mortadela con aceitunas no le gustaba y que por tanto no la comería. No llegó a considerar la opción de comunicar su desagrado hacia la merienda de aquella tarde, puesto que conociendo el carácter de la señora de la Paz Gómez sabía que conseguiría una regañina, cosa que no le importaba demasiado; además de la incómoda vigilancia de su abuela durante todo el proceso de deglución. Estando junto a los arbustos, que en una franja de veinte metros esconden el apenas metro y medio de ancho del río, comprobó que no había nadie en las cercanías. Era consciente de que lo que iba a hacer era considerado una fechoría en ciertos ámbitos, así que tomó sus precauciones. A esa hora aún no había nadie haciendo deporte por los caminos que intentan seguir el curso del río por el fondo del barranco, ni siquiera nadie paseando al perro. Sólo se escuchaban los gritos de otros niños, allá arriba en el puente colgante, que intentaban acertar aviones de papel sobre el agua, pero estaban en la parte opuesta del tablero del puente y no podían verlo. Así que lanzó el bocadillo hacia la maleza, por encima del carrizo, y corrió resuelto por el camino rambla abajo, hacia el puente del Ferrocarril, para practicar puntería con las palomas que anidan bajo sus vigas.

    Es de suponer que cosas como éstas ocurren todos los días, quizá alguno de nosotros mismos lo hizo alguna vez, cuando éramos menos responsables pero más felices de nuestros actos.

    Y hasta aquí alcanzaría el relato si no fuera porque la realidad llega siempre más allá de donde queremos ver, y a veces son los pequeños detalles los que desembocan en actos que serán recordados en el tiempo dejando una huella impredecible en su comienzo. Y fue algo tan sencillo como que el bocata cayó en un sitio inaccesible para los gorriones que observaron el hecho, y sin interés para las ratas, que tenían comida más fácil en los comederos para los patos del parque municipal. Sin embargo una exploradora de un hormiguero cercano andaba por allí cerca, siempre en estado de alerta como el resto de exploradoras, para poder abastecer a la enorme colonia que había prosperado en aquel lado del río. Dicho hormiguero se situaba junto a un pequeño vertedero donde arrojaba sus desperdicios la población chabolista de lo alto del barranco, más allá del barrio del niño. Pero el Excelentísimo Ayuntamiento de la ciudad había expulsado de la zona al asentamiento y saneado el vertedero, por lo que la comunidad de hormigas se vería en serios apuros el próximo invierno si durante ese verano no conseguía recolectar suficiente provisión para alimentar a los nuevos miembros, fruto de la prosperidad existente hasta unos meses antes. Afortunadamente para la colonia la casualidad quiso que la exploradora de la que ya hemos hablado se encontrase buscando semillas a tres centímetros exactos del punto donde aterrizó el bocadillo. No bastaron ni diez segundos para que tras la confusión inicial por el impacto de lo que acababa de caer desde lo alto, el instinto de la hormiga despertase y fuese como la primera chispa del motor de la maquinaria entera del hormiguero.

    En diez minutos, a las seis y cuarenta y dos de la tarde, la exploradora estaba en la entrada del hormiguero mostrando un trozo de mortadela arrancada del bocadillo. En otros siete minutos, y siguiendo su propio rastro de ácido fórmico, guió a una decena de hormigas al punto donde estaba el bocadillo. A las siete y cinco de la tarde esa decena de hormigas volvía de nuevo al tesoro de pan y embutido tras dejar sus primeros cargamentos en la colonia, seguidas ya de una fila de insectos que poco a poco, y a la llamada de la actividad que empezaba a desarrollarse en la puerta del hormiguero, era cada vez más definida.

    A las siete y media de la tarde toda una compacta columna de obreras, de una longitud de más de doscientos metros, estaba activa en una tarea de la que dependía la supervivencia de la colonia. Atravesaba por dos puntos el camino paralelo al río, saliendo de entre la maleza para volver a internarse en ella, siguiendo el titubeante rastro que la exploradora describió en su primer recorrido. Cálculos realizados posteriormente arrojaron una cifra de aproximadamente medio millón de hormigas realizando la tarea, a razón de veinte insectos por cada centímetro de longitud, en una columna que tenía cinco centímetros de ancho; y fue mucho más tarde cuando se puedo realizar una estimación mucho más ajustada de la población total de la colonia.

