jueves, 2 de agosto de 2018

EL BAILE DE LA POLILLA


Horas más tarde, después de haber pasado la noche redactando en un papel en blanco imaginario la despedida declaratoria definitiva, los pájaros al otro lado de la ventana me recordaron que el sol saldría como cada maldita mañana de aquel verano que llegó tarde y de repente. Trinaron que el amanecer reptaba con la misma contundencia con la que la realidad, embozada en una esquina, golpea para robarte cualquier ilusión falsa que te hubieras atrevido a germinar en la almohada.

Los edificios del barrio seguían en pie, los autobuses continuaban atronando abajo en la calle y una polilla bailaba perdida y feliz en la soledad del garaje, convencida de que la noche se había vuelto eterna y las estrellas se alargaban como neones disléxicos. Fuera, en el primer semáforo, alguien con gafas de sol me observó con sospecha y me hizo recordar que la mirada del vampiro sólo la reconoces cuando ya es demasiado tarde, así que conté los tres segundos de calendario tras el parpadeo verde a los peatones y aceleré hacia el punto de fuga ciego del final de la avenida.

Las calles de la gran ciudad a comienzos de agosto no son el refugio de soledad bulliciosa en el que sumergirte anónimo, no son el suicidio personal donde ser consciente de tu insignificancia dentro de la marea de rostros y ojos perdidos entre legañas y pantallas de móvil. Las calles ninguneantes del invierno eran ahora una piscina de agua fría en mitad del desierto, un amplificador de las sensaciones, un repetidor que hace retumbar en tu piel la percepción de ti mismo, la jaula de realidad líquida llena de tu propia consciencia omnipresente.

En cada semáforo retomaba un nuevo párrafo de esa carta digna e innecesaria que necesitaba escribirle, pero las lágrimas tozudas se empeñaban en no acudir en mi auxilio, y las letras todavía no gastadas de canciones traicioneras que lo expresaban todo como yo nunca jamás lo haría me amenazaban con auto referenciarme a modo de burla en un pensamiento circular sin fin.

En mi imaginación supe que la polilla del garaje sólo interpretaba la música perfecta para la letra que aún no había escrito, y no podría volver allí a preguntarle. En algún momento de la mañana se habría esfumado, estaría transformándose en la mariposa que huiría a flores que otro cultivaba en su experiencia; y yo habría perdido la jornada entre tipos que se llamaban Cayetano, deambulando mi ignorancia supina de la vida, deslumbrado de todo lo que ella me habría podido enseñar, tarareando por los pasillos como un despreocupado distractor indiferente, extraviado en el ritmo del canalla triste y desactualizado que la noche anterior hablaba del pasado, recordándome a mí mismo que lo mejor que se puede hacer para ser digno en tu soledad es prometerte que dejarás de cantar.

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