miércoles, 13 de noviembre de 2013

LOS VIAJES ANTERIORES



El primero fue hacia arriba, muy alto, altísimo, tanto que me dio la impresión de que dejaba a las estrellas debajo de mí, como si me saliera del recipiente finito en el que imaginamos nuestro Universo infinito. Tuve la certeza de tener ante mis ojos la Verdad más absoluta. Y eso me desconcertó. Tanto que un vértigo violento vino a envolverme cruel.

Mareado por las alturas, dejé que ese vértigo tirara de mí hacia abajo, descendiendo en un vuelo picado de halcón milenario que no teme ni al viento ni a la antimateria primigenia en la cara. El pequeño punto azul que nos alberga brilló allá abajo y corrió hacia mí, acercando desierto y oasis a mis ojos. Aquéllos dejaron de ser manchas lejanas para convertirse a una velocidad preocupante en los miles de azulejos del Registán de Samarcanda.



Luego, en silencio, me estiré estáticamente hacia delante y hacia atrás. Quedé sentado en un rincón de la plaza, protegido del sol por un gorro tártaro. Allí, escondido de las miradas curiosas entre la multitud, vi pasar al croata Marco Polo, discutiendo con su tío sobre los precios de sus mercaderías; descubrí al madrileño Ruy González de Clavijo rehusando el vino que yo acepté tiempo después; tragué el polvo que levantaban en el camino las tropas del emir, atravesando la ciudad camino de los puestos imperiales rusos más allá del río Amu Daria; contemplé la imprudencia de los soviéticos al abrir la tumba del gran Tamerlán desafiando así la profecía de su sepulcro: «Aquel que abra esta tumba se enfrentará a un enemigo más cruel que yo», justo antes de que Hitler se volviera contra Stalin...

Entonces una corriente de aire inoportuna me enfrió y estornudé; y volví al tranquilo quiosco barecillo, junto a la plaza del Registán. Mi copa de vino aún estaba a mitad, y el camarero me sonreía impenetrable con una botella de vodka en la mano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario