Invierno, 7:30 de la mañana.
Parado de pie, resistiendo al frío en un semáforo de una gran
avenida de Madrid. A 671 m por encima del nivel del mar, a 305
kilómetros del punto costero más cercano (precisamente el lugar
donde meses atrás yo tenía un huerto).
El cielo que asoma delante de mí
entre los edificios aún está oscuro. Hace meses que salgo de casa
de noche, llego al trabajo de noche y vuelvo a salir de la oficina
cuando hace rato que el sol se ha escondido.
Sin embargo esta mañana, parado
delante de ese semáforo, tan lejos del mar, no sé por qué motivo
me he dado la vuelta y he mirado hacia el Este. He visto entonces que
el cielo clareaba, que el alba estaba ya bastante adelantada allí a
mis espaldas. Y me he acordado en ese momento de que durante casi
toda mi vida, tanto por la mañana como por la tarde, he caminado con
el sol de frente.
Siendo niño iba al colegio
desde el barrio de Carrús de Elche hacia más allá del Parque
Municipal, al Luis Cernuda, viendo el sol saliendo entre las
palmeras, y cuando regresaba a casa por la tarde lo volvía a ver
delante de mí, enrojeciendo el cielo cuando se escondía tras la
sierra de Crevillente.
Llegaron los años de
universidad y trabajo en Valencia, y ocurrió lo mismo. Por las
mañanas enfilaba por la calle Doctor Zaragozá, la del tranvía a la
Malvarrosa, hacia la playa, para ver el amanecer en ese paisaje donde
lo urbano se mezcla con la huerta, donde el olor del mar y del campo
aplastan al de la ciudad. Mientras que por las tardes regresaba
el oeste, a terminar el día hacia el mismo lugar donde el sol
concluía el suyo.
Nunca fui consciente de eso
hasta esa mañana parado en un semáforo de la calle Serrano de
Madrid, donde he caído en la cuenta de que aquí hago al contrario,
recorriendo sentidos inversos de los que he caminado casi toda mi
vida.
Y he pensado en el BlueMonday. Una fecha fatídica, el
día más deprimente del año según la web mentalhealth. Suele ser a
finales de enero, es decir, hace poco que lo hemos pasado, y aunque
ya estamos en febrero, mes que en Valencia ya promete los olores
preprimaverales de Fallas
y que en Elche tengo asociado a las tardes de vientos recalentados de
poniente que anuncian que el simulacro de invierno del sureste ha
terminado; aquí en Madrid parece alargarse interminablemente hasta
el famoso 40 de mayo (al menos así ocurrió el año pasado).
Y
entonces me parece que siempre llueve y siempre hace frío, pero que
cuando llegue el calor mesetario el mar no estará aquí al lado para
refrescarme con su brisa nocturna. Y mi cerebro se reirá de mí
cuando, subiendo por María de Molina y avenida de América, me
traiga al recuerdo ese momento mágico en el que por primera vez
divisaba la playa de Arenales del Sol desde el Renault 9 de mis
padres. Era en la avenida de Menorca, que sube a lo alto de la duna.
Sabías que allí al otro lado estaba el horizonte azul del mar, pero
el cambio de rasante no te lo permitía ver hasta que coronabas la
calle y de repente allí aparecía la playa, allí abajo, al final
del asfalto: la arena y las olas.
Mil veces bajaré por esa calle y mil veces me emocionaré cuando aparece la playa.
Han
sido tantísimas tardes con esa secuencia de imágenes grabándose en
mi mente durante la niñez, que mi cerebro traicionero me las trae las
jornadas soleadas en las que aún es de día cuando subo por avenida de América, y el cambio de rasante del asfalto se recorta contra el
cielo. Y además, para más inri, me hace recordar el olor de la
brisa marina y la luz difuminada en la bruma que desde la playa
avanzaba por la huerta norte de Valencia hacia ese camino que yo
recorrí durante 17 años todos los días.
Allí me di cuenta de que me no me importaría que mi vida fuera como un cuadro de Sorolla.
Allí detrás no está la playa...
Y en esos momentos recuerdo las tardes del verano del 94 en Santa Pola, cuando aquella muchacha de pelo largo y rizado se cansaba de estar tumbada y se quedaba durante minutos quieta en la orilla, con el agua hasta los tobillos, bikini azul y pareo marrón, de espaldas a nosotros mirando a la bahía. Lo hacía todos los días regularmente. Recuerdo que con mis amigos Dani y Álex le pusimos el mote de Mirando al mar.
Será
que me estoy integrando con el sentir madrileño, que cada vez que
hay ocasión intentan escapar fuera de esta ciudad hacia el mar.
¿Cómo pretenden que no quiera volver al mar si durante 35 años he visto
cómo los madrileños atascaban las carreteras que venían a los
lugares donde yo he vivido?
Al mar!
El sol y el mar... Algo tienen, y ese algo sin duda no está en los largos inviernos del interior.
Cuanta nostalgia se desprende de un texto tan pequeño. Tenemos visiones tan distintas de la playa y del sol, y aún así, coinciden en muchos puntos. Será cosa de la vastedad del océano.
ResponderEliminarMe has emocionado, Reche. Se te da bien.
A veces es necesario emocionarse uno mismo para producir emoción. Y las distancias a lo que uno quiere son buenos catalizadores de esos sentimientos.
ResponderEliminarMuchas gracias.