Tampoco
les voy a descubrir nada nuevo si llegados a este punto les confieso que
detesto la Navidad. No siempre fue así, y admito sin sonrojo que recuerdo con
nostalgia al niño, e incluso al adolescente y joven, que esperaba estas fechas y sus rituales con ilusión: el reencuentro con familiares y amigos, las sobremesas y veladas
de risas y cánticos, y todas esas cosas que ahora no me suenan más que a
tópicos, tan desgastados y olvidados como un pañuelo viejo asomando en el bolsillo
de la chaqueta de un dandy demodé.
¿Cuándo
ocurrió ese cambio de parecer? Sinceramente no sabría responderles con un momento preciso, fue algo
gradual que de alguna manera creció junto a mi grado de madurez… Bueno,
llámenlo madurez o hastío por la vida; pero el caso es que conforme el núcleo
familiar se fue disolviendo y cada uno de mis hermanos y primos fundaba su
propia familia, conforme el paso del tiempo cruel se iba llevando sin ningún
tipo de miramientos primero a los abuelos, luego a mis tíos los mayores y
finalmente faltaron mis padres, el pegamento que desde la cúpula de nuestro
árbol genealógico unía a la familia se fue debilitando; y reconozco que las
reuniones que esperaba con tanta alegría hace décadas empezaron a darme pereza:
«Cosas de infancia», me decía a mí mismo. Y ese anhelo por las fechas familiares
se diluyó poco a poco en el tazón de mi autosuficiencia y de mis planes
alternativos, hasta que sin saber cómo, llegó un momento en el que incluso, aunque no
existieran esos planes alternativos, me los inventaba, y fui convirtiéndome en
un cascarrabias que prefería el orden y la tranquilidad de su hogar frente al
caos y el griterío de los hijos, cada vez más numerosos, de primos y otros
familiares con los que ya casi había olvidado el parentesco que nos unía. Me
empezó a ser tan ajeno todo ese jolgorio que sólo imaginarlo me producía una
desidia terrible, y me ponía especialmente de mal humor en cuanto, después de
cada 1 de noviembre, la televisión escupía anuncios navideños de gente feliz
derrochando buenos sentimientos a raudales, absurdas frases con acento francés
o inglés ideadas por publicistas speedicos para colarnos perfumes, y las
fachadas de los centros comerciales se cubrían de miles de bombillas de colores
capaces de producir un ataque profundo de epilepsia. Sí, lo sé, todo tópicos de
monologuista sin imaginación, pero la verdad desnuda de la vida no es más que
un desfile anodino de los peores tópicos. Como ya imaginarán, el centro de la
ciudad y sus calles abarrotadas a partir del puente de diciembre se convertían
en territorio comanche vedado en mis paseos, por el bien tanto de mi salud
mental como del resto de transeúntes embobados que eran pastoreados hacia las
calles comerciales por los anuncios y villancicos navideños.
El
caso es que, empujado por esta actitud evasiva frente a la Navidad, hace unos
días me dirigí al Hospital General a visitar a una amiga médico que me debía
unos cuantos favores para que me expidiera un justificante de enfermedad. Nada
grave, en absoluto, es solo una de mis tradiciones para ausentarme de la
oficina durante los días de ceremonia de entrega de los regalos del amigo invisible, así como para esquivar la insufrible cena de empresa de diciembre: mi falso justificante de enfermedad era un pecadillo administrativo
menor sin importancia. Mientras esperaba a que mi amiga pudiera atenderme en su
consulta, veía entrar y salir en el mismo pasillo a los pacientes que acudían a
la sala de rehabilitación de fisioterapia, algunos por su propio pie y otros
ayudados de muletas. Pasados los primeros diez minutos de espera, y una vez
agotada la lectura del timeline de mis redes sociales, llegó un celador
empujando una silla de ruedas en cuyo asiento se perdía una niña diminuta. Su
cara morena y sus ojos grandes y negros delataban que tendría unos ocho años,
aunque su cuerpo pequeñito hiciera pensar que tenía dos o tres años menos. El
celador me saludó con un arqueo perezoso de cejas y a continuación sacudió el
pelo enmarañado de la niña.
–Ahora
mismo vienen a buscarte, ¡que no se te ocurra salir corriendo! –se despidió de
ella con una risa sonora.
Intenté
eludir la mirada de la niña para evitar una posible conversación en la
que no sabría de qué demonios hablar, pero esos dos ojos enormes y curiosos me
interpelaron antes de que yo pudiera ejecutar la maniobra de perder los míos en
la pantalla del teléfono móvil.
–¡Hola!
¿Tú también estás roto? –me soltó a quemarropa con una sonrisa desconcertante.
Tenía un acento que no logré identificar.
