En estas noches
de ola de calor sin ventilación bajo la que refugiarme, me ha venido a la mente
este relato que escribí hace mucho tiempo, como capítulo de un proyecto más
largo que quizá algún día termine: La
taza del comodoro.
En
una de esas tardes estériles en las que el Cuartel de Intendencia roncaba la
somnolencia de la siesta, cuando el comodoro Vitari solía preguntarse la
necesidad de su permanencia en el despacho, fue cuando llegó el arquitecto don
Salvador Ciric. Lo recordaba perfectamente porque lo que menos le preocupó fue
el cometido que había traído a aquel técnico de la capital hasta el alejado
puesto que comandaba. La preocupación del comodoro cuando el arquitecto le
entregó la carta de presentación, en la que se le ordenaba alojarlo en su
residencia hasta que se le encontrara acomodo en una ubicación más apropiada a
la función que desempeñaría, fue la brisa nocturna.
El
comodoro, más adelante, en una de esas largas charlas que mantendrían las
veladas de los sábados lo confesaría a su nuevo amigo, apenas hizo caso a la
declaración de intenciones con la que el recién llegado arquitecto se presentó
ante el militar al mando. Su preocupación fue el camino que recorría la brisa
nocturna por las estancias de su residencia. Habían sido demasiados los meses que
el comodoro Vitari empleó en investigar, noche tras noche, obcecadamente en su
sistema de prueba-error, cómo se desplazaba el viento por el interior de la
residencia anexa al Cuartel de Intendencia que, tras años de abandono, él
recuperó.
Se
trataba de un casón muy antiguo, quizá núcleo primigenio del acuartelamiento, que
según los más viejos del pueblo, y siempre refiriéndose a los relatos de sus
abuelos, había sido fortín, posada, pensión, prostíbulo y hasta iglesia, dependiendo
las necesidades concretas del periodo de desarrollo en el que se encontrara el
asentamiento, en las primeras décadas del mismo. Algunos decían que fue
construido poco a poco, ampliándose según las insuficiencias que se iban
detectando en los usos, hasta que finalmente su última ampliación fue el
Cuartel de Intendencia, diseñado de forma independiente al casón, que quedó
como residencia anexa y olvidada del cuartel que lo ampliaba. Esa improvisación
en su crecimiento dio lugar a un extraño laberinto de estancias, pasillos,
puertas tapiadas, recorridos circulares y ventanas sin sentido que fascinaron
al niño Vitari cuando, junto con sus compañeros de juego, exploró por primera
vez el edificio. Desafortunadamente fueron descubiertos en la segunda aventura
y la muchachada del pueblo se vio privada de aquel magnífico escenario para
parte de sus correrías. Aún así, Vitari conservó el recuerdo de la exploración
del casón como un lugar mítico de su niñez, recuerdo que le empujó a
recuperarlo cuando alcanzó el cargo de comodoro y convertirlo en residencia
permanente del comandante de la plaza.
Al
ordenar el acondicionamiento de su nueva residencia, el comodoro no había
contado con el efecto que tantas remodelaciones sin planificar, a fuerza de
necesidad, habían creado en el edificio. Éste no seguía ninguna lógica
constructiva, ni de la arquitectura local ni de los modos importados desde
otras regiones. Por tanto, esperar que la misma fuera habitable en las
condiciones climáticas del entorno era una utopía. El comodoro Vitari lo supo
la primera noche, cuando descubrió que el calor sofocante y la humedad que
lanzaba la marisma no eran atenuadas por la brisa nocturna que tanto bien hacía
a los habitantes del lugar. Se lanzó a abrir ventanas y puertas, a subir
persianas, atrancar ventanucos innecesarios, pero la brisa no acudía a su
cámara. La descubrió correr por otras estancias, pero era indómita,
resistiéndose a circular por las aberturas de las ventanas y puertas que el
comodoro quería. El punto de partida parecía estar claro: abrir su ventana.
Pero ya no era tan fácil saber cuál de las dos puertas que daban a su cámara
debía abrir. Es más, cuando tras noches de vigilia en pos del soplo refrescante
descubrió el ilógico proceder del viento, fue consciente que ni siquiera abrir
su ventana podría ser la salida de la ecuación en la que estaba inmerso, puesto
que las dos puertas de su habitación comunicaban con sendas piezas que también
contaban con ventanas que, tras el segundo mes de intentos, descubrió que
debían estar abiertas de par en par, con sendas puertas igualmente francas y
manteniendo la ventana de su habitación cerrada para que la corriente
atravesara la estancia. Pero esto ocurría después de obligar a la brisa
caprichosa a circular desde la abertura superior del hogar, lo que le confería
de un aroma inconfundible, en la cocina, hacia la alacena, que por un ventanuco
se comunicaba con un cuarto de uso desconocido para seguir por el corredor del
piso inferior, subir por las escaleras, atravesar el vestíbulo de la segunda
planta hacia la antecámara de invitados y de ahí al vestidor, que comunicaba
con otro pasillo, del que giraba sin razón alguna hacia su antecámara, que era
cruzada por la corriente buscando la ventana abierta del vestidor. El resto de
puertas y ventanas debían estar cerradas a excepción de la que comunicaba con
una pequeña salita sin ventilación conocida, lo cual suponía un misterio que el
comodoro tardó dos semanas en conocer, y por un error, de su existencia. La
búsqueda de una explicación a la necesidad de esa puerta abierta en la salita
sin otra salida, fue algo que desistió de encontrar.
De
esta manera, el comodoro dormía con su ventana cerrada, y los rumores de la
plaza y del río le llegaban amortiguados a través de las contraventanas y las
estancias contiguas. Pero por fin dormía fresco. Hasta la semana durante la que
el arquitecto Ciric se alojó en la residencia anexa, en la habitación para
invitados, periodo durante el que el intruso gozaba de la recirculación del
aire en su propia cámara sin necesidad de puertas; mientras que el comodoro
deambulaba en silencio por el casón buscando una nueva corriente que sofocara
su calor.
En
esta ocasión, y así se lo explicaba aliviado a don Salvador Ciric, la recién
llegada al pueblo era una mujer, y para su fortuna el decoro impedía que fuera
él su anfitrión. De esta forma, gozaría de las puertas y ventanas abiertas de
la manera conveniente, sin tener que preocuparse por la privacidad de otros
ocupantes inesperados.
De
todos modos, y muy a su pesar, ni siquiera la brisa nocturna conseguiría
liberarle de las muchas noches de insomnio que el futuro predicho por la vieja
Encarnación a propósito de las nuevas habitantes, Anabel Santángel y su hija
Luna, traerían a su vida.
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