    A esa hora de la tarde el calor se hace un poco más llevadero y empiezan a bajar paisanos al río con el fin de hacer deporte, bien montando en bicicleta, bien corriendo; o simplemente caminando mientras pasean al perro. Los corredores, por algún extraño motivo, evitaban pisar la formación de hormigas, cosa que para los ciclistas no era posible. Aquella tarde, tal y como ya se ha expuesto que registró la prensa local, el calor fue más intenso de lo normal, y la fortuna quiso que tan solo dos ciclistas recorrieran el circuito existente en el camino del río. Así que fueron cuatro ruedas en dos localizaciones distintas las que por unos instantes sembraron el caos y la muerte en ocho puntos de la columna. Aproximadamente unas seiscientas hormigas perdieron la vida por aquel hecho. Se produjeron momentáneas histerias colectivas en esos ocho puntos, pero debidas principalmente a la pérdida del rastro de ácido fórmico más que a la muerte de las compañeras. Aún así la maquinaria no se iba a detener por un incidente tan insignificante, poco más del uno por mil de la formación causó baja. Los gorriones, por su parte, preferían no acercarse al camino porque siempre había un humano a la vista y optaban por rebuscar entre la tranquilidad de los arbustos. Esa noche su cena se compondría de semillas, mariposas y cigarras, que cantaban despreocupadas pensando en la ilusión de una próxima pareja.

    A las ocho y cuarto, diez minutos después del incidente con los ciclistas, pasó por allí, en la primera de las cuatro vueltas que daba en su carrera por el río, Héctor Mendía, futuro ingeniero a falta del proyecto final de carrera. Para tal proyecto había comenzado a desarrollar la idea de acondicionar como paseo ese tramo del río, el que quedaba más al norte, lindando con los límites de la ciudad y que estaba aún por urbanizar. Héctor Mendía, en la semana que llevaba aquel verano bajando a correr al río había estado almacenando ideas sobre cómo debería ser el itinerario, respetando en algunos puntos la enmarañada vegetación, con acondicionamiento de las caminos mediante adoquinado y alumbrado hasta la vieja presa dos kilómetros aguas arriba, plantando una fila de palmeras para dar sombra y paneles explicativos de la vegetación y la geología local: secas paredes verticales de hasta diez metros de altura en algunos puntos, formadas por limos con algunos estratos de gravas y arenas, sin duda pertenecientes a episodios más caudalosos del río. Éste era ahora una pequeña corriente mediterránea alimentada por depuradoras municipales, pero que a lo largo de los siglos había ido configurando un paisaje singular, hostil y bello en la falla por la que circulaba.

    Héctor Mendía, igual que el resto de corredores, evitó pisar la formación de hormigas. Y tuvo conciencia de que algo importante para ellas estaba ocurriendo cuando veinte metros más allá volvió a encontrarse con la compacta fila de insectos. Pasó tres veces más por allí, en las que tuvo ocasión de hacer mentalmente un cálculo aproximado de la densidad de hormigas e incluso del desastre que habían supuesto las dos bicicletas cuyas huellas todavía eran visibles. Por unos minutos, más de los estrictamente necesarios debido al cansancio y los múltiples estímulos externos que recibía durante la carrera, estuvo entretenido realizando esos cálculos mentales. A las nueve menos diez de la noche Héctor Mendía, intentando controlar sus pulsaciones, volvía a casa camino de la ducha. No dio más importancia al fenómeno de las hormigas.

    A las siete de la tarde del día siguiente, la señora María Asunción de la Paz Gómez preparó a su nieto un bocadillo con queso de leche de cabra, de fabricación local, que gustaba especialmente al niño. Esta vez el infante no sintió la necesidad de bajar al río a deshacerse de la merienda. Se quedó en la plaza con sus amigos. Las hormigas no fueron importunadas, puesto que todavía no habían terminado su trabajo del día anterior, tal era la densidad del pan que compraba doña María Asunción de la Paz Gómez en el horno del barrio y el tamaño de los bocadillos que preparaba a su nieto.

    Una hora más tarde Héctor Mendía de nuevo bajaba al camino del río. Esta vez acompañado por Cristina Marco, estudiante de Biología. Cuando pasaron sobre las hormigas la densidad de éstas había disminuido considerablemente, pero mantenían la formación en los dos puntos del camino. Cristina Marco realizó un par de observaciones sobre el comportamiento de los insectos que Héctor Mendía comenzó a asociar con algunas de las ideas que fraguaban en su cabeza sobre el proyecto final de carrera. Pero eran ligeros esbozos.

    Tan solo dieron dos vueltas al circuito porque Cristina Marco no estaba lo suficientemente entrenada y Héctor Mendía no albergaba demasiadas esperanzas de obtener algo más de ella. A las nueve menos cuarto salía de la ducha pensando en las hormigas, la ciudad, el río y su proyecto, pero sin saber muy bien qué clase de relación podría encajar todo aquello. Puso en marcha el ordenador y se conectó a Internet para conseguir más información sobre los insectos, y encontró a alguien que le podía ayudar. Olga Zornoza estaba también a la falta de un proyecto para ser Licenciada en Ciencias Ambientales, y compartía con Héctor Mendía el mismo interés por la Naturaleza, aunque cada uno de ellos había transitado por caminos muy distintos, que sin embargo se encontraban frecuentemente.