–Ummm…
Bueno, podría decirse que sí –improvisé mientras me llevaba de forma instintiva
una mano al corazón. De hecho, la consulta de mi amiga era la de cardiología.
La
niña miró con preocupación mi pecho, como intentando comprender, y un
par de segundos más tarde una idea feliz iluminó su cara.
–¡No
pasa nada! Me han dicho aquí en el hospital que en Navidad todo se arregla,
¡incluso los corazones!
Lo
que me faltaba, que una niña extranjera viniera a darme lecciones de
sentimientos navideños.
–Yo
soy musulmana –continuó sin que le hubiera animado a ello–, pero allí en mi
país, antes de que vinieran los hombres malos de negro, todos celebrábamos
juntos la Navidad y el Ramadán.
–¿Cuál
es tú país? –pregunté imprudente.
–Siria.
«Vaya»,
me dije a mí mismo. «¿De qué puedo hablar con una niña refugiada siria?»
Pero
como ya sabrán, cuando te enfrentas a un niño lo normal es que sean ellos
quienes llevan la conversación.
–Me
ha dicho la enfermera que en Navidad vendrán aquí al hospital unos reyes desde
más lejos de mi país a traernos regalos –explicó con una sonrisa melancólica.
–Qué
bien –respondí con un entusiasmo moderado–, seguro que tus papás también te
regalan algo cuando salgas del hospital, para celebrarlo.
–Mis
papás no han llegado aún, se perdieron cuando cruzamos el mar.
Ese
golpe bajo del destino me pilló totalmente desarmado y me vi incapaz de decir
nada. Sus ojos habían entristecido de repente y casi parecían pedirme que le
explicara si sus padres sabrían encontrar el camino para venir a buscarla a
este pasillo gris de un hospital enorme en un país lejano del suyo; o al menos
eso me hizo creer mi imaginación. Pero justo en el momento en el que el
silencio iba a volverse incómodo se abrieron las puertas de nuestras respectiva
consultas.
–¡Qué
bien que hayas venido, Jaima! –le saludó la fisioterapeuta–. ¿Tienes ganas de
pasear hoy?
–¡Sí!
–gritó ella borrando de forma instantánea la tristeza de su cara.
Me
levanté y, por no parecer un pasmarote, guie su silla hasta la puerta de la
sala de rehabilitación.
–¿Cómo te llamas? –preguntó.
–Héctor.
–¡Gracias
Héctor! –me sonrió volviéndose hacia mí–. ¡Que te arreglen el corazón!
Ya
en la consulta de mi cardióloga ésta me explicó la historia de mi nueva amiga
circunstancial: una noche entraron a su pueblo los terroristas del Estado Islámico, y sus
padres la sacaron de la cama para huir casi con lo puesto hasta el Líbano. Alli unos vecinos les convencieron para pasar en barco a Egipto porque temían
que Líbano también entrara en guerra. Pensaron que llegar a Europa por Libia no
podía ser peor que caer en manos de los guerrilleros. Hicieron gran parte del
camino a pie, entre el desierto y el mar, y acabaron atrapados en la ciudad de
Bengassi, que está en guerra civil. Desde allí, unos mafiosos los subieron a una
furgoneta: casi 20 personas apiñadas de pie en su interior, asfixiados por el
calor del desierto en verano. Los condujeron hasta una playa a unas doscientas
millas de Malta. Era finales de agosto y una borrasca en el Mediterráneo
central hundió su lancha. Conocían la historia por otro chico de su pueblo unos
años mayor, que tuvo la entereza de salvarle la vida. Era la única persona que
conocía entre los supervivientes, pero los separaron al llegar a Valencia.
Según declaró, no dejaba ninguna familia detrás.
–Sabemos
todo esto por el informe con el que la trajeron al hospital para tratarla –concluyó
mi amiga–. Al parecer se fracturó un pie cuando se hundió la lancha. Está viva
de milagro, la pobrecita.
Me
fui del hospital con mi justificante en una mano y mal cuerpo en el resto de
mí. Y durante el tiempo que duró el trayecto a la oficina me hizo reflexionar
sobre las vicisitudes terribles que te puede deparar el destino: un día estás
en tu casa y al siguiente eres un refugiado sin nada en la vida. Y eso pasa
todos los días mientras nosotros llevamos nuestra existencia monótona de
preocupaciones triviales. Pero como les he dicho, esa reflexión duró lo que
tardé en llegar al trabajo, puesto que una vez en el tajo, las rutinas y las
cuitas diarias se convirtieron en el escudo eficaz con el que adormecí en mi
conciencia el recuerdo de Jaima y su historia.
Un
par de semanas después, con este episodio completamente olvidado, pasé de
casualidad por la puerta de una administración de Loterías en la que estaban
celebrando un quinto premio. Era el 22 de diciembre.
