lunes, 22 de diciembre de 2014

Premios

‑¡Atención, que se mueven los bombos! –dijo Raquelita entusiasmada.

El resto de niños dejó lo que estaba haciendo y todos dirigieron su mirada fascinada hacia el movimiento pendular, vibrante e hipnótico de aquellas dos esferas grandes y generosas que se podían ver al otro lado del cristal anunciando premios y fantasías deliciosas.


Todos se amontonaron en la ventana observando con sus ojos la promesa de una recompensa a toda una mañana de espera. Allí, más allá de la verja del patio del colegio, la enorme churrera de sonrisa perpetua, moño alto y pechos imposibles de La Valenciana, acababa de abrir su puesto en la plaza de Barcelona. Una mañana más, algunos niños saborearían el premio gordo del cartucho de a docena.

jueves, 18 de diciembre de 2014

Borroso

‑Te echaré de menos –dijo administrativamente mientras manipulaba la manija de la puerta del coche.
‑Y yo a ti –cumplimenté, eficiente, mi respuesta.
Abrió la puerta y desplegó graciosamente el paraguas, esquivando hasta la última gota de lluvia que acechaba fuera para acariciarle la piel, tan suave en mis dedos.
El frío de la calle frenó cualquier otra expresión remotamente cálida que se aventurara a saltar desde mi lengua.

Me dirigió una última sonrisa antes de cerrar, con un amago de beso en los labios, y se perdió entre las luces de los coches bajo la lluvia, emborronándose tras el vaho del cristal. Me gustaba pensar, más bien me acostumbré a pensar, que no la volvería a ver nunca más y que no la quería. Era el mejor antídoto contra el amenazante momento en el que terminara aquel juego de provisionalidades forzadas; pero al mismo tiempo favorecía que cada vez que ella decidía darme audiencia fuera como un domingo sin colegio el día siguiente.

martes, 16 de diciembre de 2014

El sabor frío de las pequeñas venganzas improvisadas


‑Su puta madre –mascullé contra el radio-despertador cuando sonó ajeno a mis deseos diarios por su pronto ingreso en el cielo de los despertadores.

Remoloneé dos segundos por encima de mis posibilidades, que eran nulas dado el apretado horario impuesto por el cambio de oficina, y salí de la cama odiando a todos los responsables de los casos de corrupción que escupían las noticias: ¿Por qué yo no podía tener una cuenta en Suiza de cifras obscenas y tramar un plan para huir a Bélice en lugar de tener que encomendarme como cada día al omnipresente Dios del Atasco de la M-30? No era de mi agrado asistir todas las mañanas al sacrificio ritual de litros de gasolina y minutos de vida como ofrenda sumisa y piadosa.

Una vez elevado mi mal humor a su nivel óptimo habitual y con las legañas todavía entorpeciendo mis percepciones visuales, desplegué mi catálogo de trompicones matutinos por el pasillo camino del baño. Obvié el encendido de las luces del corredor, dado que la excelente calidad de mis mucosas oculares frenaban cualquier tipo de energía, incluso más allá del espectro visible, y avancé a ciegas hasta el lavabo para sentarme a reinar por unos instantes en el único trono que el destino me tenía reservado. No se asusten, no entraré en detalles, simplemente les aclararé que tiempo atrás adopté la recomendabilísima costumbre de miccionar sentado (cosas de la época de estudiante lejos de los desvelos higiénicos maternos, cuando me di cuenta de que esa postura espaciaba en el tiempo los intervalos de limpieza obligatoria del inodoro). El caso es que cuando casi había vaciado toda la vejiga vislumbré sobre el lavabo el bote de la orina en el que supuestamente debía estar vertiendo la mía: ¡el reconocimiento médico anual de la empresa!

Corté en seco la descarga, para disgusto de los músculos de mi bajo vientre, y terminé la faena en el frasquito, apurando hasta la última gota, como suelo hacer habitualmente, ojo.

Tras ejecutar, insatisfecho, el resto de mis abluciones matutinas discutí con el armario, y con el recuerdo de mi madre echándome en cara mi abstinencia con la plancha, qué ropa ponerme y salí corriendo escaleras abajo: llevaba veinte imperdonables segundos de retraso.

Acumulé otro minuto de demora, y medio kilo más de enfado, mientras esperaba en la puerta del garaje a que el empanado del tercero C decidiera ponerse el cinturón, ajustar los retrovisores, quitarse el cinturón, bajar del coche, quitarse la americana, plegarla y dejarla en el asiento trasero, volver a meterse en su vehículo, ponerse nuevamente el cinturón de seguridad, descubrir que tenía un grano en la frente mientras ajustaba otra vez los retrovisores (¿pero este capullo no se mira en el espejo cuando se levanta?), buscar el mando de la puerta del garaje en todos los bolsillos a su alcance, esperar a que ésta se abriera completamente, calar el coche en la rampa de salida, volver a encender el motor mientras la puerta se cerraba, rebuscar de nuevo el mando y sorprenderse de que yo me dirigiera vehemente hacia él desde el interior de mi coche.

‑¡Vamos ya, coño! –grité lo que creía que sólo estaba pensando‑ ¡Mira que eres petardo!

Una vez en la calle, con peineta incluida del empanado del tercero C, me automaldije todo lo que sabía al pasar junto a la farmacia de dos portales más allá, donde el día anterior compré el tarro para la orina que se aburría, solo y lleno, encima del lavabo de mi casa.

Dejé el coche en doble fila y subí por la escalera (los dos ascensores estaban en el piso once, y yo tenía calculado que para subir a mi sexto era más rápido ir a pie si aquéllos estaban más allá del décimo). Sudé como un pollo la camisa barata, pero sin arrugas, del Carrefour, pero no tenía tiempo para cambiarme porque ya llevaba dos minutos y veinte segundos de retraso cuando recogí el puñetero bote amarillo. Para mi suerte, mala, los ascensores estaban ahora en el bajo, así que usé de nuevo las escaleras como si no hubiera un mañana hasta tropezar con el portero, que venía a advertirme de que la grúa se me llevaba el coche.

Me vi muy tentado de hacer un Aguirre y huir con el coche de la acción implacable de los agentes de la ley, que nunca acudían a mis llamadas desesperadas cuando, a las cuatro de la madrugada de un martes, algunos niñatos hacían botellón en el parque bajo mi ventana. Pero para qué lanzarles mi discurso sobre el uso que se daba a mis impuestos, hubiera servido para perder otros tres minutos más (lo tenía muy ensayado) además de que el coche ya estaba enganchado y camino del depósito municipal de vehículos (ese contenedor de mil injusticias cotidianas y urbanas). Así que desestimé mis mociones y firmé la multa vencido y cabizbajo mientras calculaba la mejor combinación de bus y metro para llegar a las inmediaciones de la tierra oscura de Mordor, donde habían trasladado la oficina.

Llevaba un retraso de ocho minutos. En condiciones normales ahora mismo estaría imprecando a algún listo que se saltaba una línea continua en el kilómetro seis de la M-30, pero caminaba a toda prisa, con mi bote amarillo en la mano, hacia la boca de metro más cercana a casa. El metrobús caducado, mi falta de monedas sueltas, la avería de la máquina expendedora de billetes con tarjeta de crédito, la ausencia del tipo de la taquilla, y el despiste del vigilante de seguridad, centrado en chatear por whastapp en lugar de controlar que yo no saltara clandestinamente los tornos de entrada; dieron como resultado que me sintiera igual que un inmigrante ilegal saltando una valla hacia el Valhalla de las profundidades rugientes del metro. Y oigan, sin ningún sentimiento de culpa, como esos pobres africanos de Melilla y Ceuta. Eso sí, yo al menos tuve la decencia de sonreír a la cámara que desde una esquina del techo registró mi fechoría, que una cosa es ser un descamisado muerto de hambre y otra muy distinta un ciudadano blanco, joven y sobradamente preparado que trabaja en una gran corporación, aunque con un bote de orina en la mano.

Recordé la canción de Sabina: «El metro huele a podrido, a carne de cañón y soledad» cuando vi las caras de los viajeros que, como yo, se apretujaban en el coche sin necesidad de tener que agarrarse a las barras: saturación de cuerpos, desconocidos rehuyendo miradas, mezcla indiscriminada de jóvenes en traje del Zara, inmigrantes vistiendo ropa de hipermercado, secretarias disfrazadas de fiesta en Bershka, limpiadoras de manos encallecidas y estudiantes dormidos como angelitos. En estos sitios y a estas horas es cuando hay que desconfiar de la gente que sonríe o va perfectamente maquillada y peinada: nadie que no oculte algo puede ir tan maqueado de madrugada en el metro. Estoy seguro. Yo, sin ir más lejos, sonreía pensando en el contenido amarillo de mi frasco, luchando subrepticiamente para que nadie lo tocara.