    A las nueve y diez, la luz solar aún permite pasear sin necesidad del alumbrado público. Olga Zornoza y Héctor Mendía, de cuclillas en el camino del río, bajo el último puente, discutían sobre la cantidad de hormigas que en cada momento atravesaban el camino, y sobre qué era lo que había movilizado a aquella masa. No pudieron llegar al origen impulsor del fenómeno debido a que no llevaban ropa adecuada para intentar introducirse en los matorrales, pero en cambio decidieron averiguar la localización del hormiguero, una empresa que se les antojaba sensiblemente más fácil. Al pie de una de las paredes verticales de limo encontraron la colonia. Comprobaron que eran más de una las columnas que confluían en él, siendo la mayor de ellas la que Héctor Mendía descubrió la jornada anterior. Desde lugares cercanos donde había restos de comida o algún arbusto dando frutas también llegaban formaciones de afanosos insectos recolectando para el próximo invierno. Una primera estimación de Olga Zornoza, conociendo los números hechos el día anterior por Héctor Mendía, le llevó a considerar que la colonia podía tener un volumen de más de diez metros cúbicos, que en un ámbito semiurbano y bajo las cimentaciones de las casitas del barrio de Las Patas, que en aquella parte se asoma sobre el río, no dejaba de configurar un hecho de cierta relevancia.

    El día siguiente, los nuevos corredores que bajaban su primera tarde al río no vieron nada, ningún indicio que les hiciera sospechar que algo de cierta importancia había ocurrido allí. Ni siquiera el niño, que bajó con sus amigos a cazar cigarras, pudo tener conciencia del efecto que en el futuro causaría su bocadillo de mortadela con aceitunas.

    En septiembre, Héctor Mendía presentaba a su tutor del proyecto, el profesor Alonso Matilla algunas de las ideas que había empezado a desarrollar sobre la urbanización del tramo norte del río. Había una de ellas, que aunque hasta cierto punto le parecía disparatada, prácticamente le venía impuesta. Olga Zornoza, en colaboración con algunos de sus profesores y compañeros, había empezado a estudiar el hormiguero bajo el barrio de Las Patas y barajaba la idea de llevar a cabo alguna especie de protección para la colonia. Rebuscando entre la legislación medioambiental había encontrado un par de supuestos que podían llegar a servirle, según qué interpretaciones se hiciesen de algunos términos del texto legal. Héctor Mendía, previsor y llevado por su sentido de la amistad, decidió incluir en su proyecto paneles sobre la zoología en ámbitos de riberas semiurbanas. Esto complementaría a los paneles divulgativos ya previstos sobre la hidrología, geología y botánica local, además de un Aula de la Naturaleza; con lo que dotaba de una componente cultural y ecológica su proyecto. También acotaría una zona alrededor del gran hormiguero como ejemplo de lo que tales insectos pueden beneficiar al equilibrio natural en un entorno tan presionado. El profesor Alonso Matilla escuchó incrédulo las propuestas de su alumno y durante varias semanas, mientras éste iba desarrollando los aspectos principales del proyecto, pactaron dejar aparcado ese tema. Alonso Matilla dudaba de que el tribunal de la Escuela aceptara como socialmente beneficioso aquella estrafalaria idea: la protección de un hormiguero.

    Pero los trabajos de Olga Zornoza y de un amplio equipo de su Facultad habían avanzado hasta tal punto que incluso la prensa local, con su política ya comentada, se hizo eco de la existencia de una gran colonia de hormigas bajo el barrio de Las Patas. El Ayuntamiento se vio obligado a acotar la zona a petición de la Universidad para evitar que el goteo constante de ciudadanos pudiera causar algún daño. Eran muchos los curiosos que se acercaban a ver lo que hacían allí los científicos, nombre que había usado la prensa. Alonso Matilla, desde su despacho en la Universidad Politécnica de la capital, recibía con asombro los recortes de prensa que Héctor Mendía, con encogimiento de hombros, le facilitaba puntualmente cada semana. Esto ya no es decisión suya o mía le decía con la mirada cada vez que le traía una nueva colección de titulares o un avance de los trabajos de Olga Zornoza.