–Es
un quinto, pero mejor que nada –decía un agraciado a los periodistas, recurriendo a tópicos–. Tapar agujeros y permitirme algún caprichico.
–A
mí nada –se quejaba otra entrevistada–, pero mientras haya salud y la
disfrutemos en compañía...
Aquello
me recordó que no me vendría mal renovar mi baja médica hasta después de Reyes
porque en el grupo de whatsapp de la oficina amenazaban con una comida
de Año Nuevo; así que me dirigí de nuevo a visitar a mi amiga cardióloga.
Mientras esperaba en el pasillo me entretuve leyendo un boletín interno de
noticias del hospital: además de los nombramientos del personal directivo y
algún artículo de investigación en el que loaban los estudios que estaban
desarrollando en el centro, contaban que en Nochebuena algunos jugadores del
equipo de fútbol local se disfrazarían de Reyes Magos y de Papá Noel para traer
regalos a los niños enfermos, «con el noble fin de disfrutar un momento mágico
en compañía de padres y personal sanitario», explicaba la noticia. «Además, habrá
un menú especial de Nochebuena para los hospitalizados».
–Los
padres –murmuré para mis adentros–, la salud en compañía…
–¿Cómo? –me sorprendió mi amiga
saliendo de su consulta–. A ver si la baja sí va a estar justificada
No
le hice mucho caso y, tras conseguir mi papelito, me asomé inopinadamente a la
sala de rehabilitación. Al fondo vi a Jaima intentando caminar entre unas
barras horizontales. Su rostro reflejaba que no estaba pasando un buen rato,
pero al levantar la vista y verme se le iluminó la sonrisa: le alegró descubrir
de repente una cara conocida. Se tocó el pecho y me señaló, levantando los
dedos con el signo de la victoria. Se acordaba de mi corazón «roto». Le devolví
el saludo y salí huyendo del hospital. Aquello no me gustaba, hacía muchos años
que nadie me hacía sentir especial.
El
resto de la jornada y del día siguiente los pasé en casa esquivando en la
televisión las películas navideñas y convenciéndome de que el día 24
desconectaría el móvil para impedir invitaciones caritativas de última hora. Me
haría una buena cena para celebrar mi independencia solitaria e iría pronto a
la cama. Pero en mis sueños de la víspera de Nochebuena, los recuerdos de niñez
me asaltaron sin piedad: soñé que estaba con mis padres, en compañía de primos y
tíos, soñé que con ellos, convertido en niño otra vez, jugaba en sueños con
Jaima; soñé que sus padres nos traían regalos exóticos desde Siria, a lomos de
un camello cuya joroba tenía forma de corazón.
Desperté
con una sensación extraña, una alegría melancólica que no recordaba haber
sentido nunca, anduve toda la mañana con una ansiedad y un estremecimiento como
de desamparo que me oprimían el pecho. No podía controlarlo y me daba por
soltar alguna lágrima al deambular a mediodía por los pasillos del súper, en
busca de los ingredientes para mi cena de Nochebuena.
Por
la tarde, mientras cocinaba escuchando las antiguas rancheras que cantaban mis
tíos en las celebraciones familiares, recordé algo que leí una vez en un libro:
«la vida es como una ranchera: amarga y arrastrada pero bella, ¡carajo!»; y me
dio por echarme a llorar al darme cuenta de que en ocasiones miraba el móvil a
ver si tenía algún mensaje, a pesar de que lo dejé en modo avión para que nadie me importunara. Terminé de
preparar la cena como pude y lo guardé todo en cacharros de plástico. Se me
había quitado el hambre. Sin darme cuenta, diez minutos después estaba
caminando por la calle. Ya había anochecido y el ambiente desprendía una
sensación contradictoria: era gélido y cálido al mismo tiempo, olía a nieve y
asado; estaba solo pero la gente me sonreía por las avenidas camino de casa de
sus familiares para celebrar la Nochebuena. Los niños, de la mano de sus
padres, cantaban villancicos por las aceras y yo reprimía más lágrimas.
En
la recepción del hospital nadie se dio cuenta de mi presencia y me dirigí
furtivo a la planta de pediatría, esquivando a los futbolistas disfrazados que
salían del edificio con su corte de reporteros gráficos. Una vez arriba simulé
mi mejor sonrisa a la enfermera de guardia y pregunté por Jaima mostrando toda
la cena que le traía. La niña estaba sola, manipulando aburrida una estúpida
muñeca que le habían traído de regalo.
–¡Te
traigo la cena! –anuncié agitando las bolsas que traía–. Más sabrosa que la
mejor comida de hospital.
–¡Qué
bien que se te haya arreglado el corazón, Héctor! –dijo entre aplausos y con
una sonrisa como jamás nadie me había dedicado antes.
–Tú misma me lo recordaste, Jaima:
en Navidad todo se arregla, incluso los corazones.