Perdido en estas reflexiones y repasando la lista de barrios y paradas del suburbano de Madrid que aparecen en las letras de Sabina, me pasé de parada: diez minutos más de retraso. Se me llevaban los demonios, así que me puse a pensar en cómo optimizar mis tareas cuando llegara a la oficina. Que al menos mis desventuras matutinas no provocaran que aquellos cuyo trabajo dependía del mío se quedaran parados en espera de mi feeding, como les gustaba decir a los capullos que tenían que justificar su MBA usando términos en inglés perfectamente traducibles.

Prioricé las tareas, anoté mentalmente aquello que no necesitaba de mi presencia física frente al ordenador, recordé la hora de entrada de los compañeros y los últimos correos recibidos el día anterior, y en cuanto regresé a la superficie para esperar al autobús comencé a telefonear a aquellos que ya estarían en la oficina. Pedía excusas, daba instrucciones, preguntaba resultados y consultaba opiniones mientras gesticulaba con la mano en la que llevaba el tarro de orina. Parecía tan absorto en el desempeño telefónico de mi trabajo, como un yuppie recién llegado de 1985, que un quinqui contemporáneo no dudó en intentar arrebatarme el frasco.

El colega, abrumado por el primer colocón del día, debió de pensar que mi preciado bote llevaría algún bálsamo de fierabrás que le lanzaría hacia el estrellato que tan aparentemente lucía a pesar de los chorretones de mi camisa barata.

‑Cuánto daño han hecho las drogas –pensé con la voz de mi abuela mientras de un manotazo forcejeé con el chungo que quería mis orines.

Desde luego, haberme criado en un barrio complicado de provincias tenía algunas ventajas, como la de aprovechar la confusión de la discusión con el drogata para colarme en el bus sin pagar (no llevaba monedas y mi colega, el miembro en riesgo de exclusión de la comunidad, me había proporcionado el fuego de cobertura necesario para cometer otra fechoría sin importancia).

A pesar del tráfico del nudo de la M-30, el autobusero era un profesional del macarreo al volante y buscó eficientemente el hueco en cada incorporación para, valiéndose de su tamaño y haciendo oídos sordos a los juramentos de tipos que podían ser yo mismo en mi coche, no alargar más el retraso imposible que ya traía de casa.

Entré con media hora de demora a la ciudad empresarial donde el sistema nos recluía eficazmente (prefiero no opinar de la eficiencia del lugar). El furgón del reconocimiento médico estaba aparcado al otro lado del recinto, y vi que algunos compañeros con los que comparto apellido estaban ya haciendo cola. Miré mi frasco, comprobé por enésima vez en la mañana la hora, dudé dos segundos y finalmente decidí que a pesar del esfuerzo hecho por llegar con el bote sano y salvo, primero debía subir a la oficina a poner en marcha todo lo que dependía de mí. Me moría de hambre y debía seguir en ayunas hasta que me sacaran sangre para el reconocimiento médico, pero ya encontraría un hueco para bajar luego a entregar mi frasco y someterme al examen.

En el ascensor fui cazado por Hurtado, el director de Operaciones Externas, animoso jefe ejerciente fuera de su jurisdicción. Él llegaba también a esa hora, pero no tuvo impedimento en aprovechar el viaje de diez pisos en ascensor para lanzarme un chorreo monocromático (gama de grises, aclaro) dudando sobre mi implicación en el proyecto para el que trabajaba: dada la hora a la que llegaba a pesar de las urgencias en las que estábamos quedaba claro que no me estaba comportando de manera proactiva.

‑Con esa actitud no estás en el gap de profesionales que buscamos para conseguir los targets fijados por el deputy –me soltó, entre otras cosas, seguro de lo efectivo de su discurso. Él era uno de esos capullos con MBA que habían olvidado su idioma‑. Así que lleva cuidado con tus próximos pasos o estás out.

Recordé el incidente con el quinqui, que casi me robó el tarro de orines gracias a mi empeño telefónico de iniciar mi trabajo. Sonreí para mis adentros.

‑Tienes razón –agaché las orejas‑, es posible que últimamente haya meado fuera de tiesto –improvisé con júbilo disimulado‑, lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir –zanjé regio.

‑Espero que así sea, man –amenazó ufano de su dominio del idioma del Bronx.

‑Mira –agregué conciliador‑, pongo todo en marcha y luego voy a tu despacho a reportarte el management state –había que usar su lenguaje‑. Mientras tanto, y en señal de paz, te ofrezco un té frío de la cafetería de abajo. No recordaba que hoy tenía el examen médico y he de estar en ayunas hasta que me reconozcan.

Salió del ascensor, henchido de orgullo de jefe inmisericorde y con mi ofrenda en las manos, dando órdenes y embravecido por la pequeña victoria conseguida.

Yo pulsé el cero y me fui pensando en llamar a mi abogado para preguntarle qué supuestos incluían el despido procedente.

lunes, 15 de diciembre de 2014

Como un disparo


El mensaje era claro, conciso, breve y letal: no insistas, decía tajante, escrito con su caligrafía dura, esa letra retadora que tan bien conocía, que tanto me fascinó al principio y que ahora marcaba el epílogo de algo que creímos que iba a durar para siempre. Levanté la cabeza, espoleado por los ojos fijos en mí, parecía que pestañeaban al ritmo del monitor de constantes vitales. Éstas se aceleraban con mi pulso y mis náuseas: finalmente había cumplido su amenaza, minuciosa y perfeccionista al mínimo detalle.

‑Doctor –interrumpió la enfermera‑, la perdemos: hay que cerrar ya la herida.

‑Efectivamente –confirmé volviendo a leer el mensaje grabado en la bala recién extraída.

domingo, 16 de noviembre de 2014

El desahucio de los nabucodonosorcitos


La puerta se cerró suavemente, como nunca pasan estas cosas. El ascensor tardó lo que siempre, aunque pareció un viaje eterno de once pisos que deshacía media vida apretando tan solo un botón. Fuera llovía y hacía frío. Dentro del casco también. La moto ronroneó indiferente por la M-30 bailando entre el atasco y bajo la lluvia de un martes cualquiera que parecía lunes.

Detrás se quedaba la Nada que, como en La historia interminable, engullía Fantasía, terminando un trabajo que piedra a piedra habíamos ido desmontando desde años atrás, hasta que sólo quedó el eco de un salón sin sofá y el griterío de cientos de recuerdos danzando a mi alrededor, amplificados por el prisma de lágrimas.

Ni rastro de los nabucodonosorcitos que habitaron con nosotros al principio, en el tiesto de la ventana. Fueron desahuciados en uno de esos momentos en los que no mirábamos, y malvivían en alguna estructura de tomateras olvidada en un huerto lejos de allí, donde parecía que se podía plantar y hacer crecer cualquier cosa.
Hube de volver a abrir aquella puerta, pero la bombilla de la habitación vacía estaba fundida y el parqué malditamente viejo sólo crujía bajo mis pisadas. Afortunadamente tenía menos de un mes para buscar otra casa e irme de allí, recoger todo y dejar tranquilas a nuestras sombras. Quién sabe si ellas seguirían juntas en alguna otra realidad donde las cosas salen como las piensas al principio.

jueves, 23 de octubre de 2014

Más allá del Sótano: ESCOCESES EN PANAMÁ

Aprovechando que el 23 de octubre estuvieron de visita en El Sótano (Radio Jove Elx) los miembros de la banda celta Zarzagán, con motivo de su actuación dentro del XIX Festival de Música y Teatro medievel de Elche, voy a hacer un triple salto mortal para contar algo de la Ruta Panamericana.




No sé a vosotros, pero la música celta me pide salir a la carretera a buscar prados verdes entre colinas bajas un día nublado en el que hay que usar un buen anorak o un cortavientos para protegerse de la amenaza de lluvia suave, que no moja pero cala.

Paisajes en los que la carretera es un fino hilo de asfalto oscuro y mojado entre esos campos verdes y civilizadamente salvaje. Y es que las tierras de las regiones donde se asentaron los celtas, aunque tengan un aspecto agreste y poco transitado, realmente son tierras domadas para la explotación agrícola, para que las ovejas pazcan a sus anchas, dando carne, lana, pieles y leche a sus habitantes. La lana que tanto abunda en estas tierras, desde el norte de España (Galicia, Asturias, León), hasta la lejana Escocia y pasando por la Bretaña francesa y Gales, donde viven los raros del Reino Unido, que ya es decir… Aunque un respeto por los galeses, que Tom Jones es de allí, y Manic Street Preachers, y Duffy, y los Stereophonics y Donna Lewis, y el guitarrista de Motorhead Phil Campbell y Chris Slade y Dave Evans de AC/DC y Lawrence de Arabia, de quien hablé en el último artículo, y Ken Follet, que ya quisiera yo ser Ken Follet…


Nosotros los chicos decentes vigilamos que no se nos vea la virtud


Pero bueno, a lo que iba, la lana de los celtas (y con la que se hace el kilt escocés) fue un producto central de la economía en la Edad Media, desde Castilla, donde la Mesta fue una de las asociaciones gremiales más poderosas durante siglos, hasta las prósperas ciudades del Báltico y mar del Norte asociándose en la Liga Hanseática.

