jueves, 13 de julio de 2017

UN HUERTO EN LAS MONTAÑAS

Me desperté cuando el primer rayo de sol que asomó tras la duna me abofeteó en la cara. El crujido de la arena entre los dientes retumbó en mi cabeza, como si fuera mi propia existencia desmoronándose bajo el peso de la resaca. Así que antes de abrir los ojos recité mis maldiciones matutinas, a modo de mantra reconfortante que me recordara el tipo de persona que era; y cuando creí estar en condiciones me enfrenté al cielo limpio y generosamente vacío que lo llenaba todo. El día se desperezaba, como yo, de mala gana sobre aquel desierto cruel en el que era una patraña eso que nos contaron en la escuela: ¡no en todos los desiertos hace frío de noche!
Mi cerebro me traicionó y, con la loable intención de refrescarme, hurgó entre los recuerdos hasta encontrarme en la piscina del jardín, disfrutando de una limonada y evadiéndome de la pelea entre mi mujer y los niños a propósito de las horas de la digestión.
Sí, no se extrañen. Yo tuve, o quizá aún tengo, una casita con jardín, una esposa amantísima pero fuerte e independiente, dos hijos y un perro al que saco a pasear los domingos cuando voy a comprar el periódico. O puede que sea un recuerdo inventado por mi cerebro para vengarse de los excesos de anoche, quién sabe. El caso es que encontré las fuerzas para levantarme penosamente, controlando el bombeo de sangre para que no me estallara la cabeza. Sólo cuando estuve de pie me di cuenta de que llevaba una botella de whisky agarrada en la mano izquierda, por eso me había costado tanto incorporarme. Maldije al figura que incluyó esa bebida en la cesta de Navidad de la empresa (¡yo odio el whisky!) y volví hacia la planta de extracción de gas, perdida en el mar de arena de un desierto que sólo conocían sus habitantes y otros desgraciados como yo.
Con la botella en una mano y la otra en el bolsillo del pantalón, buscando la caja de aspirinas que suelo llevar encima, escalé a trompicones la duna que me separaba del campo de extracción. Aún se veían indicios de la juerga de Navidad que nos montamos la noche anterior: el Jeep del gerente atascado fuera de la pista de entrada a la planta y con el motor en marcha, los pilotos rotatorios de las señales de emergencia diseminados alrededor de los módulos dormitorio; todas las puertas abiertas de par en par y ni un alma en la caseta de vigilancia. Parecía que no era yo el que había terminado la noche en peores condiciones, incluso la torre de extracción estaba en silencio. Meneé la cabeza incrédulo y aventuré que el director nos machacaría con las horas extras que podríamos cargar al proyecto. Le dediqué con el pensamiento un saludo “cariñoso”, recordando lo absurdo de su decisión de no poder volar de vuelta a casa para Nochebuena, y me dirigí al módulo de control para ser el héroe del día. Pondría de nuevo la planta en funcionamiento y manipularía convenientemente el servidor informático para hacer creíbles los datos de la explotación durante esa noche.
No sé ustedes, pero yo tengo una capacidad innata para ir cabreándome poco a poco mientras mi pensamiento va dándole vueltas a algún asunto estúpido. Desde la sonrisa irónica para demostrar condescendientemente cómo me toca las narices una actitud mentecata de un tercero, hasta querer arrasar con todo bicho que se me cruce por el camino; sólo necesito unos minutos, tres o cuatro razonamientos resentidos y algún deseo reprimido hacia el ya mencionado tercero estúpido y toca narices. Así que cuando llegué al módulo de control, la resaca había mutado en feroz resentimiento hacia mis superiores y hacia toda la sociedad en general por criar en su seno sabandijas indeseables que ven premiadas sus idioteces.
Entré a la caseta barruntando alguna terrible venganza contra la putrefacción del sistema cuando me topé de bruces con la nariz de un desconocido. El tipo, un chaval joven de aspecto centroasiático que apenas habría empezado a afeitarse el mostacho, se asustó al verme aparecer con mi cara de resaca y lo ojos inyectados en sangre. A mí no me dio tiempo a preguntarme quién era, ni siquiera a asustarme. Simplemente tuve una reacción violenta al toparme con un desconocido que cargaba con un fusil y que pisoteaba el cuerpo de Mijaíl, nuestro guardia ruso, el único cabrón que me caía bien en aquel desierto caluroso e insufrible.
Antes de que el soldadito pudiera gritar nada o llevarse el arma al hombro, le reventé la botella de whisky en la cara soltando un improperio. Le quedó una bonita brecha en la cabeza mientras se derrumbaba sobre mi amigo ruso. No me detuve a comprobar en qué estado quedaban ambos, instintivamente le arranqué el fusil, un AK-47 más viejo todavía que el de Mijaíl, y salí excitado, invadido por un extraño sentimiento mezcla del pánico, la indignación y un gozo inexplicable.
