No había en el mundo nada mejor que
verla bailar. Bueno, quizá la primera cerveza helada que me tomaba a mediodía
tras el paseo hasta su trabajo, cuando la iba a buscar.
A veces le tocaba el aula que
daba a la calle, la de los ventanales indiscretos que dejaban sin intimidad a
los alumnos de la academia donde ella enseñaba su francés impúdico. Los transeúntes
habituales del barrio estaban acostumbrados al espectáculo, igual que el
cliente diario de la marisquería no repara en los animales del acuario del
escaparate; pero siempre había algún peatón que, como el niño primerizo ante
los centollos, giraba la cabeza asombrado y curioseaba la escena de la
profesora que parecía una diva etérea y sus alumnos.
Yo pertenecía al segundo
colectivo, al de los mirones ensimismados por la profesora de francés. Y es que
enseñaba igual que bailaba, incluso bailaba igual que follaba, tomando posesión
de todo el espacio con su cuerpo largo y esbelto, a ratos desgarbado, siempre
insolente; con su sonrisa serena y su actitud de payasa tranquila que disfruta
cada segundo de su número, con la seguridad de quien tiene controlado a su
público, sabedora de tener la victoria del chiste final en sus labios que
rompieron el molde.
Esos días en los que le tocaba el
aula para los voyeurs, yo me acomodaba en una de las mesas de la terraza del
café contiguo y me pedía esa primera cerveza que sólo era mejor que verla
bailar porque era verla bailar mientras me bebía una cerveza helada. Y es que
ella no daba clase, ella bailaba entre la gramática y la ortografía,
hipnotizando a sus alumnos igual que jugaba a hipnotizarme a mí las noches que
salíamos a divertirnos y a olvidar que ya no éramos adolescentes.
Solía remolonear el primer trago
hasta que ella me viera, para brindar a su salud y por las noches
disfuncionales de aquel verano a contrapié que, juguetón, daba y quitaba a su libre
albedrío. La noche en que la conocí el mundo se me acababa, diluido en la
despedida a una mujer con la que mis expectativas me timaron a que todo podía
pasar, pero con la que jamás ocurriría nada. Fue una noche de ésas que
deflagran sin avisar, de ésas que te dejan del revés gracias a la combinación exacta
y casual de circunstancias. Uno de esos mirlos blancos en el calendario que te
plantan a una forastera con ganas de hablar, bailar y beber cerveza con un
extraño cualquiera que le recordara a Sorolla y le confirmara su pasión por el
Mediterráneo.
Aquella noche de cumpleaños,
final y principio de historias discontinuadas, comenzó como un grito sordo de dolor,
un adiós furtivo y soterrado a una mujer magnética de mirada desafiante y voz
en la que acurrucarme (malditas expectativas). Sin que ella lo supiera, yo saboreaba
los últimos momentos a su lado, como el condenado a la pena capital que paladea
su voluntad postrera sin que el cocinero conozca que ha elaborado el menú para
los que abandonan el corredor de la muerte. Había tomado la determinación de no
verla nunca más, de no seguir envenenándome con una compañía que no podía darme
más que una amistad sincera, en la que yo me engañaba con un improbable «algo
más». Había decidido aceptar contra mi involuntad que con ella no me esperaba
ningún principio que ni siquiera había ocurrido en mi imaginación.
Así que me despedí aquella noche
de esa mujer magnética, sin que me viera desgarrar mis polos norte y sur con el
último beso inocente de una despedida habitual que no se habría de repetir.
Tirando al río la brújula inservible le di el segundo abrazo que más me dolió en
mi vida y la dejé difuminarse inconsciente en la noche. Cuando despertara al
día siguiente desayunaría con el mensaje del adiós que en un rato llegaría a su
correo, y que por pudor no pude airear en medio de mis amigos. Supe que por su
aprecio sincero hacia mí sentiría pena, pero con fecha de caducidad, nada grave.
Era mi 41 cumpleaños, y tenía la
responsabilidad de ser el alma de la fiesta con el resto de la compañía de
aquella noche, así que oculté las desdichas y nos perdimos por las calles
bulliciosas de un Madrid en fiestas, buscando el alcohol que aplicar a los
puntos de sutura. Y siquiera antes de que nadie me expidiera la receta contra
la procesión que me machacaba por dentro, antes de que pudiera gozar de mi rato
de autocompasión lastimera, apareció ella: bailando guasona en réplica a mi
circo de cumpleañero espantando su mal.
Y el lobo estepario que
barruntaban mis peores pronósticos, el Bernard Marx resentido por el mundo
infeliz que siempre me daba la espalda, se quedaron ambos amordazados y embobados
en mi interior, brindando por la francesa larguirucha que me sonreía
despreocupada y me compraba mi rollo de escritor locuaz, de ingeniero bohemio;
aunque ella me hubiera preferido pintor de la luz. Mis amigos fueron
desvaneciéndose, su amiga comprendió lo de la multitud de los terceros, y yo
terminé colgado de ella en El mono
eléctrico, bailando como Vicent Vega ante la señora Wallace, atrapado en la
fuerza atómica de sus movimientos paradójicos. Y reía de mi propia pequeñez, de
mi estúpida grandilocuencia que había sido fulminada de un plumazo. ¿Dónde
estaban los dramas por la mujer a la que renunciaba sin que jamás hubiera
habido un atisbo de que fuera mía? ¿Dónde se ocultaba el dolor de ese corazón digno
que acababa de enviar un mensaje de despedida? ¿Qué credibilidad podría tener a
partir de ahora cualquiera de mis afirmaciones fatalistas y rotundas sobre la
desgracia en el amor, si me dejaba enredar por la primera mujer subyugante que
se cruzara en mi camino? El dolor convertido en risa, el estoicismo transmutado
en autoburla. Yo que me pensaba conduciendo un grave Rolls Royce no era más que
un pasajero atónito en un tiovivo de feria.
Un día antes había escrito el
relato penurias «definitivo», El
baile de la polilla de quien jamás sería mariposa en su soledad sin
música, y días después se me abrían las plumas de pavo real cantarín cuando
aquella profesora nativa de francés me susurraba cosas incomprensibles al oído
que me «erectaban» algo más aparte de las neuronas. Así, cada vez que me pedía una
cerveza helada mientras la esperaba junto a la academia donde surfeaba entre
palabras y fonemas, brindaba por aquella noche que me creí desdichado, brindaba
por todas las veces que alguien, o yo mismo, volvería a romperme el corazón,
por todas las veces que me volvería a ilusionar. Pero, sobre todo, brindaba por
la intuición de que esta vez el baile no finalizaría.