Si en otros artículos he hablado de la Ruta de la Seda y otras relaciones comerciales que unían Oriente con Occidente, la lana fue un producto esencial que ayudó a vertebrar las rutas comerciales de Europa durante la Edad Media, y que contribuyó a que los restos del imperio romano y los reinos que se cristianizaban en el norte del continente comenzaran a relacionarse entre sí no sólo para guerrear.

Esta importancia de la lana redundó en el incremento de las tierras de pastoreo y en privilegios para quienes practicaban la ganadería ovina, para que los animales pudieran alimentarse e incrementar sus rebaños por toda la vertiente atlántica europea, más propicia con sus lluvias abundantes y sus veranos suaves y cortos para el crecimiento de los pastos. Así, ha habido clanes escoceses que han estado más de mil años criando ovejas y siendo familias ricas e importantes dentro de la isla de Gran Bretaña, y por tanto dentro de lo que fue el imperio británico. Os recomiendo que visitéis en Escocia la isla de Skye, que está a tomar por saco de lejos en la zona más alejada de Gran Bretaña y que sin embargo alberga el castillo Dunvegan, que es el castillo habitado de forma continua más antiguo de Europa, con los clanes de los McLeod de McLeod y los MsDonald (esos que luego se dedicarían a las hamburguesas).



Pero el dinero quiere más dinero y para ello has de embarcarte en nuevas aventuras comerciales y explorar nuevas rutas que te permitan enriquecerte en un mundo en el que siempre se quieren productos nuevos.

Así, cuando llegó la revolución del descubrimiento de América y todos los países de Europa de lanzaron a coger su trozo del pastel, los escoceses que a principios del s. XVIII eran independientes de Inglaterra aunque tenían el mismo rey también quisieron salir a por su parcelita al otro lado del océano. Y la cagaron bien cagada. Si se hubieran quedado criando ovejas y esperando a que apareciera el petróleo quizá ahora serían un país independiente sin necesidad de hacer referéndums que no prosperan.

Uno de los motivos por los que los escoceses firmaron el Acta de Unión con los ingleses dando lugar al nacimiento del Reino Unido fue que estaban completamente arruinados tras un aventura colonial que les salió todo lo mal que les podía salir, y por tanto los inversores en aquel proyecto fracasado necesitaba el dinero inglés para recuperarse de aquel fiasco colonial. Y ahí se terminó su independencia.



Pero; ¿por qué fue tan mal aquella aventura colonial escocesa en América? Pues porque tuvieron la feliz idea de ocupar la única zona del continente en la que la carretera Panamericana no ha sido construida, lo que ahora se llama Tapón del Darién, que si bien por su nombre podría ser un lugar mítico de la Tierra Media (por cierto, los elfos tienen un rollito celta en el universo Tolkien, ¿no?), realmente es una zona de selva virgen que separa Centroamérica de Sudamérica. Los escoceses se enfangaron hasta las ingles (para regocijo de los ingleses, valga la redundancia y broma fácil, que dejaron que allá se fueran pudriendo aquellos colonos que iban en busca de un futuro mejor en el Caribe y que no tenían ningún interés en meterse con otra guerra con España si ayudaban a sus vecinos de isla); y el proyecto Darién, aquel intento de establecer una colonia en el istmo de Panamá se saldó con dos expediciones fracasadas (los de la segunda expedición se fueron para allá antes de saber que de los de la primera sólo sobrevivieron 300 de 1.200 colonos, y además sufrieron luego asedio por parte de las fuerzas españolas del virreinato de Nueva Granada); y la ruina por la elevada deuda pública generada por la aventura.

Quién mandaría a unos escoceses, celtas de tierras frías y de prados despejados ir a inventar cosas a una zona selvática que aún hoy en día sigue incomunicando Colombia y Panamá, el tramo inconcluso de la Panamericana, como he dicho antes. Y el caso es que no iban mal desencaminados, que querían instalarse allí para establecer una ruta comercial directa con Oriente, siguiendo el ejemplo del Galeón de Manila español y de paso ir tomando posiciones en las tierras donde fíjate tú por donde dos siglos más tarde se construiría el canal de Panamá.

Y de la Panamericana os hablaré otro día. Por cierto, conocí hace unos días a un chileno que hizo esta ruta entre Méjico y Chile, salvo el tapón del Darién que tuvo que hacerlo en avión.


¿Quién se viene a destaponarlo?




martes, 21 de octubre de 2014

Más allá del Sótano: ROMANI ITE DOMUM! (por el Camino de los Reyes)

Quizá sea el grafiti más famoso del a historia del cine:



Un grafiti, que puede ser expresión cultural, política, reclamo publicitario o, según algunos (a veces los propios ejecutantes del mismo), una gamberrada.

De eso es de lo que se habló el jueves 16 de octubre en El Sótano de Radio Jove Elx con la visita de Juan José Morillas, artista plástico ilicitano que desde el descubrimiento en su niñez de las cajas de Plastidecor de 36 colores, no ha parado de decorar y ponerle color a la vida a través de sus lienzos y formándose en el arte que más le gustaba el grafiti.

Este artista presenta ahora su última exposición 80´s & 90´s hall of fame, una exposición realizada con aerosoles, láminas como soporte que aúnan el grafiti con personajes característicos del cine de la época en la que esta técnica empezó a tomar forma en España.

Y al hilo del vídeo que los chicos de El Sótano montaron y colgaron en su muro de Facebook a propósito de la famosa escena de los Monty Python, para ir anunciando quién venía esta semana, aprovecho para hablar un poco de una ruta que pasaba por el lugar donde se desarrolla la acción de esa gran película que es La vida de Brian.

En La vida de Brian, que recomiendo desde ya a quienes no la hayan visto, los geniales cómicos británicos Monty Python nos cuentan las andanzas de Brian, un personaje de Palestina cuyos pasos corren paralelos a los de Jesús de Nazaret, el fundador del cristianismo.

¿Y por qué nace el cristianismo precisamente en esta región para luego extenderse por todo el planeta? ¿Qué hacían allí los romanos contra los que Brian se dedica a hacer grafitis en la pared del palacio del gobernador romano, pintándoles la versión judía del Yanquees go home: Romani ite domum?

Está todo muy relacionado con la ruta de la que os quiero contar algo:





EL CAMINO DE LOS REYES
Es quizá la primera gran ruta comercial de la Antigüedad, la que unía los dos grandes centros del nacimiento de la civilización occidental: el Nilo y el Éufrates, Egipto y Mesopotamia.

Siempre se dice que nuestra civilización y la democracia nacieron con los griegos, pero antes de que estos pusieran en funcionamiento su sistema democrático en las polis, fueron los egipcios y los mesopotámicos (sumerios y babilonios) los que asentaron la cultura urbana y un sistema de gobierno más complejo que las primeras aldeas. Culturas urbanas que fueron influencia a las polis griegas, de las que ahora nos consideramos herederos.

Y ahí, justo en medio del Creciente Fértil, la región que une la cuenca del Nilo con la del Tigris y el Éufrates, es donde está Palestina, un cruce de caminos, de culturas, de ideas, de mercancías, de muerte y de vida.

Uniendo los extremos de este Creciente Fértil, el correr de los siglos y el desarrollo cada vez más complejo de las relaciones entre las diferentes gentes que lo poblaron terminó por trazar un recorrido que unía los corazones de las primeras potencias civilizadoras de occidente. Un camino que durante siglos (desde el XIV antes de nuestra Era hasta el XVI de la nuestra, treinta siglos... Ahí lo llevas) fue transitado por soldados y súbditos de diferentes imperios, incluyendo el romano (cuyos gobernantes reconstruyeron el camino con el nombre de Via Traiana Nova).

Evidentemente los romanos estaban allí debido a la importancia estratégica de Palestina (por el mismo motivo por el que nos sigue interesando hoy en día lo que pasa allí), al igual que las diferentes tribus hebreas se habían asentado allí mucho tiempo antes, sufriendo el acoso de los imperios que les rodeaban y que ansiaban controlar esos valles fértiles y bien comunicados. Era una tierra prometida que aseguraba el control de las rutas de comercio, pero por eso mismo era un lugar muy goloso y por ellos diferentes imperios, pueblos y naciones rivalizaron por controlar la zona. Esto propició que la región fuera escenario de las vidas de gobernadores, soldados y comerciantes que desde lugares lejanos trajeron a sus dioses y concepciones de la vida.

Por ello el Camino de los Reyes se convirtió en el centro del mundo civilizado occidental (China e India, aunque ya se atisbaran rutas comerciales con ellos, aún quedaban muy lejos), siendo un camino mencionado en la Biblia.

