Todos los creadores van dejando
pistas, conscientes e inconscientes, de lo que son en su obra. Escribir, ya sea
prosa, poesía o letras de música, es la forma de las artes más transparente de
desnudarse frente al receptor de tu mensaje, dando por supuesto que la creación
artística, su ejecución más allá de la idea bullente en la cabeza de su dueño
para que otros la puedan recibir, es una necesidad que todo creador se ve
empujado a realizar por su ego (independientemente de los distintos grados de
timidez).
Por ello he de agradecer a mi
amigo trasatlántico Pablo Martínez Burkett, con quien nunca he tratado en vivo
a pesar de intercambiar lecturas y escritos desde hace ya nueve años gracias al
milagro de internet, el ejercicio de
nudismo que ha realizado en su segunda colección de relatos: Los ojos de la divinidad.
Acabo de terminar de leer este
conjunto de catorce historias y tengo la convicción de que conozco mucho más a
fondo a su autor, y me gustaría estar ahora mismo allá en Buenos Aires,
disfrutando de su hospitalidad y de la primavera austral, para tratar de
aprehender toda su sapiencia y su capacidad a la hora de crear historias que
van más allá de lo cotidiano.
Pablo Martínez Burkett es un
destacado profesional en su campo (el Derecho) en Argentina y posee un amplio
conocimiento en una variada gama de materias; y leyendo su arte literario tengo
el convencimiento de que ha trabajado duro para conseguir todo el bagaje que
tiene. Si a la hora de desarrollar la profesión que le da de comer pone el empeño
con que escribe, donde no da puntada sin hilo, con un lenguaje adornado y en
ocasiones barroco pero fluido como un vals, a veces melancólico como un blues,
y otras tantas canalla y gustoso de sí mismo como un tango; digo que si ejerce
con esa precisión, es sin duda uno de los abogados mejor preparados del Cono
Sur.
Sí, en serio, es un prestigioso abogado, además de reputado estudiosos, amante esposo y enamorado padre.
Los relatos de Pablo son elaborados,
nos muestran a personajes cultos, conscientes hasta la última consecuencia de
sí mismos y sus circunstancias; fatalistas, detectores eficientes de la belleza
entre la furia del día a día, estoicos y con el necesario punto de complacencia
hedonista si la circunstancia así lo requiere. Las historias en las que estos
personajes se ven envueltos nos muestran las preocupaciones de su autor, sus
miedos, pero también sus deseos; el amigo que quiere ser, el padre que es y el
amante que ha sido, entre otras cosas.
Sin duda ha disfrutado y ha
sufrido a partes iguales pariendo estas historias, de temática más amplia que
su primera colección (Forjador depenumbras) y donde el tono sombrío se diluye en nuevas disquisiciones no
menos atormentadas en algunos casos (aunque se trate del niñero a regañadientes
que se encariña del pequeño Baltasar).
Pablo Martínez Burkett, en Los ojos de la divinidad ha preparado
despedidas de amigos, inventado cuentos a niños, se ha enamorado como un adolescente
a la edad de peinar canas, ha comprendido la vacuidad de la guerra, ha sido un
héroe, se ha sentido viejo, nos ha contado la melancolía que te envuelve cuando
haces repaso de las vidas cruzadas de los amantes que no pueden ser; y se ha
puesto en el papel del hombre que han esperado que fuera.
He escuchado a su amiga la Trini
hablando con su acento porteño, sabiendo que yo también consentiría sus
desvaríos; he visto a la muchacha de falda hippie y peinado a lo garçon bailando los acordes del No woman no cry, me he sentido fascinado
por los ojos hirientes de Noor-al-Ein y el acento granaíno de Amparo; me he imaginado llorando la marcha de un amigo
de tertulia, flotando en un río de las selvas africanas, recapacitando sobre
los años que hace que canto esa canción que me hace tan viejo; y reconociendo
que «todo enamoramiento en una mujer dedicada a seducir con éxito, será siempre
una abdicación».
En definitiva, he disfrutado con
las perlas que Pablo Martínez Burkett nos ha ido dejando a lo largo de estos
catorce relatos; pequeñas joyas engarzadas con la profesionalidad de un joyero
paciente que no tiene prisa y sí amor por su trabajo, adornadas con su lenguaje
exigente pero que compensa una vez que aprendes a navegar en su prosa
envolvente.
Los ojos de la divinidad es un regalo que nos hace su autor en
forma de herida en la propia consciencia. Herida necesaria para, no sólo
conocer más a Pablo, como dije al principio, sino para reflexionar sobre uno
mismo conforme se avanza en la lectura de sus historias.
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