viernes, 14 de diciembre de 2018

SAINETE DEL AMANTE DIVERSO O DEL TAMAÑO DE LA MINORÍA


–Y entonces desperté.
–¡Quieto ahí! ¿Me está diciendo que todo fue un sueño?
–No señor comisario, fue real. Al menos eso me contó Eva, y he decidido que siempre la voy a creer.

El policía hizo ademán de levantarse del sillón, pero barruntó una maldición ininteligible y mantuvo su escritorio como barrera física entre el detenido y su mal humor. Los días lluviosos siempre sufría dolor de cabeza, y eso le agriaba el carácter. Mucho.

–Malditas bajas presiones –masculló mirando la lluvia que caía en el patio interior de la comisaría–. A ver, empecemos de nuevo, deje de apelar a las circunstancias inconfesables y recuerde su circunstancia actual –recalcó abriendo los brazos, queriendo abarcar desde dentro el edificio entero–. ¿Qué hacía usted en un piso franco de un grupo de extrema derecha?

El detenido miró también hacia la ventana y amagó un mohín de nostalgia.

–Fue por la lluvia –comenzó–. Yo andaba con paraguas y ella no, así que le ofrecí atravesar conmigo el paso de cebra hasta los soportales del otro lado de la calle.
–¿Arapiles?
–Sí, iba a una reunión de trabajo allí mismo.
–Pero usted no fue a esa reunión, las cámaras de seguridad del Corte Inglés muestran que entró con ella al establecimiento.

El hombre sonrió de una forma que el comisario no supo interpretar si era melancólicamente bobalicona o sólo pura lascivia. Esa incapacidad de adivinar lo que pasaba por la cabeza del detenido hacía que se lo llevaran los demonios.

–Me enamoré –declaró–. Fue un golpe, señor comisario. Se me paró el corazón nada más verla, luego se aceleró como un potrillo enloquecido y jovial, y no tuve más remedio que entablar conversación con ella e inventarme cualquier excusa plausible para acompañarla a la compra.

El policía abrió la boca para responder, pero no halló las palabras, así que intentando controlar el mal humor se recolocó en su sillón y tomó la fotografía de la interfecta.

–¿Verdad que es un ángel? –preguntó el otro con caída de ojos.

Por toda respuesta, el comisario miró al agente que permanecía de pie en la puerta. Éste, ante la requisición de su superior, se vio obligado a sonreír con cierta lujuria, refutando los sentimientos del detenido. El comisario evitó cualquier atisbo de complicidad con su subordinado y volvió la vista al detenido.

–Señor mío, ¡déjese de gaitas! Usted acompañó a la señorita Brown a comprar productos químicos para fabricar artefactos caseros de gran poder destructivo.
–Pero oiga, es que no llegué a fijarme en nada más allá del movimiento de su cuerpo, sus ojos luminosos pero aterradoramente hipnóticos, como los de un chamán en la noche oscura, ¡su voz! ¡Esa voz es un recital comprimido de Las mil y una noches, señor comisario! Más allá de la punta de sus dedos no había nada. O el deseo de sus yemas en mi piel, ¡o nada! ¿Cómo iba yo a fijarme en lo que compraba? Me limité a sonreír, a galantearla.

El policía se echó hacia adelante, despacio, apoyó los codos en el escritorio, escondió la cabeza en las palmas de sus manos, contó hasta diez y volvió a asomar la mirada hacia el detenido Éste sonreía con la convicción del estúpido feliz.