Hablando de la  Biblia, tampoco era extraño que el cristianismo naciera en algún punto del Camino de los Reyes. Aquí vivían los judíos, cuyo vengativo dios Yahveh hereda parte de la crueldad de los dioses de los pueblos sumerios que arrasaron y conquistaron esta tierra de palestina en varias ocasiones. Y el cristianismo surge comos secta del judaísmo en un momento en el que éstos esperaban con más ansias la llegada del Mesías que les liberase del yugo romano. Sin embargo quien llegó desde Egipto fue el hijo de un carpintero predicando un mensaje de liberación muy diferente, diciendo que Dios era amor y con un mensaje mucho más tolerante e inclusivo que el de las élites judías, que por considerarse el pueblo elegido de Dios se guardaba muy mucho de aceptar nuevos miembros en su comunidad (su religión se transmite por vía materna). Jesús, un judío de Nazaret afirma que los gentiles (griegos, romanos y otros miembros de pueblos no judíos) se pueden bautizar y formar parte de esta nueva iglesia, independientemente de su nacionalidad y su lengua.

De esta forma, se podría afirmar que el cristianismo no deja de ser en cierto modo una especie de integración cultural, una visión imperial más propia de los invasores, evolución de una religión monoteísta rodeada de religiones politeístas más inclusivas y menos estrictas (hay quienes entre judíos y musulmanes afirman que lo de la Santísima Trinidad es una forma de politeísmo importada desde Egipto).


Jesús de Nazaret reduciendo el números de miembros de la ONCE

Estas circunstancias fueron en parte posibles gracias precisamente a la existencia del Camino de los Reyes. Por eso tenemos en esta región coincidiendo en el tiempo a Brian luchando contra los romanos en ese proceso de liberación nacional de Judea y a Jesús luchando por la liberación de los hombres en un sentido menos terrenal y político (a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César...).

Con el tiempo esta ruta terminó por ser también un recorrido usado para las grandes peregrinaciones religiosas, tanto cristianas hacia los lugares donde predicó su fundador, como de musulmanes turcos camino de la Meca.


El Camino de los Reyes es por tanto una herida abierta en pleno centro de la Historia y no sólo en la corteza terrestre (el golfo de Áqaba, el río Jordán, el mar Muerto, el mar de Galilea -o lago Tiberíades- forman parte de esa ruta y además se encuentran en el fonde de la zona de fractura entre las placas tectónicas europea y arábiga). Circunstancias éstas que han dado lugar a sitios míticos y de gran belleza, desde el Delta del Nilo hasta Damasco pasando por la península del Sinaí, donde se juntan África y Asia, llegando a continuación a Áqaba, donde Lawrence de Arabia derrotó al imperio otomano, convirtiendo así la expresión playas de Áqaba en sinónimo de sueño de liberación.



Por cierto, esta escena de las playas de Áqaba se rodó en Almería, al igual que esa otra de Indiana Jones y la última cruzada donde Sean Connery espanta a las gaviotas con un paraguas inspirado por Alejandro Magno. Casualmente esta última película tiene también mucho que ver con la historia de Jesús en Oriente Medio, terminando en la espectacular Petra, ciudad que floreció en medio del Camino de los Reyes de mano de los nabateos.




Hablando de cruzados, también tenemos en esta zona la formidable fortaleza cruzada de AlKarak en la actual Jordania (buscadla, es uno de los tres castillos más grandes de la región).

Desde aquí, el Camino de los Reyes sigue hacia el norte por el mar Muerto y el río Jordán para llegar a continuación a Damasco, el centro de aquel gran Califato que ahora esos desgraciados del Estado Islámico quieren volver a imponer en pleno siglo XXI... Mejor no hablar de hijos de puta. Si seguimos por el Camino de los Reyes hacia el este, llegaremos al Bagdag de las Mil y una noches.

Sin duda, esta ruta que nació hace treinta y cuatro siglos, sigue estando en el dentro del huracán: Palestina, Líbano, Siria e Iraq, siguen pasando muchas cosas por allí, ¿verdad?

Esperemos que algún día la situación se calme, y vuelva a ser un camino de encuentro por el que podamos transitar y descubrir toda la belleza que se esconde bajo tantísimos siglos de historia.

martes, 7 de octubre de 2014

La mujer que pudo reinar (un proyecto)

Hubo un tiempo en el que viajar por el mundo a bordo de un Seat 131 Supermiriafiori hacia países lejanos, en los que la amenaza de un conflicto latente era la normalidad, no parecía una de las mayores locuras del mundo. Al menos ésa era la impresión que teníamos a finales de la década de los 70, cuando la olla a presión en la que norteamericanos y soviéticos cocían la geopolítica mundial, parecía seguir bien cerrada.
 
Así, con mi título de periodismo recién estrenado, y abrumado por la efervescencia política en el Madrid de 1978, pensé que sería interesante salir del país a llenar el extraño vacío que me había estado invadiendo conforme me acercaba al final de mis estudios. Para trabajar aquí ya había suficientes compañeros cubriendo la actividad de las Cortes Constituyentes, y yo estaba pensando en un destino en el mapa a más de 8.500 km de distancia. Un lugar del que sabíamos poco más que era el origen de una raza de perro: Afganistán.
 
¿Por qué aquel país a priori tan poco interesante? Pues bien, meses atrás me habían impactado las aventuras de los buscavidas Danny Dravot y Peachy Carnehan en la película El hombre que pudo reinar, que transcurría en algún lugar de aquella región del mundo. Casi desde el comienzo de la proyección sentí añoranza de esos tiempos no vividos y de esos personajes hoy imposibles, atravesando fronteras difusas en un mundo sin pasaportes ni necesidad de pasado, con todo un futuro por conquistar. Además, también se daba la casualidad de que había comenzado a leer esa misma semana Estudio en escarlata, la primera de las aventuras de Sherlock Holmes, historia que comienza con un Dr. Watson perdido y vacío, como yo, tras su regreso del servicio en el Ejército de Su Majestad en la guerra de Afganistán. Esta coincidencia aumentó mi curiosidad por ese país y por la ruta que desde Europa me podría conducir hasta allí: el Sendero hippie. Se trataba de una especie de Camino de Santiago para las juventudes menos ortodoxas de Europa, un viaje del que hablaban durante los descansos entre clase y clase algunos de mis compañeros más iluminados (por no decir fumados) en la Facultad de Ciencias de la Información. Un sendero alegre y colorista que pasaba por Kabul en su recorrido hasta la India y Nepaly y que durante las dos últimas décadas se había popularizado entre el movimiento hippie. Como era normal en aquella época, no hacía mucho tiempo que, con retraso, habíamos tenido noticia de dicha ruta en la gris y formal España
 
Para más datos, mediaba la primavera climatológica y política en nuestro país al mismo tiempo que se recibieron noticias de otra primavera en Kabul. A finales de abril estalló la revolución de Saur, o de la primavera en su idioma, en la que los afganos derrocaron a un príncipe autoritario que a su vez gobernaba tras haber destronado años atrás a su primo y hacerse nombrar Presidente del Estado Republicano de Afganistán. Más o menos igual de esquizofrénico que lo que estaba ocurriendo en España, donde un Príncipe se convirtió en Rey al morir el tirano que lo tutelaba, decidiendo abrir el camino de la democracia.
 
Quise ver en aquellas coincidencias una señal y, como si de Alejandro Magno se tratara, me convencí de estar llamado a alguna gran epopeya llegando hasta la Alejandría del Cáucaso, junto a Kabul. Quería comprobar por mis propios medios si lo que ocurría en Afganistán se trataba de una revolución marxista según decían algunos medios, una de esas revueltas que tanto temían los más reaccionarios en nuestro país; o si por el contrario estábamos ante un proceso distinto con el que pudiera establecer paralelismos con lo que estábamos viviendo en casa.
 
Aún no sé cómo vendí la moto al director de un semanario para convencerle de comprar un coche y embarcarme en un largo viaje. Le hablé de la conveniencia de publicar una serie de reportajes sobre la situación política y social en diferentes países de nuestro entorno (sí, es cierto, conseguí que el término entorno se ensanchara hasta unos límites poco usuales) para buscar paralelismos con el momento que vivíamos en España; así como incluir un análisis de las razones de la existencia del sendero hippie y la historia de ese corredor social y comercial tan relacionado con la Ruta de la Seda. Y así de sencillo fue, antes de que yo mismo pudiera creérmelo, estaba tramitando mis visados hacia Afganistán.
 
No les abrumaré con la narración de los dos meses de la primavera de 1978, conduciendo sin prisa en mi nuevo Seat 131 hasta Kabul. Ya les contaré en otra ocasión la forma en que por el camino conseguí enviar varias crónicas y artículos de fondo sobre los países que me salieron al encuentro: la organización federal de la cooperativista y moderna Yugoslavia y su comparación con las propuestas autonomistas de España, la extraña democracia turca tutelada por el Ejército en un país de mayoría musulmana y el paralelismo con lo que teníamos en casa, o las revueltas en Irán contra un sha cuyo rico exotismo conquistaba los titulares de nuestra prensa rosa.
 
Como les he dicho, no es tiempo ahora de eso, lo que me ha impulsado a sentarme frente a la pantalla y contarles mi historia fue el recuerdo que más de treinta años después aún conservo de alguien con quien viví uno de los años más intensos de mi vida, el recuerdo de la mujer que pudo reinar.
 
