lunes, 26 de agosto de 2013

Una frontera y las malas compañías


Parecían dos tipos inofensivos, y sin duda lo serían. Una parejita de jóvenes mochileros franceses y de aspecto un tanto bisoño haciendo autoestop cerca de una de las pocas fronteras que aún quedaban en Europa. Sin embargo su aspecto desaliñado y sucio podría darles algún problema en la aduana: los guardas de las fronteras exteriores de la Unión solían ser bastante desconfiados con aquellos que, entrando desde terceros países menos “civilizados”, no tenían el aspecto de turistas de manual, como era mi caso.
Pero igualmente, tenía que parar a recogerlos, no podía dejarlos allí tirados, aunque eso supusiera perder más tiempo en la frontera con, seguramente, algún registro de sus grandes mochilas: sucias y sospechosas.
Ella era guapa, mucho, con el pelo recogido en un moño estrambótico que dejaba a la vista su cuello grácil, esbelto como ella y, por qué no decirlo, apetecible. Sus ojos claros miraban con un desparpajo más joven que salvaje. Y el acento francés con el que adornaba su correcto y pintoresco castellano aprendido en Sudamérica eran el aliciente perfecto para preguntarse cómo sonaría su voz en un cuarto con poca luz. Él, sin embargo, era un pardillo con suerte, el típico jovencillo del que no sabes si te ha de caer bien o mal por la suerte de estar dándose un viaje mítico con una muchacha como aquella. También es cierto que el sesgo de mi visión me impedía pensar que quizá era ella quien tenía suerte de haber encontrado un hombre así: de menor estatura, pelo rapado desnudando la redondez de su cabeza de cerilla, nariz aguileña y ojos oscuros como el tizón.
El caso es que los subí en mi coche y nos encaminamos a la frontera, cinco kilómetros más allá. Les dio tiempo a contarme, sobre todo ella, ya que él apenas sí se manejaba siquiera en inglés; que habían cruzado la frontera sólo para comprar tabaco (benditos vicios, pensé, que os han cruzado con mi camino), ya que a este lado era mucho más barato, sin los impuestos, abusivos y/o disuasorios del interior de la Unión.
También pudieron contarme que estudiaban Bellas Artes y estaban haciendo un viaje de inspiración, buscando iglesias, frescos, paisajes y esculturas que hubieran escapado a los catálogos canónicos que les enseñaban en la Facultad. Les dije, con afectada pesadumbre, que yo no tenía ni idea de arte cuando me hablaron, entusiasmados, de los iconos paleocristianos que aún permanecían escondidos y desconocidos en los valles perdidos de aquellas montañas agrestes de la Europa más exterior.
Cuando llegamos al puesto fronterizo, pude comprobar que en la aduana estaban registrando aproximadamente uno de cada cinco vehículos, y que aunque estadísticamente no nos tocaba, seguramente nosotros levantaríamos alguna sospecha.
Efectivamente, los guardias, predecibles hasta el aburrimiento, preguntaron nada más ver nuestros pasaportes de distinta nacionalidad si íbamos juntos todo el camino: mi aspecto de turista playero, el sombrerito de paja, el mapa de carreteras sobre el salpicadero y el folleto de un hotel caro, no cuadraban nada ni con sus pelos revueltos, sus mochilas sucias ni sus pies descuidados de kilómetros de patearse los caminos y carreteras.
Inocente, declaré a los guardias que a ellos los había recogido cinco minutos antes y que yo venía de dos fronteras más allá, de un tour con mi coche por las costas de Grecia. Mis pasajeros, convencidos también de su inocencia, reconocieron que sólo habían cruzado ese mismo día para comprar tabaco, pero en una cantidad menor a la que había que declarar. Los guardias, no del todo convencidos, me hicieron aparcar el coche en un lateral y ordenaron que nos bajáramos del vehículo. La desconfianza de estos funcionaros fronterizos es, como ya he dicho, predecible casi al milímetro.
Un guardia joven con cara de sabueso, seguramente recién licenciado y con los bríos propios de los comienzos, se puso a mirar por encima lo que llevábamos en los bolsillos, mientras otro más mayor y de aspecto un tanto más despreocupado me preguntó que cómo pensaba volver a España en coche. Le conté los ferries que tenía reservados y que ya había hecho este viaje en ocasiones anteriores, añadiendo a mi relato las ganas que tenía por fin de entrar de nuevo en la Unión para olvidarme de las carreteras infernales del otro lado de la frontera. Dijo algo en su idioma ininteligible a su compañero más joven y se fue. Él daba por concluido su trabajo de primera criba.