–Estado de imbecilidad transitoria –murmuró entonces el comisario, recordando una cita de Ortega y Gasset sobre el amor–. ¿Será posible llegar a este nivel? –se preguntó para sí mismo.
–¿Perdone?
–¡Nada! Sigamos. Tras las compras usted volvió a evadir sus obligaciones laborales y acompañó a la acusada a la vivienda situada en Arapiles 16.
–Claro, las bolsas pesaban mucho. Me ofrecí a llevarle la compra.
–Natural… Usted hace galantemente de mozo de carga de una terrorista mientras sus jefes y la embajada de su país denuncian su desaparición y están ¡a esto! –recalcó mostrando los dedos índice y pulgar de la mano derecha– de montar un conflicto diplomático.
–Bueno, tampoco era para tanto.
–Claro que no, ¡todo una estupidez! –respondió con sorna–. Aquí el caballerete vive un romance con la autora intelectual del intento de ¡¡volar por los aires!! la sede de una empresa del ÍBEX 35 cuando horas más tarde se reunieran allí los responsables de negocios de la embajada de Arabia Saudí y de la principal empresa petrolífera de ese país… ¡Y no es para tanto! –zanjó golpeando con ambos puños en el escritorio.
–Yo…
–¡Usted gaitas! Cuénteme: ¿quién había en ese piso? ¿Cuántos eran? ¿Qué hacían?
–Verá, cuando llegamos no había nadie. Y eso enfadó mucho a Eva. Dijo no sé qué de que no llegaban a tiempo. Y me postulé a ayudarla en lo que hiciera falta.
–¿Me está diciendo que se ofreció a preparar una bomba y un lanzagranadas casero para lanzar el artefacto explosivo al edificio de enfrente?
–¡En absoluto señor comisario! ¿Cómo voy a querer zanjar mediante la violencia cualquier cosa? Soy firme defensor del diálogo, de la búsqueda del entendimiento sincero entre los pueblos y del estado de derecho.

El policía señaló con su índice derecho al detenido y lo miró estupefacto. El agente de detrás anotaba en una libreta, asintiendo con admiración a las palabras del detenido.

–Entonces… ¿Qué demonios pensaba que quería hacer su admirada Eva?
–Qué sé yo… Entendí algo de una cena especial porque habló de cocer en su salsa a los cerdos árabes. Reconozco que me pareció extraño aquel menú porque dudo que en Oriente Medio y resto de países árabes exista alguna raza de cerdo, pero yo…

El comisario resopló incrédulo.

–Pero usted sólo quería encamarse con la señorita Brown…
–Oiga ¿qué dice?
–¡Pinchar, meter, empujar, chingar, fornicar!
–Señor comisario, ¡no le consiento que eche al fango del deseo carnal más obsceno el afecto sincero que siento por Eva!

El policía se echó hacia atrás apoyándose en el respaldo del sillón y, por primera vez en todo el interrogatorio, sonrió.

–Usted es como todos, no me venga con esas.
–¿Qué quiere decir?
–Llevábamos semanas siguiendo a esa célula terrorista, tenemos grabaciones de todo lo que se ve por las ventanas del piso desde donde planeaban atentar. Ustedes, fruto de su fogosidad, olvidaron bajar las persianas, o siquiera correr las cortinas.
–Entonces... –el hombre enrojeció y apenas pudo titubear–. ¿Tienen todo filmado?

El comisario sonrió con media mueca. El detenido miró hacia atrás buscando la complicidad o la comprensión del agente que anotaba sus palabras, en la puerta. Éste le guiñó un ojo picarón y puso una mirada que decía con claridad «Eso da para paja».

–Cuénteme –prosiguió el comisario desde la calma de quien sabe que tiene a su interlocutor acorralado–, ¿en serio no sospechó nada cuando tras sus repetidos coitos llegaron los camaradas de la señorita Brown y montaron el pollo al verle allí?
–Y al ver el pollón –murmuró el agente desde la puerta.

El comisario lo fulminó con la mirada.

–Pensé que eran celos de admiradores viendo cómo la mujer amada ha decidido entregar su más preciado tesoro a otro hombre.
El agente anotó: «Cursiladas decimonónicas varias».
–Simplemente una chiquillada –siguió–, unos pobres exaltados que con la madurez sabrán reconducir la rabia y el ímpetu de la juventud.
–¿Eso pensó cuando discutían entre ellos que querían ser el azote de, cito textualmente lo que dijeron en su presencia: «los putos saudíes»? ¿Pensó que era una chiquillada cuando reprocharon a la detenida que todo se echaba a perder porque su jefa estaba entregada al sexo más sucio con alguien como usted?
–¡Oiga! ¿Qué quiere decir con eso de «alguien como usted»?
–¡Usted es negro, copón! –estalló el comisario–. Una supremacista de ultraderecha, la líder de una célula terrorista que pretendía atentar contra representantes diplomáticos saudíes porque piensan que son basura, que son, vuelvo a citar textualmente: «pastores de camellos con suerte, nuevos ricos, gente inferior como los negros pero en vago»… Repito, ¿pensó que era una chiquillada que los energúmenos capaces de proferir tales barbaridades reprocharan a su líder que se sometiera en la cama a un ciudadano negro?