 
 
 
 
Así empezaría una novela que tengo en proyecto, una novela negra en la que un pipiolo recién licenciado en Periodismo emprende un viaje de más de 8.000 kilómetros hasta Kabul. Allí se verá envuelto en un crimen relacionado con las intrigas políticas que sacuden la capital afgana, donde tanto la CIA como la KGB luchan soterradamente para atraer a su bando al débil gobierno. En estas correrías por la ciudad, escribiendo de todo lo que ve y evitando verse envuelto contra su voluntad en más conspiraciones, termina por trabar amistad con un desencantado diplomático ruso de misión incierta y una orgullosa funcionaria afgana cuya actitud reservada y desafiante oculta un pasado y una historia digna de ser contada y recordada.
 
 Se trata de un viaje literario al origen de uno de los males que nos acecha en la actualidad, donde el protagonista, además de enamorarse de La última sonrisa de Kabul (úno de los posibles títulos de este libro junto con La mujer que pudo reinar) conocerá a personajes de lo más diverso como un joven agente del KGB recién licenciado en Derecho, de nombre Vladimir y especialista en la política de Estados Unidos en África, o a un muchacho saudí de humor imprevisible, traficante de armas, rico y profundamente anticomunista  que siempre frecuenta los mismos fumaderos de marihuana que los últimos viajeros que continúan frecuentando el Sendero hippie.
 
¿Quién me mantiene mientras termino la novela que tengo ahora entre manos y escribo esta otra? Será un éxito seguro...


lunes, 22 de septiembre de 2014

Regreso

Deberías airearte un poco y ya de paso tiras esa ropa, ¡que huele a bicho muerto!

‑Pero cariño…

‑¡Ni cariño, ni cariña! Que ya me sé yo tus historias. Además, mientras no te afeites esa barba monstruosa ni se te ocurra acercárteme a menos de seis pies.

‑Pero…

‑¡Chitón! Tira y haz lo que te digo.


Vencido, se encerró en el baño, comenzó a desnudarse, no sin dificultades (aún no había asimilado la inmovilidad de tierra firme), y se metió en la tina. Mientras se frotaba, Ernest Shackleton añoró el mar cruel, su hundido Endurance, y la hostilidad y dureza de Georgia del Sur.

viernes, 5 de septiembre de 2014

Para siempre


El bar al que bajas a ver el partido de fútbol con los amigos, donde a base de compartir tardes y noches ya conoces a los parroquianos y los saludas con un arqueo de cejas si los encuentras por las calles del barrio; el banco de la calle donde te sentabas a esperarla frente a su portal, la combinación de semáforos en rojo y verde que encuentras al salir de casa con el coche, esos niños camino del colegio con los que te cruzas todos los días y que llevas años viendo crecer, la tradicional pizza de los viernes, las triquiñuelas de la pescadera del súper para que te lleves siempre unas almejas, el desayuno de los sábados en la terraza de la esquina leyendo el periódico, las tardes de sofá viendo vuestra serie favorita, temporada tras temporada; el ritual de cada mañana al levantarte, el programa de radio y el orden de las secciones que escuchas camino del trabajo, la limpieza del baño el viernes por la tarde, el saludo a la kiosquera cada vez que sales de casa, la lista de la compra del fin de semana, la escapada a bañarte cuando empieza el buen tiempo, el recorrido habitual por las tiendas del barrio para comprar los regalos de Navidad, las cosquillas que le haces de repente cuando no se las espera, el sonido del tranvía llegando a la parada cercana a casa, el lugar donde guardas cada cacharro de la cocina, la negociación sobre qué película ir a ver al cine, la sucesión de curvas que te llevan de vuelta al pueblo, esa camiseta que le regalaste, la copa bien preparada por tu colega el del garito donde cenáis de tanto en tanto, el parque al que vas a correr algunas tardes, la siesta que os dais juntos el viernes, la esquina del kebab en la que siempre sueles encontrarte a ese antiguo compañero de clase y con el que repites la misma conversación, el dependiente agrio de la administración de loterías de los jueves por la tarde, la sonrisa cada vez que pasas por la calle donde os besasteis por primera vez, tu peluquería, el almuerzo con los compañero de trabajo, la cuadrilla indisoluble de las excursiones a la sierra, esa canción que siempre pides el sábado por la noche, la vieja furgoneta del frutero aparcada bajo el mismo árbol para que le dé la sombra, el atajo para ir a la playa cuando hay tráfico, sus ojos cerca de los tuyos, las vistas desde la ventana, el olor del mar, la farola donde atas tu bicicleta, la chica de la copistería, la sartén vieja para la tortilla de patatas, las pintadas del ascensor, las teclas de tu coche, la cerveza mientras preparas la cena, las plantas del balcón, la diferencia sutil en el beso que te da y que significa que quiere que hagáis el amor…

Todo, absolutamente todo lo que parece parte del paisaje inalterable de tus rutinas, se esfumará un día, revelándote que nada es para siempre.
 
 
O lo que es lo mismo, todo cambia...
 

jueves, 4 de septiembre de 2014

El aroma de su oscuridad




Tras pasar toda la mañana sentado en la Vespa atravesando las llanuras variadamente monótonas de La Mancha, no me pensé un segundo la respuesta al dueño del hotel donde me alojaría esa noche.

-Esta tarde a las siete haremos una excursión por el monte. Es una actividad gratuita a la que se pueden apuntar los clientes del hotel -me dijo una vez que me dio la llave de mi habitación-. Serán unas dos horas y recorreremos algunos de los parajes menos conocidos pero espectaculares del cañón.

-Me apunto, por supuesto -respondí convencido de que sería interesante recorrer los rincones ocultos de aquel valle agreste y escondido en las sierras donde nacen el Segura y el Guadalquivir. Un lugar donde caer un milímetro más allá o más acá marca el resto de la vida de una gota de lluvia: ir a morir al Mediterráneo o al Atlántico.

El propietario, un tanto ojeroso y de una delgadez que se me antojaba enfermiza, sonrió innecesariamente satisfecho por mi respuesta y me recordó la hora del desayuno. A continuación subí mi exiguo equipaje a la habitación, pequeña y con una decoración estancada en algún momento no muy preciso de los años setenta del siglo pasado. Tras una breve cabezada me refresqué en la ducha y bajé al comedor del hotel, a probar la no típica comida de los rebordes de La Mancha suroriental.

Me atendió una muchacha unos diez años menor que yo, y por tanto en mitad de una juventud lozana que a mí ya se me derretía en el calendario. Resultó ser la hija del propietario. Se movía por el salón con una gracilidad y mando dignos de un primer violín de la filarmónica de Viena o, dado el ambiente rural en el que nos encontrábamos, como un alegre perro pastor moviendo a su rebaño de camareros y clientes hacia donde ella pretendía. Hacía valer, con su control efectivo de todo lo que pasaba en el comedor, su condición de heredera de aquel pequeño reino hostelero, anclado sobre una pared vertical de casi cien metros de desarrollo por encima del río.

No tardé en dejarme cautivar por la deferencia con la que, quise engañarme, me trataba y por la forma sutil que tenía de dar órdenes al personal. Así que, a pesar de estar sentado junto a una ventana desde la que se observaba la zona más estrecha del valle, donde éste realmente se convertía en un desfiladero profundo y amenazante envuelto en el fragor del río, mi atención durante la comida se entretuvo con las evoluciones de la muchacha y las sonrisas solícitas que me dedicaba cada vez que atendía alguna de mis demandas.

Tras aquel pequeño paréntesis fantasioso volví a mi habitación a dormir la siesta, imitando a los habitantes de los pueblos manchegos que había atravesado los días previos donde, después de la comida, las calles rectas y recortadas de paredes encaladas se convertían en un sueño post-apocalíptico; una especie de ensoñación vacía bajo el sol implacable que atraviesa el aire limpio de la meseta más rural. Sin duda, lo mejor que se podía hacer durante esas horas del día era refugiarse del horno exterior y del sonido de las chicharras incansables, buscar la oscuridad tras las persianas bajadas y descansar a la espera de que el sol bajara unos cuantos grados, tanto en el cielo como en el termómetro.

En los hoteles, mientras más viejos son, más quejidos extraños se escuchan a través de su estructura, aunque ésta sea de hormigón armado y acero, menos proclive a los crujidos propios de la madera. Estos ruidos suelen ser desasosegantes durante la noche, cuando sabes que no hay nadie activo al otro lado, cuando todos duermen y la imaginación se empeña en atribuir cualquier origen no convencional a esos sonidos. Sin embargo durante la hora de la siesta, a pesar del toque de queda impuesto por el sol, ahí fuera de tu habitación continúa la actividad, y los ruidos, si no molestan, son la vida casi tranquilizadora, anunciando que nada extraordinario ha pasado y todo sigue en su sitio. Por ello, unos pasos por el corredor, unos golpes sordos en alguna habitación lejana, un extraño maullido, algo que cae; no son más que cosas que pueden ocurrir habitualmente a las cuatro de la tarde. Así que la sinfonía apagada y queda que de tanto en tanto amenizaba mis incipientes ronquidos no consiguió obstaculizar la rampa por la que me deslizaba hacia el sueño reparador.