El otro pidió a la pareja francesa que vaciaran sus mochilas. Yo, solícito, les ayudé a sacarlas del maletero y mostré también una mochila, que llevaba como equipaje auxiliar a la maleta más grande donde transportaba el grueso de mis pertenencias. Pregunté voluntarioso si vaciaba mi bolsa. El funcionario negó con la cabeza y señaló al maletero para que la guardara. Ya había elegido a sus presas y no quería que le hiciera perder más tiempo: la cola de vehículos que esperaban para el control de pasaportes iba aumentando.
El proceso no fue muy largo, pero mis pasajeros me pedían, apurados, perdón tanto en inglés como en castellano, lo que hizo que el guardia joven se relajara un tanto. Aunque cuando terminó de revisar uno a uno todos los objetos del interior de sus mochilas, incluyendo libros y bolsas de tabaco de liar, me llevó aparte y me preguntó si me habían dado alguna cosa. Con los ojos abiertos y con cara de sorpresa le dije que no me habían dado nada y le invité complaciente a que mirara lo que quedaba de sus pertenencias, un par de chaquetas y una bolsa, dentro del coche; explicándole detalladamente qué era mío y qué era de ellos.
Mientras acometía su registro, me adviritó, muy serio, de que la próxima vez no cometiera el error de principiante de pasar a dos desconocidos una frontera, puesto que me podrían poner en un aprieto. Que una vez dentro del país hiciera lo que quisiera, pero no para cruzar de un lado a otro del puesto fronterizo. Apesadumbrado le di la razón y, tras un par de trámites más, que incluyó la asistencia de una guardia para cachear a fondo a la chica, para mi solace más sátiro, mientras el joven sabueso hacía lo mismo con su asustado novio, terminaron sus pesquisas.
Como era de esperar no encontraron nada, así que, tras desearme un buen viaje y no dirigirles ni una sola palabra a ellos, nos dejaron continuar.
Iniciamos la marcha más relajados y echamos algunas risas recordando las caras de extrañeza de los guardias cuando ellos me pedían perdón. En su bisoñez, no se explicaban que alguien pudiera pensar que ellos fueran sospechosos de tráfico ilegal de cualquier cosa. Les di la razón, bendita inocencia.
El calor apretaba fuera (al pasar la frontera no sólo habíamos cambiado de país, sino de lado de la montaña, clima, y vegetación), las chicharras cantaban desesperadas recordando que habíamos vuelto al Mediterráneo, y los pinos amables del linde de la carretera invitaban a pararse bajo alguna sombra a contemplar las vistas del mar que aquí y allá se asomaba en cada curva del camino. No nos pareció mala idea detenernos a hacer algunas fotos, puesto que la altura del sol era la ideal para conseguir unos juegos de colores magníficos, según dijo ella. Yo asentí diciendo que quienes sabían de arte eran ellos, así que me desvié por el primer camino que se metía hacia el acantilado cercano, dispuesto a perder otro rato más con aquella encantadora pareja.
Les abrí el maletero para que sacaran las cámaras fotográficas de sus mochilas, y en un movimiento poco afortunado él arrastró mi maleta tras su bolsa, cayendo fuera del coche y abriéndose. Sus caras de asombro fueron impagables al descubrir toda una colección de ricas tallas de madera policromada representando vírgenes y santos. Lo mejor y más valioso que había podido distraer o comprar a precios irrisorios en las desprotegidas iglesias del país que acabábamos de dejar.
-Pero, ¿tú no decías que no sabías de arte? -preguntó ella inquisitiva, consciente del valor de mi cargamento.
 -Bueno -respondí culpable-, lo suficiente como para saber que esto que llevo aquí vale mucho dinero.
 -¡Ilegal! -acertó por fin a decir él en inglés.
Yo, con una tranquila sonrisa culpable, acaricié en mi bolsillo la empuñadura de mi revólver, pensándome qué hacer con él. Y con ella también, claro.

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