    Y fue a principios de noviembre, cuando por motivo de un festival de cultura medieval el Alcalde se dejaba ver más por las calles, que Cristina Marco, militante en el partido que gobernaba la ciudad, se acordó de Héctor Mendía y aprovechando un encuentro casual le presentó una tarde al primer edil. Hablaron del río, del hormiguero, de su proyecto y de la repercusión que cosas así podían tener para el municipio. Dos días más tarde el Alcalde se presentaba junto con su Concejal de Medio Ambiente bajo el barrio de Las Patas, donde fueron recibidos con sorpresa por Olga Zornoza y su directora de proyecto Carolina Ruiz. Héctor Mendía tampoco dejó escapar la oportunidad de presentarse enarbolando los planos realizados para su proyecto sobre la urbanización general del río, el Aula de la Naturaleza y las medidas de protección alrededor del hormiguero. El político era consciente de la expectación que el descubrimiento de aquellos dos jóvenes había creado en la ciudad. La población comenzaba a tomar partido a favor de la protección del hormiguero, aunque también eran muchos los que pensaban que el asunto era simplemente una chaladura. Pero todos los líderes políticos locales habían hecho ya alguna declaración sobre el tema, la prensa nacional mostró cierto interés, hasta tal punto que los reporteros de una cadena de televisión cubrieron la visita del Alcalde. Éste, que sabía capitalizar para sí gran parte de los acontecimientos que ocurrían a su alrededor, no pudo evitar la tentación de dar en primicia, y frente al júbilo de investigadores y público, que el Ayuntamiento de la ciudad se iba a comprometer de forma decisiva en la protección del hormiguero, que aquello podía ser un reclamo importante dentro de las políticas ambientales que por parte del Consistorio se estaban llevando a cabo, y que por tanto asumía como propios los proyectos de Olga Zornoza y Héctor Mendía. El Alcalde incluso los apoyaría con su presencia en los actos de lectura de sus respectivos proyectos de final de carrera.

    Fue un catalizador que aceleró los acontecimientos. En diciembre, tras las oportunas modificaciones, Héctor Mendía hizo lectura de su proyecto contando con la presencia del Alcalde de su ciudad entre el público. Alonso Matilla sonreía irónico al ver las caras de los componentes del tribunal, que contra toda lógica se vieron impulsados a premiar a Héctor Mendía con una Matrícula de Honor por la coherencia que dentro del esperpento presentaban ciertos aspectos de su trabajo. Olga Zornoza, también con el apoyo del Alcalde, a regañadientes de su directora Carolina Ruiz, recibió similar trato. Y tres meses más tarde se incluían ambos proyectos en los presupuestos municipales de aquel ejercicio, con subvención adelantada de fondos europeos para ayuda al desarrollo. Los dos jóvenes fueron contratados por la administración local para colaborar en la dirección técnica de las obras, que durante su duración recibieron visitas de investigadores y catedráticos de toda Europa. Uno de aquellos prohombres de la ciencia llegó a proponer la petición de Declaración de Patrimonio de la Humanidad del conjunto. Al Alcalde le brillaron los ojos.

    Fue el Rector de la nueva Universidad privada que había abierto ese curso sus instalaciones en la ciudad, quien vio la perfecta ocasión para apuntarse un tanto en la vida local; y comenzó los trabajos de recopilación de información para la UNESCO. Olga Zornoza y Héctor Mendía asistían atónitos a la escalada internacional de su hormiguero y a la fiebre pro-hormigas que se desató entre la población. Todos los niños de la ciudad tenían en su casa un pequeño hormiguero, los colegios de toda la provincia hacían excursiones a la localidad, donde los encargados del Aula de la Naturaleza del río aprovechaban para hacer publicidad de las magnificencias de los tesoros ambientales que se escondían en el término. Poco a poco y gracias a la curiosidad del tema de las hormigas, la ciudad se convirtió en una excursión usual dentro de los paquetes turísticos de las agencias de viajes que desde el extranjero operaban en las localidades costeras cercanas. Para un holandés, o un británico, tiene algo especial volver a Ámsterdam, o a Edimburgo, y contar que había visto una gran colonia de insectos en una de esas ciudades del sur.

    En noviembre del año siguiente, Héctor Mendía y Olga Zornoza brindaban con cava en París, locos de júbilo, cuando asistieron al acto en el que la UNESCO declaró al hormiguero del barrio de Las Patas la primera comunidad animal considerada Patrimonio de la Humanidad.

    El niño, todas las tardes en las que la señora de la Paz Gómez le prepara bocadillo de mortadela con aceitunas, baja al Aula de la Naturaleza y dona parte de su merienda a las hormigas, colaborando así en la campaña Alimentemos nuestro Patrimonio. Piensa con orgullo que con sus bocadillos contribuye de una manera especial a la ciudad.