Me desperté con el tiempo justo para bajar a darme un baño en la piscina, decadente y desierta, con vistas al cañón, haciendo más evidente la soledad de aquel rincón perdido en la sierra. Tras refrescarme me cambié para salir a caminar por el monte y acudí al bar a por una botella de agua, donde coincidí tanto con la hija del propietario como con una de las clientas que se apuntaba a la excursión. Por la conversación que mantenían supe, para mi alegría, que la heredera, como decidí apodarla, sería nuestra guía durante el paseo por la montaña.

La expedición estaba compuesta por dos matrimonios completamente equipados como el argamboy excursionista. Les acompañaba la hija adolescente de uno de dichos matrimonios, con una amiga que hacía a la primera más llevadero el viaje con los padres deprimentemente enrollados. Además, completaban el grupo una pareja joven cuyo estado de ánimo conjunto variaba con una frecuencia de cinco minutos entre el odio desgarrador y el amor chorreante, y por último un tipo de mi edad, opositor a notario y de aspecto no menos gris, que se presentó como Cordero.

Nada más comenzar la excursión descendiendo hacia la vega del río en el fondo del cañón, salió a la luz la clara intención del aspirante a notario de cortejar a nuestra guía. Mientras los matrimonios se dedicaban a interpelarse entre ellos y hacer chistes y observaciones indecorosas, para mayor vergüenza de las adolescentes, y la parejita entraba y salía de la conversación general según los reproches que tuvieran que hacerse; el notario y yo intentábamos no alejarnos de la cabecera de la expedición para atender las explicaciones que nos daba nuestra guía. Además de no querer perder vista de su hermoso y bien torneado trasero, no hay que negarlo.

Cordero, a pesar de su apariencia más o menos gris, se mostró un duro rival en conseguir las atenciones de la muchacha, haciendo un alarde de su conocimiento de la botánica y la zoología de la comarca además de las tradiciones relacionadas. Yo me limité a esperar la ocasión para hacer algún chiste oportuno y más afortunado que los de los maridos y a deslizar discretamente, y con la menor pedantería posible, apuntes sobre los procesos geológicos que crearon el paisaje que contemplábamos, a modo de refuerzo de lo que la heredera nos contaba durante el paseo.

Avanzamos un trecho por el fondo del cañón entre huertas que bordeaban el río, engañosamente apacible, y pasados unos minutos cruzamos por un pequeño puente de estilo inidentificable: por más que el notario quisiera decir que era renacentista yo tenía claro que era una anodina estructura del desarrollismo. Ahí supe que mi rival iba de farol. Sí, en algún momento decidí echarme un pulso con el amigo Cordero, a ver quién conseguía más sonrisas y respuestas de la muchacha.

A partir de ese punto comenzamos a ascender por un sendero empinado que, transcurriendo a media ladera entre el bosque de pinos, se dirigía hacia los picos que se observaban desde el comedor del hotel, al otro lado del valle. Las adolescentes, a pesar de su juventud, mostraron rápidamente su poca preparación para estas actividades, incluyendo el soportar a padres desatados, así que no tardaron ni dos minutos en quejarse e ir quedándose atrás. La madre de una de ellas fue la primera sacrificada de la ruta, decidiendo acompañarlas de vuelta a la actividad más relajada de languidecer en la piscina. Los demás continuamos nuestra ruta sendero arriba, hacia las zonas donde se había creado una reserva de cabras montesas para atraer a cazadores y turistas.

-Pero no sólo eso -añadió mi rival queriendo hacer notar su sapiencia-, también hay reportes de apariciones de lobos por estas sierras, haciendo competencia a los cazadores.

-No puede ser -intervine algo molesto por el uso de la palabra reporte, a mi entender innecesariamente copiada desde el inglés por el castellano sudamericano e importada sin decoro a la península-. La población de lobos en la submeseta sur se limita a Sierra Morena y Despeñaperros -expliqué gustándome-. Es altamente improbable que algunos de esos individuos hayan conseguido cruzar desde allí hasta Cazorla, y más aún que no se hayan quedado precisamente en la misma sierra de Cazorla; puesto que no hay informes -y remarqué la palabra informes- de avistamientos de lobos en ese parque natural. No creo que hayan continuado su camino hacia estas sierras del Segura.

-Tienes razón, son leyendas urbanas -me apoyó la heredera-. Además, cada vez hay menos cabras por aquí, no darían para alimentar a los lobos, ni siquiera los jabalíes.

-Seguramente se tratará de perros asilvestrados -sentencié.

Así, con la convicción de haber ganado ese asalto, subí con mayor ánimo por la ladera, en busca de las fantásticas vistas que la heredera nos aseguraba que tendríamos. Verla sudorosa y jadeante colina arriba también era un buen aliciente. Pero tras cinco minutos de ascensión, y cuando estábamos en un saliente del camino intentando descubrir alguna cabra en las sierras cercanas, escuchamos unos gritos de pánico abajo en el río. A continuación, un rugido cuyo eco retumbó por las paredes del cañón nos heló la sangre. A partir de ese momento la secuencia de hechos se sucedió vertiginosamente.

Nuestra guía, con los ojos como platos salió corriendo por el sendero detrás del notario, que había vuelto hacia abajo para buscar un lugar mejor desde el que ver lo qué pasaba en el fondo del valle.

-No os mováis -fue su orden escueta.

Mientras tanto, abajo volvimos a escuchar más gritos y un aullido extraño, que bien podía ser el de un lobo o el de un perro. Los gritos parecían ser de las adolescentes, lo que puso muy nervioso tanto al padre y marido como al otro matrimonio. Yo intentaba racionalizar que un ataque de animales salvajes en estos parajes de la península era inconcebible, aunque sin darme cuenta me aferré con fuerza a una rama del pino más próximo hasta que la arranqué, teniendo en mis manos un arma más o menos contundente. Seguidamente, a la confusión de gritos, rugidos y aullidos se unieron las voces de hombres, también abajo en el río. Pero esta confusión no se produjo sólo en el fondo del valle: en medio del jaleo pude distinguir, tras el recodo del camino por donde habían desaparecido nuestros acompañantes, gritos tanto de hombre como de mujer. Sin embargo estos gritos quedaron apagados por un disparo sordo que identifiqué como de escopeta de cartuchos de caza menor, y que tronó desde el fondo del valle en nuestros oídos como si nos sacudiera allí arriba. Los rugidos se transformaron en lamentos y las voces de los hombres arreciaron mientras que el llanto de las adolescentes se oía claramente desde nuestra posición.

Consumido por la impaciencia y la incertidumbre, encabecé al grupo hacia abajo. Todos me habían imitado y blandían ramas, palos e incluso alguna piedra recogida del suelo. Al doblar el recodo del camino encontramos a nuestra guía sentada sola en el suelo en una zona donde el sendero se asomaba al precipicio. Estaba pálida, con las manos temblado cubriéndose la cabeza y mirando hacia el río, allá abajo.

-Ha resbalado -dijo antes de que pudiéramos preguntar nada-. Corría muy cerca del borde, buscando un lugar desde el que se viera lo que pasaba abajo y ha resbalado.

Nadie acertó a decir nada. Nos encontrábamos sobrecogidos, tan solo algún lamento de la mujer con la que coincidí en el bar. Le ayudé a levantarse mientras señalaba en el río el punto donde había caído mi hasta hacía cinco minutos rival, pero era imposible distinguir nada. Abajo los gritos de los hombres habían cesado y sólo se escuchaba a las adolescentes llorar. No teníamos ángulo para ver lo que ocurría. Abrazando a la muchacha le animé a seguir hacia abajo, sin hacer preguntas, y con una mirada apremié a los demás a que nos siguieran. Pronto los dos hombres y la pareja joven se lanzaron a toda la velocidad que pudieron sendero abajo, armados de sus palos, mientras que la otra mujer y yo ayudamos a la heredera a bajar a un ritmo al principio pausado, hasta que se fue recuperando. Yo hacía auténticos equilibrios entre darle la mano que aún me pedía con un temblor nervioso y sujetar la rama con la que pretendía defenderme de un posible ataque. Finalmente, y mientras nuestros predecesores gritaban los nombres de las adolescentes y de la madre camino abajo, nosotros fuimos recuperando el ritmo corriendo todo lo que la prudencia aconsejaba. La excitación iba en aumento conforme nos acercábamos al río y los gritos se hacían más cercanos, aderezados ahora por las sirenas de los vehículos de emergencias que llegaban de algún punto de la carretera. El bosque de pinos se nos hacía cada vez más amenazante a ambos lados del sendero y nuestras armas improvisadas se enredaban entre las ramas de los árboles, haciéndonos tropezar y golpearnos en nuestra carrera. Estábamos a un punto de la desesperación temiendo que aquello que había desencadenado todo se nos abalanzara de repente de entre los pinos, por eso fue indescriptible el alivio que sentimos al dejar atrás el último tramo del sendero por la ladera y llegamos trastabillando a la vega del río.

