Horas más tarde, después de
haber pasado la noche redactando en un papel en blanco imaginario la despedida declaratoria
definitiva, los pájaros
al otro lado de la ventana me recordaron que el sol saldría como cada
maldita mañana de aquel verano que llegó tarde y de repente. Trinaron que el amanecer reptaba con la misma
contundencia con la que la realidad, embozada en una esquina, golpea para
robarte cualquier ilusión falsa que te hubieras atrevido a germinar en la
almohada.
Los edificios del barrio seguían
en pie, los autobuses continuaban atronando abajo en la calle y una polilla
bailaba perdida y feliz en la soledad del garaje, convencida de que la noche se había vuelto eterna
y las estrellas se alargaban como neones disléxicos. Fuera, en el primer
semáforo, alguien con gafas de sol me observó con sospecha y me hizo recordar que la
mirada del vampiro sólo la reconoces cuando ya es demasiado tarde, así que
conté los tres segundos de calendario tras el parpadeo verde a los peatones y
aceleré hacia el punto de fuga ciego del final de la avenida.
Las calles de la gran ciudad a comienzos
de agosto no son el refugio de soledad bulliciosa en el que sumergirte anónimo,
no son el suicidio personal donde ser consciente de tu insignificancia dentro de la marea de rostros y ojos perdidos entre legañas y pantallas de móvil. Las calles
ninguneantes del invierno eran ahora una piscina de agua fría en mitad del
desierto, un amplificador de las sensaciones, un repetidor que hace retumbar en
tu piel la percepción de ti mismo, la jaula de realidad líquida llena de tu
propia consciencia omnipresente.
En cada semáforo retomaba un
nuevo párrafo de esa carta digna e innecesaria que necesitaba escribirle, pero
las lágrimas tozudas se empeñaban en no acudir en mi auxilio, y las letras todavía
no gastadas de canciones traicioneras que lo expresaban todo como yo nunca
jamás lo haría me amenazaban con auto referenciarme a modo de burla en un pensamiento circular sin
fin.
En mi imaginación supe que la
polilla del garaje sólo interpretaba la música perfecta para la letra que aún
no había escrito, y no podría volver allí a preguntarle. En algún momento de la
mañana se habría esfumado, estaría transformándose en la mariposa que huiría a
flores que otro cultivaba en su experiencia; y yo habría perdido la jornada
entre tipos que se llamaban Cayetano, deambulando mi
ignorancia supina de la vida, deslumbrado de todo lo que ella me habría podido
enseñar, tarareando por los pasillos como un despreocupado distractor indiferente, extraviado
en el ritmo del canalla triste y desactualizado que la noche anterior hablaba
del pasado, recordándome a mí mismo que lo mejor que se puede hacer para ser
digno en tu soledad es prometerte que dejarás de cantar.
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