En la sala de entretenimiento y comunicaciones no había quedado nada entero, los ordenadores y el teléfono satélite estaban hechos pedazos por el suelo o agujereados a balazos. Eso explicaba los fuegos artificiales con los que creí haber soñado durante la cogorza. Rescaté una cerveza que sobrevivía en la nevera y salí dándole un trago para ayudarme a tragar otra aspirina. Había huellas hacia el oeste, y más allá de los inodoros químicos, alejados de las torres de extracción antiguas, vi un grupo de gente. Eran mis compañeros vigilados por dos tipos armados que discutían entre ellos. Otros dos intentaban desatascar un viejo furgón soviético de la arena, a unos diez metros de donde los dos primeros custodiaban al resto de trabajadores. Parecía un secuestro chapuza en toda regla.
“El alcohol te matará”, solía decirme mi madre cada vez que nos juntábamos a comer toda la familia en Navidad. Este año no pudo ser, pero sonreí triunfal al comprender que a pesar de las reiteradas advertencias maternas, en esta ocasión era el alcohol lo que me había salvado de aún no sabía qué. Qué rabia me dio no poder coger un teléfono para restregarle lo acertado de mi comportamiento la noche anterior.
Dejé las disquisiciones familiares, y aún enfadado me di cuenta de que los dos secuestradores que intentaban sacar el furgón de la arena habían dejado sus armas en el suelo, a los pies de los otros dos que vigilaban. “Día de suerte para el caballero”, pensé metiéndome en el papel de Harry El Sucio. Es curioso que, a pesar de todo lo que despotrico contra lo que me rodea, mi actitud física más agresiva hasta esa misma mañana había sido la de espantar moscas; y sin embargo en ese momento lo vi todo claro y sin ningún cargo de conciencia. Me había quedado sin mis regalos de Navidad en casa y todo me daba igual. Mucho. No pueden imaginarse cuánto.
El sol estaba detrás de mí, aún lo suficientemente bajo para deslumbrar a los secuestradores, pero calentando como un condenado; y la distancia de casi doscientos metros era perfecta para probar en el mundo real mi puntería legendaria en el universo de las videoconsolas.
Di otro trago a la cerveza, me acomodé en el suelo y apunté. Al poner la mano izquierda delante de mi campo visual, descubrí que en el anular brillaba un anillo, así que el recuerdo de la piscina y la limonada debía de ser cierto. Resoplé con fastidio y me lo quité para que no me molestara al disparar.
Primero lo hice a los dos que empujaban al camión, antes de que pudieran refugiarse tras el vehículo. Después a los otros dos, que pillados de improviso ni se plantearon siquiera esconderse entre mis compañeros para que les sirvieran de escudos humanos. Desde luego, cualquier indeseable con un arma puede conseguir, a pesar de su estupidez, muchas de las cosas que se proponga. Y no sé si ese pensamiento iba por mí o por los cuatro desgraciados que cayeron al suelo. ¿Quién los habría enviado aquí y cómo se podía ser tan idiota como para dejarse pillar tan fácilmente por aficionados? Esta pregunta sí iba dirigida tanto a los ex-secuestradores como a mis compañeros.
No me devané los sesos en buscar la respuesta, recuperé el anillo y la cerveza y me volví hacia las dunas. En el camino vi que Mijaíl la emprendía a puñetazos con el jovencillo a quien le había aplicado minutos antes el alcohol al mismo tiempo que le hacía la herida. Sin que me viera, dejé el fusil en la puerta de su garita sabiendo que si yo no aparecía él sabría atribuirse todo el mérito, y continué a terminar de pasar la resaca entre las dunas. Desafortunadamente, cuando llegué al lugar donde había pasado la noche, descubrí que no era tan acogedor como lo recordaba, y además ya había dado el último trago a la lata de cerveza. Sin duda el día no iba bien.
Mirando el envase en una mano y el anillo en la otra, recordé que odiaba la limonada y yo era más de gatos de que perros. Así que sin mirar atrás, me convencí de que había llegado la hora de volver a ser valientes y no preocuparme de que alguien me reprochara cada mañana que me dejara destapado el tubo de la pasta de dientes. Además, lo del corte de digestión es un mito que cualquier médico puede desmontar en medio minuto.

Conocía un poblado miserable en las montañas, a una jornada de camino, en la que un viejo campesino una vez me ofreció a su hija a cambio de hacerme cargo de sus tierras; o quizá era al contrario, tampoco importaba mucho. Dejé que el anillo se me escurriera de las manos y sonreí al darme cuenta de que yo siempre había querido tener un huerto en las montañas.

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