Mi atención se dirigió inmediatamente a las adolescentes, en brazos de los adultos. Parecían estar físicamente bien, aunque unos sanitarios llegados en ambulancia les curaban unas heridas en las piernas. Afortunadamente parecían rasguños sin importancia debidos a una caída. También había un par de guardiaciviles hablando con sendos paisanos, uno de los cuales sujetaba aún una escopeta entre sus manos; el otro un hacha. Sus manos seguían temblando.

Sin dejar de abrazar a la muchacha me dirigí hacia los agentes para comunicarles lo ocurrido arriba.

-Lupe, zagala, ¿estás bien? -preguntó uno de los guardiaciviles al vernos. Ella parecía que seguía en estado de shock.

Expliqué lo ocurrido arriba, al menos lo que sabía. Luego Lupe, por fin conocí su nombre, contó cómo salió corriendo detrás de Cordero, y parece que debido al ruido de abajo, quizá por el eco del disparo de la escopeta, cayeron unas piedras desde la ladera junto a la que transcurría el sendero en ese punto. Una de ellas golpeó al hombre en la cabeza mientras que otras le hicieron resbalar, cayendo por la ladera hacia el río.

Apenas quedaba una hora de luz, por lo que ya no podríamos subir con los agentes para que realizaran su informe del accidente en el mismo lugar de los hechos. Nos convocaron a todos al día siguiente por la mañana, temprano, para subir de nuevo al punto donde resbaló el opositor a notario y reconstruir los hechos. Como testigos del accidente deberíamos quedarnos en el hotel hasta que el juez llegara mañana y determinara el siguiente paso.

Por otro lado, con voluntarios del pueblo que se habían acercado atraídos por el jaleo, se organizaron sendas partidas de búsqueda, tanto del animal que atacó a las adolescentes y a la madre de una de ellas, como del cuerpo del infortunado Cordero. Al menos mientras las condiciones de luz lo permitieran.

Aunque los testigos presenciales del ataque aseguraron a los agentes que se trataba de un animal enorme, quizá un león escapado de algún circo, aseguraron, yo ayudé a los guardiaciviles a tranquilizar a los vecinos, prestos a difundir cualquier clase de rumor descabellado.

-No es un felino o cualquier otro animal que no conozcamos por estas sierras -intervine en el debate que se estaba abriendo-. Tranquilos, hace unos años también se creyó ver a una leona por las sierras del Maestrazgo, entre Teruel, Castellón y Tarragona, pero se trataba de un perro muy grande. Yo, que no he visto al animal y sólo lo he escuchado sé que no estoy condicionado por el miedo o las equivocaciones de mi vista. Desde allí arriba he escuchado claramente los aullidos de un cánido.

De todas formas, y para aplacar los ánimos, los agentes recogieron unas muestras de sangre del animal. El cazador, en el tiro que dio a la desesperada cuando el animal se abalanzaba sobre las mujeres, consiguió herirlo y hacer que huyera, dejando un débil rastro de sangre en el camino junto al río. Los sanitarios llevarían esa muestra hasta la capital para que la analizaran en los laboratorios de la Facultad de Biología y salir así de dudas.

Ya de noche en el hotel, rodeado de paredes y gente, y tras un baño hipnótico en la piscina contemplando las estrellas a través de los lucernarios, parecía que todo hubiera ocurrido mucho tiempo atrás. Acudí a la cena tranquilo y con la intención de conversar sobre el hecho con el propietario, puesto que era él quien normalmente solía hacer de guía en las excursiones, según me contó su hija. Durante el paseo, antes del incidente, nos explicó que su padre conocía cada rincón de la comarca como si fuera la palma de su mano: cada sendero, cada árbol especial, cada abrevadero de animales salvajes, por dónde merodeaban los jabalíes, dónde se escondían las cabras montesas... Tenía la curiosidad de saber su opinión, y de si mi hipótesis del perro grande podía ser acertada. Que los lobos se hubieran adentrado en aquellas sierras y atacado a la luz del día a un grupo de personas debería cambiar mucho la idea sobre la distribución y hábitos de esos animales. Era un fenómeno totalmente insólito.

Pero no fue posible. No le vi por ningún sitio y tampoco quise importunar a nadie en un momento como aquél, ni ir haciendo preguntas cuando las víctimas del ataque, también en el comedor, seguían aún afectadas. A quien sí vi fue a Lupe. Pero esa noche ya no desplegaba su actividad de mando, estaba en un rincón muda y pálida, casi ausente, sin prestar atención a lo que se desarrollaba en sus dominios. Una vez atendido por otro camarero, se dio cuenta de mi presencia y acudió a mi mesa. Vino a darme las gracias por haber tirado de ella ahí arriba en el monte, cuando se quedó petrificada.

Ése fue el primer momento en el que pude observarla con detenimiento, frente a frente, sin ser un voayeur indiscreto que la espiara desde su ignorancia. De melena larga y negra como una noche sin luna, recogida en una cola alta, destacaba una mecha gris, el mismo color de sus ojos. Su mirada era niebla turbia, hecha para desorientarte, para perderte en medio de una cara de frente despejada y proyectada hacia delante, como un desafío. Sin embargo su sonrisa amplia hacía las paces con el mundo, pero manteniendo un rictus que recordaba cierta agresividad, un punto de atención sobre hasta dónde podías llegar con ella. El pelo recogido mostraba generosamente el cuello, poderoso e incitador. Encima de la mesa, las manos acompañaban con el movimiento a su voz atenta, con un timbre dulce que nunca hubiera imaginado manchego. Eran manos y muñecas de aspecto fuerte, como el cuello, sin concesiones pero de una movilidad y una flexibilidad extrañamente gráciles y atractivas.

Mientras la observaba me costó seguir el hilo de su agradecimiento por haberla ayudado. Se había visto sola porque su padre tuvo que salir a atender unos asuntos a la capital y con el ataque y el posterior accidente, delante de sus propios ojos, se había quedado en blanco, paralizada ante el pensamiento de que sería incapaz de estar a la altura de las circunstancias. Y por eso daba tanto valor a mi gesto de tirar de ella y ayudarle a ponerse en marcha. Decía que evité que se quedara atrapada por el miedo.

-Tranquila, todos pasamos miedo -le respondí-, sólo que a ti te miró directamente a los ojos cuando Cordero tropezó y cayó.

Finalmente, y viendo que la conversación le ayudaba a animarse y a desvelar las brumas que le estaban rondando, terminé por invitarle a que se quedara a cenar conmigo y me contara cosas de la vida en aquel lugar y la gestión de un hotel. Le confesé que era uno de mis sueños ocultos: gestionar algún hotelito rural en un lugar apartado de las preocupaciones de la gran ciudad. Tras los postres, con los chupitos que pedimos para terminar de espantar al miedo, terminamos por reír y contar algún chiste, una vez que el resto de clientes se había marchado del salón y sólo quedaba el camarero recogiendo y limpiando. Al fondo de la niebla de sus ojos parecía divisarse algún claro, quizá sólo el brillo del alcohol.

Cuando el camarero advirtió a su jefa de la hora y pidió las órdenes para el desayuno del día siguiente, dimos por concluida la velada. Nos despedimos al pie de la escalera y me dirigí hacia mi habitación reflexionando sobre los recodos caprichosos de la vida. Una muerte en la montaña y un ataque de un animal salvaje en un rincón alejado de una comarca recóndita habían provocado que terminara cenando con la muchacha a la que había admirado durante la comida.

-¿Y qué me quedará por ver? -musité mientras abría la puerta de mi habitación.

La ventana estaba abierta, y con la brisa refrescante del fondo del cañón se colaban las incertidumbres y la oscuridad que venían desde el otro lado del río. Vencí el impulso de cerrar la puerta del balcón y me quedé a oscuras sobre la cama sin deshacer, escuchando los rumores que llegaban desde fuera. Apenas basta un minuto para habituar al oído a los rumores del bosque. Por encima del fragor del río se escuchaban los grillos, algún mochuelo, incluso un cuco, las copas de los árboles protestando por el balanceo al que las somete el viento; y dentro del hotel los crujidos clásicos de cualquier edificio en el silencio de la noche.

Con los ojos abiertos, fijos en las sombras que las aspas del ventilador arrojaban sobre el techo, estaba intentando decidir el efecto del alcohol sobre mi entendimiento, cuando un ruido distinto captó mi atención. Parecían pasos amortiguados por la moqueta del pasillo, ¿o quizás ecos lejanos de ramas partiéndose ahí fuera? Era incapaz de distinguirlos. Contuve la respiración para escuchar con más claridad. El movimiento de la cortina hacía bailar las sombras en el techo, y unos golpes suaves, tres, sonaron en mi puerta. El corazón me dio un brinco. No sabía si me estaba durmiendo y lo había soñado o si por el contrario alguien llamaba. Me levanté de un brinco, como si un estado felino se hubiera hecho dueño de mis acciones, y caminé de puntillas hacia la puerta. Con todo el sigilo posible abrí la mirilla. Allí estaba su mirada. Brillaba en la oscuridad, y tuve la extraña certeza de que sabía que yo estaba observando desde dentro, y que había sabido de mi vigilancia desde el primer momento en que la vi al mediodía. Abrí la puerta.

