martes, 30 de junio de 2015

LA TAZA DEL COMODORO (O la brisa nocturna)

En estas noches de ola de calor sin ventilación bajo la que refugiarme, me ha venido a la mente este relato que escribí hace mucho tiempo, como capítulo de un proyecto más largo que quizá algún día termine: La taza del comodoro.

En una de esas tardes estériles en las que el Cuartel de Intendencia roncaba la somnolencia de la siesta, cuando el comodoro Vitari solía preguntarse la necesidad de su permanencia en el despacho, fue cuando llegó el arquitecto don Salvador Ciric. Lo recordaba perfectamente porque lo que menos le preocupó fue el cometido que había traído a aquel técnico de la capital hasta el alejado puesto que comandaba. La preocupación del comodoro cuando el arquitecto le entregó la carta de presentación, en la que se le ordenaba alojarlo en su residencia hasta que se le encontrara acomodo en una ubicación más apropiada a la función que desempeñaría, fue la brisa nocturna.

El comodoro, más adelante, en una de esas largas charlas que mantendrían las veladas de los sábados lo confesaría a su nuevo amigo, apenas hizo caso a la declaración de intenciones con la que el recién llegado arquitecto se presentó ante el militar al mando. Su preocupación fue el camino que recorría la brisa nocturna por las estancias de su residencia. Habían sido demasiados los meses que el comodoro Vitari empleó en investigar, noche tras noche, obcecadamente en su sistema de prueba-error, cómo se desplazaba el viento por el interior de la residencia anexa al Cuartel de Intendencia que, tras años de abandono, él recuperó.

Se trataba de un casón muy antiguo, quizá núcleo primigenio del acuartelamiento, que según los más viejos del pueblo, y siempre refiriéndose a los relatos de sus abuelos, había sido fortín, posada, pensión, prostíbulo y hasta iglesia, dependiendo las necesidades concretas del periodo de desarrollo en el que se encontrara el asentamiento, en las primeras décadas del mismo. Algunos decían que fue construido poco a poco, ampliándose según las insuficiencias que se iban detectando en los usos, hasta que finalmente su última ampliación fue el Cuartel de Intendencia, diseñado de forma independiente al casón, que quedó como residencia anexa y olvidada del cuartel que lo ampliaba. Esa improvisación en su crecimiento dio lugar a un extraño laberinto de estancias, pasillos, puertas tapiadas, recorridos circulares y ventanas sin sentido que fascinaron al niño Vitari cuando, junto con sus compañeros de juego, exploró por primera vez el edificio. Desafortunadamente fueron descubiertos en la segunda aventura y la muchachada del pueblo se vio privada de aquel magnífico escenario para parte de sus correrías. Aún así, Vitari conservó el recuerdo de la exploración del casón como un lugar mítico de su niñez, recuerdo que le empujó a recuperarlo cuando alcanzó el cargo de comodoro y convertirlo en residencia permanente del comandante de la plaza.

Al ordenar el acondicionamiento de su nueva residencia, el comodoro no había contado con el efecto que tantas remodelaciones sin planificar, a fuerza de necesidad, habían creado en el edificio. Éste no seguía ninguna lógica constructiva, ni de la arquitectura local ni de los modos importados desde otras regiones. Por tanto, esperar que la misma fuera habitable en las condiciones climáticas del entorno era una utopía. El comodoro Vitari lo supo la primera noche, cuando descubrió que el calor sofocante y la humedad que lanzaba la marisma no eran atenuadas por la brisa nocturna que tanto bien hacía a los habitantes del lugar. Se lanzó a abrir ventanas y puertas, a subir persianas, atrancar ventanucos innecesarios, pero la brisa no acudía a su cámara. La descubrió correr por otras estancias, pero era indómita, resistiéndose a circular por las aberturas de las ventanas y puertas que el comodoro quería. El punto de partida parecía estar claro: abrir su ventana. Pero ya no era tan fácil saber cuál de las dos puertas que daban a su cámara debía abrir. Es más, cuando tras noches de vigilia en pos del soplo refrescante descubrió el ilógico proceder del viento, fue consciente que ni siquiera abrir su ventana podría ser la salida de la ecuación en la que estaba inmerso, puesto que las dos puertas de su habitación comunicaban con sendas piezas que también contaban con ventanas que, tras el segundo mes de intentos, descubrió que debían estar abiertas de par en par, con sendas puertas igualmente francas y manteniendo la ventana de su habitación cerrada para que la corriente atravesara la estancia. Pero esto ocurría después de obligar a la brisa caprichosa a circular desde la abertura superior del hogar, lo que le confería de un aroma inconfundible, en la cocina, hacia la alacena, que por un ventanuco se comunicaba con un cuarto de uso desconocido para seguir por el corredor del piso inferior, subir por las escaleras, atravesar el vestíbulo de la segunda planta hacia la antecámara de invitados y de ahí al vestidor, que comunicaba con otro pasillo, del que giraba sin razón alguna hacia su antecámara, que era cruzada por la corriente buscando la ventana abierta del vestidor. El resto de puertas y ventanas debían estar cerradas a excepción de la que comunicaba con una pequeña salita sin ventilación conocida, lo cual suponía un misterio que el comodoro tardó dos semanas en conocer, y por un error, de su existencia. La búsqueda de una explicación a la necesidad de esa puerta abierta en la salita sin otra salida, fue algo que desistió de encontrar.

De esta manera, el comodoro dormía con su ventana cerrada, y los rumores de la plaza y del río le llegaban amortiguados a través de las contraventanas y las estancias contiguas. Pero por fin dormía fresco. Hasta la semana durante la que el arquitecto Ciric se alojó en la residencia anexa, en la habitación para invitados, periodo durante el que el intruso gozaba de la recirculación del aire en su propia cámara sin necesidad de puertas; mientras que el comodoro deambulaba en silencio por el casón buscando una nueva corriente que sofocara su calor.

En esta ocasión, y así se lo explicaba aliviado a don Salvador Ciric, la recién llegada al pueblo era una mujer, y para su fortuna el decoro impedía que fuera él su anfitrión. De esta forma, gozaría de las puertas y ventanas abiertas de la manera conveniente, sin tener que preocuparse por la privacidad de otros ocupantes inesperados.

De todos modos, y muy a su pesar, ni siquiera la brisa nocturna conseguiría liberarle de las muchas noches de insomnio que el futuro predicho por la vieja Encarnación a propósito de las nuevas habitantes, Anabel Santángel y su hija Luna, traerían a su vida.

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