La puerta se cerró suavemente,
como nunca pasan estas cosas. El ascensor tardó lo que siempre, aunque pareció
un viaje eterno de once pisos que deshacía media vida apretando tan solo un
botón. Fuera llovía y hacía frío. Dentro del casco también. La moto ronroneó indiferente
por la M-30 bailando entre el atasco y bajo la lluvia de un martes cualquiera
que parecía lunes.
Detrás se quedaba la Nada que,
como en La historia interminable,
engullía Fantasía, terminando un trabajo que piedra a piedra habíamos ido
desmontando desde años atrás, hasta que sólo quedó el eco de un salón sin sofá
y el griterío de cientos de recuerdos danzando a mi alrededor, amplificados por
el prisma de lágrimas.
Ni rastro de los
nabucodonosorcitos que habitaron con nosotros al principio, en el tiesto de la
ventana. Fueron desahuciados en uno de esos momentos en los que no mirábamos, y
malvivían en alguna estructura de tomateras olvidada en un huerto lejos de
allí, donde parecía que se podía plantar y hacer crecer cualquier cosa.
Hube de volver a abrir aquella puerta, pero la
bombilla de la habitación vacía estaba fundida y el parqué malditamente viejo sólo
crujía bajo mis pisadas. Afortunadamente tenía menos de un mes para buscar otra
casa e irme de allí, recoger todo y dejar tranquilas a nuestras sombras. Quién
sabe si ellas seguirían juntas en alguna otra realidad donde las cosas salen como las piensas al principio.
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