viernes, 16 de agosto de 2013

Un viaje a Santorini (escalas de ánimo mediterráneo)



Cuando empiezo un viaje siempre me asaltan sensaciones opuestas. Si viajo es porque quiero, porque lo estaba deseando, porque lo necesitaba. Y habré estado semanas e incluso meses (alguna vez años enteros) planeando ese viaje.

Sin embargo, en el momento de comenzar siempre hay una vocecita en mi interior que, aunque floja, logra hacer notar sus dudas sobre las incertidumbres del viaje, me interpela tirándome de la manga y preguntándome por qué no me quedo tranquilamente en casa, descansando en un sitio conocido, aprovechando mi tiempo para los innumerables proyectos que tengo en la cabeza o por terminar; asegurando que ahí fuera van a aparecer imprevistos y dolores de cabeza indeseados.


En el viaje en el que me encuentro inmerso ahora mismo, y que además estoy haciendo parcialmente solo (luego explicaré esto), también han aparecido esas dudas. A veces no aparecen necesariamente al principio, sino cuando llevo un par de jornadas o cuando de verdad me enfrento a "territorio desconocido".

Escribo desde una habitación de hotel en el centro degradado de Atenas, y para llegar hasta aquí he conducido mi coche desde Madrid a Barcelona, he montado en un ferry hasta Civitavecchia, me he perdido buscando mi hotel en Roma, he deambulado por las calles, ya conocidas, de la capital italiana; he continuado viaje hasta Bari y Brindisi en el Adriático, he dormido unas pocas horas en un camarote de un ferry con unos desconocidos, y me he enfrentado a las carreteras griegas durante toda una madrugada para encontrarme con parte de mi familia en Atenas.


Es cierto que parte de ese viaje lo he hecho acompañado (una ingeniera agrónoma israelí que toca la guitarra me acompañó desde Madrid hasta Bari, y un italiano que quiere montar un albergue rural en Camboya hizo camino conmigo entre Roma y Brindisi, las maravillas de internet). Pero cuando te enfrentas solo a una taquilla de check-in donde no sabes en qué idioma te atenderán o si darán por bueno el correo electrónico en el que te confirma la reserva una tercera parte; cuando vas por una carretera donde las indicaciones son inexistentes, o te vas a dormir con las dudas de si a la mañana siguiente estará tu coche donde lo dejaste aparcado; pues en ese momento la vocecita impercitente te dice: "¿No estarías más tranquilo en casa?".


Sin embargo, el placer de volver a mirar hacia arriba en el Panteón de Agripa, de observar el atardecer desde la cubierta multinacional de un ferry que sale de un puerto lejano, el encontrar el camino para llegar a un punto clave de la ruta, marcado en rojo en tu mapa; o el paseo curioso y descubridor por una ciudad antigua y castigada pero orgullosa como Atenas, donde los olores y los paisajes te llevan a sitios aún más lejanos; todo esto hace que las dudas se disipen y que a ratos tengas que detenerte y decir: "Estoy de vacaciones y estoy disfrutando, que la emoción no te haga olvidar eso".

Tras dos días turisteando con la familia en Atenas, he vuelto a quedarme solo, y mañana vuelo a Santorini para estar allí dos días (veré de nuevo, por unas horas, a la familia durante la boda de mi primo). Y a continuación seguiré viaje por mi cuenta hacia la desconocida Albania (quién sabe qué sorpresas o decepciones me esperan en Tirana, por ejemplo), y hacia la más conocida costa de Montenegro y Croacia.

Supongo que durante todo este periplo que aún he de recorrer, mis estados de ánimo subirán y bajarán, pero pienso que todo viajero, en sus nuevas travesías, sobre todo en soledad, es víctima de las dudas y las incertidumbres. Tengo ganas de vivirlas y de atesorar nuevos recuerdos y nuevas experiencias.

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