-Hola Lupe.

Entró sin responder, pasando a mi lado como una sombra y dirigiéndose a la ventana. La seguí y me senté en la cama, detrás de ella. Tras la silueta de su pelo recogida en una cola alta, y recortada sobre la colina que había al otro lado, fue descubriéndose la luna llena. Esperó paciente a que saliera por completo, en silencio, asimilando los sonidos del exterior; parecía que acechaba. Una vez que la luna brilló en toda su circunferencia, se sentó a mi lado y me abrazó. Lo demás vino solo. Y realmente no sé cómo ocurrió.

La tenía encima, a un lado o a otro, rodeándome, presa de una excitación y un ansia casi salvaje. Los gemidos que se escapaban de su garganta cuando comenzó a cabalgarme, el olor especial que desprendía su piel al comenzar a sudar, el brillo de sus ojos nublados... Me hicieron rememorar cosas antiguas, lugares y miedos olvidados, éxtasis que se habían perdido con las primeras generaciones que aprendieron a escribir dejando de lado a la memoria. Había cierto énfasis ancestral en la forma en que me poseyó, mandando sobre mí, controlándome por completo, restregando su cuerpo y su sexo por el mío, marcándome de tal manera que parecía resarcirse de cuando por la tarde había tomado yo la iniciativa al bajar de la montaña. Supe que necesitaba volver a poner las cosas en su sitio.

Después, tal y como entró se fue, sin decir nada, una vez que la luna quedó oculta por unas nubes de tormenta. Cuando cerró la puerta sonaron los primeros truenos. Relámpagos que iluminaban el cielo y que descargaban su furia sobre el valle de al lado, detrás de la montaña.

Me dormí con la placidez que sigue al sexo, a pesar de la tormenta, pero el sueño fue de todo menos tranquilo. Soñé con sus ojos vigilándome, ojos que se convertían en dos llamaradas amenazantes tras las ventanas, en rayos que corrían entre los pinos del bosque, persiguiéndome en una carrera hacia la oscuridad. Soñaba que quería huir de esos ojos que me espiaban, que corría, pero los rayos se convertían en una extraña figura humana, algo parecido a un hombre que cojeaba y me sojuzgaba desde el interior del bosque. Y volvía a escuchar gritos de gente que huía asustada, y a continuación el opositor a notario aparecía en el río, peleando con la figura cojeante, pero yo no podía hacer nada, me encontraba atrapado por los ojos grises y relampagueantes de Lupe.

Tras esa noche agitada, llena de sueños que no me dejaron descansar, me levanté hecho polvo y tarde, con el tiempo justo para vestirme y salir corriendo hacia el punto de encuentro con el resto de participantes del incidente del día anterior, el juez de guardia y los agentes de la Guardia Civil. Éstos dijeron que los trabajos de búsqueda del cuerpo de Antonio Cordero habían continuado con el alba, y que aún no había resultados.

Lupe estaba con su padre, apartada de los demás. No me dirigió la mirada, ni yo creí oportuno acercarme a ella dadas las circunstancias. El dueño del hotel sí me miró, me atravesó con sus ojos. Ya no parecía el hombre flacucho del día anterior, quizá el hecho de no saber cómo actuar por lo que hice con su hija unas horas antes, más bien lo que su hija me hizo, le daba otra dimensión ante mis ojos, convirtiéndolo en un temible guardián de la virtud de su heredera: prejuicios y losas de años de judeocristianismo. El caso es que no me sentí tranquilo hasta que el hombre, tras despedirse amigablemente de los agentes y del juez, se subió con cierta dificultad en su vieja C-15 y se fue por la carretera en sentido contrario al pueblo.

La subida por el sendero fue un tanto penosa, todo el mundo en silencio, intentando guardar hasta el momento preciso los recuerdos de lo ocurrido doce horas antes. Lupe iba escoltada por los dos guardias; por la conversación que mantenían pude deducir que eran amigos de la familia, algo normal en un pueblo pequeño. Parecía que el padre había dado instrucciones precisas para que los agentes se encargaran de su pequeña.

Yo, cansado y somnoliento, me limité a responder y colaborar con el juez en todo lo que me requirió, esperando que aquello acabara cuanto antes. Revivir lo del día anterior y el recuerdo de los sueños que tuve durante la noche me estaba dejando muy mal cuerpo, despertando unas sensaciones extrañas entre la excitación de la alerta y el aletargamiento del miedo. Estaba tan cansado y confuso que no recordaba exactamente el orden en que ocurrieron los acontecimientos, incluso llegamos a tener alguna incoherencia al describir el orden exacto en el que ocurrieron los mismos. Pero qué más daba, gritos, disparo, rugidos... Todo había sucedido prácticamente al mismo tiempo, y yo quería irme de allí.

Afortunadamente las malas noticias se produjeron cuando regresamos. El cuerpo había aparecido un kilómetro río abajo en la ribera, oculto y desfigurado entre el cañaveral de la orilla. Un animal se había ensañado con el cadáver durante la noche devorando parte del cuerpo. Nos trajeron algunas prendas para confirmar que eran las del infortunado opositor a notario que cayó por el barranco el día anterior. Nos dijeron que lo demás lo comprobarían mediante el análisis del ADN, y que sería mejor ahorrarnos la visión espeluznante que los miembros del equipo de rescate habían tenido que descubrir.

Eso fue la gota que colmó el vaso. Decidí salir de allí lo antes posible y olvidar todo lo ocurrido en aquel lugar al que pretendía no volver nunca a pesar del recuerdo de Lupe. Así que sin cambiarme ni darme siquiera una ducha, hice el equipaje, me subí a la moto y me dispuse a escapar. Sin embargo los guardiaciviles me advirtieron de que la tormenta de la noche anterior había producido un desprendimiento de una ladera sobre la carretera en el puerto de acceso al siguiente valle. Ante la desesperación que vieron en mi cara, me indicaron otra ruta de montaña, casi cincuenta kilómetros más larga pero que discurría por el antiguo camino para salir del valle, por un lugar de orografía más fácil por en medio del bosque.

No lo dudé. Me fui siguiendo sus indicaciones por un camino mal asfaltado que ascendía lentamente por las faldas más suaves de la sierra bajo un túnel de árboles. El ruido del motor y el aire fresco de la mañana me ayudaron a ahuyentar los temores y las angustias de las horas previas. Prácticamente lo había olvidado todo e iba pensando en mi siguiente destino y en el tiempo extra que tardaría en llegar debido al rodeo que estaba dando. Esta amnesia se difuminó fácilmente cuando descubrí a un lado de la carretera la furgoneta del dueño del hotel.

La puerta del conductor estaba abierta y el motor en marcha. Reduje la velocidad e intenté descubrir entre los árboles la silueta del hombre. Supuse que habría parado a orinar, pero un sentimiento de alerta me prevenía de que quizá podría haberle pasado otra cosa. Casi detuve la moto al pasar junto al vehículo, y entonces un animal rugió por encima del sonido de los motores. De detrás de la furgoneta salió un lobo enorme de ojos grises y pelo negro. Nunca imaginé un lobo negro, pero aquél sin duda lo era. Mucho.

Su mirada, su mandíbula repleta de dientes bajo unas encías rojas, me paralizaron sólo con su contemplación. El animal se movió lentamente hacia mí. Cojeaba tal y como había dicho el cazador del animal al que disparó el día anterior, pero yo estaba hipnotizado, me sería imposible escapar de él. Era incapaz de girar la muñeca derecha, dar gas a la moto y salir de aquella trampa. Me cortó el camino y me miró con ojos penetrantes. Tuve la paranoia de que aquel animal formidable y terrible se asomaba dentro de mí y de mis miedos, y no podía hacer nada por evitarlo.

Se acercó lentamente, cesando en sus rugidos cuando quedó a un palmo, sin dejar de mirarme. Quería gritar, espantarlo, incluso echarme encima de él para expulsarlo de allí, pero no podía, sus ojos me decían algo. Él se limitó a husmear el aire hasta acercar su hocico a mis piernas, a reconocerme, a saber quién era yo. Me dio un par de pasadas oliendo mis ropas y mi piel.

Un escalofrío me recorrió varias veces el cuerpo al descubrir un guiño de inteligencia en el animal. Sin dejar de enseñarme los dientes se apartó y me dejó el paso franco. Luego con un rugido me sacó del trance hipnótico en el que había caído, casi me empujó a que me fuera.

No miré por el retrovisor, sólo di gas al puño de la Vespa y salí del valle convencido de que mi vida no pasaba por volver a aquel lugar. Me llevé la mano izquierda a la cara bajo la visera del casco, para pellizcarme y estar seguro de que seguía vivo. Quería gritar para confirmarlo, para aliviar la tensión, pero no pude hacerlo cuando, con los dedos frente a la nariz, noté que mi cuerpo entero seguía impregnado de su olor.