A cada vuelta del tambor de la
lavadora se atenuaba su ansiedad. Aquel ruido doméstico, previsible y
fácilmente reconocible sustituía a cualquier mantra de religión olvidada en las
montañas de Asia. Siempre, con cada antigua mudanza, entre cajas por abrir y muebles por
armar, lo primero que solía hacer era poner la lavadora, buscando así ruidos hogareños
conocidos. Y ahora, tras mucho deambular jugándose el tipo, pudo robar gasoil
para el generador eléctrico y lavar sus harapos. Lo siguiente era salir
nuevamente a las calles desoladas y luchar por comida.
Cauto a cualquier ruido
que se escuchara por la calle salió por Embajadores. Al fondo, una nueva columna de humo brotaba
del Reina Sofía.
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