«Y en el sofá, la mesa del comedor, la encimera, la alfombra…», anotó el agente con una sonrisa de admiración.

El detenido tomó aire y reflexionó unos segundos.

–Señor comisario, yo, como el que más, y dada mi situación de minoría racial en este país y de ciudadano en riesgo de exclusión…
–¿Pero qué me está contando, por Dios y por la Virgen? Es usted alto directivo de una gran empresa tecnológica. ¡Gana más dinero que yo!
–¡Otro prejuicio! Como soy rico y estoy bien posicionado, no tengo derecho a incluirme entre los que conforman mi minoría. ¿No ve que estoy doblemente excluido por ser una minoría social dentro de una minoría racial?
–¡Juro que le enchirono por error en un Centro de Internamiento de Extranjeros, así por mis cojones morenos! –amenazó– ¡Al grano!
–Le estaba contando que nadie cree más que yo en el estado de derecho, en la democracia y en las reglas de juego constitucionales para arreglar los problemas que acucian a nuestra sociedad, que incluso en otras naciones de ética gubernativa cuestionable, hemos de defender la transición pacífica mediante consensos hacia regímenes de libertades como el que gozamos en este país en el que estoy tan orgulloso de vivir. No sé si sabrá usted que el orgullo es el sentimiento que…
–¡Ni lo sé ni me importa! ¡Al grano señor mío!
–Qué desagradable es usted, si me permite decírselo…
–Brrrr –amagó con levantarse.
–Quiero decir que, sin aprobar los medios absolutamente facciosos de los amigos de mi idolatrada Eva, analizo el razonamiento de esos muchachos: se sienten agredidos y, debido a la aparente inacción de las autoridades, no nos ha de extrañar que en la fogosidad juvenil tiendan a comportamientos reprobables. Creen que han de intervenir como sea. Señor comisario, la falta de respuesta de nuestras democracias imperfectas a los problemas actuales puede llevarnos a dictaduras perfectas. ¡Eso es terrible! Hay que usar la didáctica con estos muchachos que…
–¡Que usted es negro! ¿Me entiende? ¡Negro! Y su idolatrada pertenece a un grupo supremacista, racista, ultranacionalista. ¿Se entera?
–Exceso de química, señor comisario.

El policía resoplo incrédulo.

–¿Pero usted lo escucha? –interpeló al agente de la puerta.
–Jodida química… –respondió con espontaneidad el subordinado–. Tuve una novia química. ¡Estaba loca! Se llamaba Alicia y yo la llamaba Alí la Química, como el primo de Sadam Husein… Todos los químicos están locos, comisario.
–¡Ya está bien! –estalló–. ¡Deme esa libreta! ¡Largo! Yo terminaré el atestado.
El agente salió contrariado y el comisario se levantó a cerrar la puerta. Luego se sentó sobre el escritorio, frente al detenido, y rebuscó algo entre los papeles que tenía sobre la mesa.
–Escúcheme bien, señor Nguele. Su embajador llamó hace una hora y ha amenazado que si no resolvemos esto, hará cancelar el primer contrato de extracción petrolífera que acaban de conceder a una empresa española.

El detenido asentía en silencio a las palabras del policía.

–Las grabaciones que tenemos en este disco duro –continuó el comisario mostrando un dispositivo electrónico que había en la mesa– se borrarán accidentalmente.
–¿No me las puedo quedar? –aventuró a solicitar, temiendo que fuera su último recuerdo de Eva.
La mirada del policía le dejó clara la respuesta.
–En el informe diremos que usted fue conducido involuntariamente al piso franco gracias al uso de un estupefaciente de efectos similares a la burundanga. Allí, la inhalación de gases de los productos químicos hizo desmayarse a ambos y el atentado fracasó. Entramos a rescatarlo horas después tras la denuncia de su desaparición. ¿Entiende?
–Y entonces desperté…
–Así me gusta.
–Pero… ¿Y Eva?
–Convénzala de que confiese el escondrijo de sus camaradas: tendrá reducción de pena por colaborar con la Justicia.
–Pero, ¿cómo convencerla? –preguntó azorado.

El comisario agitó el disco duro delante de las narices del señor Nguele.

–Si no colabora sufrirá aislamiento total en prisión. Dígale que bajo ese régimen penitenciario, se olvide de revivir con usted lo que hay aquí –sonrió malicioso mostrando el dispositivo electrónico–. Y todo habrá sido un sueño.

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