martes, 22 de noviembre de 2016

Crítica de cine: QUE DIOS NOS PERDONE


Los monstruos que llevamos dentro a veces no nos hacen tan diferentes de los monstruos que aparecen en la crónica de sucesos de la prensa, de ésos que cuando sabemos de sus crímenes o barbaridades nos hacen preguntarnos en voz baja: «¿cómo puede haber gente así?».

Es posible que lo único de nos distingue de ese monstruo que, según los vecinos, «siempre saludaba en el portal» sea la, a veces muy delgada, barrera de la empatía con el prójimo, esa ventaja evolutiva que nos diferencia de otros animales sociales; y que mientras más avanzamos hacia un mundo individualista en el que lo comunitario pierde valor en el mercado (des)social de la oferta y la demanda, más se va diluyendo en el día a día de la supervivencia y el sálvese quien pueda.


En Que Dios nos perdone tenemos a dos policías del departamento de homicidios  y muy poco empáticos buscando a ese monstruo, un posible asesino en serie y violador de ancianas en un Madrid caluroso, correoso y agitado con la confluencia de mareas sociales que chocan entre sí. Pero durante la investigación policial los protagonistas no sólo van a encontrar a ese monstruo, sino que también lidiarán con el que ellos llevan dentro, que en ocasiones llega a escapar con una facilidad preocupante.

Antonio de la Torre vuelve a estar sembrado interpretando a un personaje atormentado, con terribles borrascas interiores, y esta vez además tartamudo, sumando a su discapacidad social otro problema palpable al exterior que sirve para que el director Rodrigo Sorogoyen nos muestre las auténticas discapacidades o virtudes empáticas de quienes le rodean. Uno de ellos es su compañero Roberto Álamo, que encarna con una facilidad pasmosa a un personaje que nos puede resultar terriblemente familiar, un broncas violento y excesivo que en su necesaria demostración de su posición dominante sepulta el resto de aspectos personales, para desgracia de quienes le rodean (familia, compañeros, amigos…).

Rodrigo Sorogoyen recorre esta vez un Madrid diurno, asfixiante, ruidoso, cercano y decadente, a diferencia del retrato más frío de la ciudad que nos enseñó en su anterior e intimista Stockholm. Y nos lo enseña con gran parte de su circunstancia social, con personajes verídicos orbitando creíbles alrededor de los protagonistas, vibrando al ritmo de la investigación y de la lucha de ambos contra ellos mismos, y tratando de sobrevivir a pesar de, también, ellos mismos.



De aquella película recupera a Javier Pereira, convertido en otro tipo de depredador muy diferente al que interpretaba allí, con bastante más empaque que aquel personaje.

Desde el punto de vista de la trama policial, se me quedó coja la forma en que se va cerrando, quizá porque estaba esperando un alarde digno de Sherlock Holmes, cuando realmente la vida se parece más a lo que nos narra Sorogoyen: casualidades, casos cerrados en falso que se diluyen, hipocresía y villanos en todos los niveles.


Lo importante es, en todo caso, tener controlados a los monstruos.

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