‑Te
echaré de menos –dijo administrativamente mientras manipulaba la manija de la
puerta del coche.
‑Y
yo a ti –cumplimenté, eficiente, mi respuesta.
Abrió
la puerta y desplegó graciosamente el paraguas, esquivando hasta la última gota de lluvia
que acechaba fuera para acariciarle la piel, tan suave en mis dedos.
El
frío de la calle frenó cualquier otra expresión remotamente cálida que se
aventurara a saltar desde mi lengua.
Me
dirigió una última sonrisa antes de cerrar, con un amago de beso en
los labios, y se perdió entre las luces de los coches bajo la lluvia, emborronándose
tras el vaho del cristal. Me gustaba pensar, más bien me acostumbré a pensar, que
no la volvería a ver nunca más y que no la quería. Era el mejor antídoto contra
el amenazante momento en el que terminara aquel juego de provisionalidades
forzadas; pero al mismo tiempo favorecía que cada vez que ella decidía darme
audiencia fuera como un domingo sin colegio el día siguiente.
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