El mensaje era claro, conciso, breve y letal: no insistas, decía
tajante, escrito con su caligrafía dura, esa letra retadora que tan bien
conocía, que tanto me fascinó al principio y que ahora marcaba el epílogo de
algo que creímos que iba a durar para siempre. Levanté la cabeza, espoleado por
los ojos fijos en mí, parecía que pestañeaban al ritmo del monitor de
constantes vitales. Éstas se aceleraban con mi pulso y mis náuseas: finalmente
había cumplido su amenaza, minuciosa y perfeccionista al mínimo detalle.
‑Doctor –interrumpió la enfermera‑, la perdemos: hay que cerrar
ya la herida.
‑Efectivamente –confirmé volviendo a leer el mensaje grabado en
la bala recién extraída.
No hay comentarios:
Publicar un comentario