lunes, 4 de abril de 2016

Luces brillantes

¿Conocen esa extraña sensación, más bien certeza, que se tiene a veces de que algo malo ocurrirá en cualquier momento? ¿Sí? Pues con ese sentimiento me he levantado esta mañana, y no me lo quitaba de la cabeza mientras me vestía, tomaba el zumo de naranja del desayuno y buscaba con prisas las llaves de la moto que, como casi todos los días, había dejado al azar en cualquier estantería del salón.

Con cierta ingenuidad deseché esa impresión cuando encontré las llaves, pensando que el mal augurio se desvanecería en el momento en el que el ronroneo del motor de mi Vespa me devolviera a la rutina kamikaze de cada mañana en la M-30. Pero algo en el color del cielo me exhortaba hacia lo extraordinario. Sólo cuando me he introducido en el largo túnel del sureste de Madrid, zambulliéndome en la lucha diaria contra el resto de automovilistas, he dejado de lado esos sentimientos: la supervivencia entre el tráfico feroz y salvaje de la capital requiere dedicación exclusiva.

Y de repente la luz se ha ido. Todos los focos del túnel murieron en silencio, sin previo aviso ni suave fundido a negro, transformando la iluminación uniforme en un juego de luces y sombras provocado por los faros e intermitentes de los coches. Lo demás ha ocurrido igual de rápido: algunos conductores asustados por el cambio repentino de iluminación han frenado de golpe causando varias colisiones en cadena. He estado a punto de ser barrido por un furgón de reparto, salvándome por medio metro de ser aplastado contra la pared del túnel. Reuniendo la poca sangre fría que me quedaba he auxiliado, junto con otros automovilistas, a quienes habían quedado atrapados en sus vehículos. Además del ruido de los motores, se escuchaba el zumbido grave de los equipos de radio de los coches. Según me ha contado el chófer de un camión, las emisoras han callado con el apagón. Entonces he descubierto que el monóxido de carbono de los tubos de escape comenzaba a acumularse en el interior del túnel: los ventiladores de extracción de humos tampoco funcionaban y aquello iba camino de convertirse en una trampa mortal. Sin duda se ha producido un apagón generalizado en toda la ciudad que incluso ha afectado a los equipos de emergencia.

Me he embozado en la bufanda, a pesar del calor, y me he centrado en auxiliar al herido más cercano, pero no llevábamos ni cinco minutos intentándolo cuando el rumor de un griterío ha llegado desde la boca norte del túnel, cuya luz apenas se adivinaba detrás de la última curva.

La extraña sensación de alerta ha vuelto a mi cabeza, e instintivamente he buscado con la mirada la ubicación de las salidas de emergencia. Mientras el rumor del griterío aumentaba y los demás conductores centraban su atención en ese lado del túnel, yo me he acercado como un autómata a una de las salidas. Cuando los primeros ojos brillantes han aparecido tras la curva, he abierto la puerta en silencio, he entrado y la he bloqueado desde dentro con un extintor. Fuera han arreciado los gritos, seguidos de repente por un tumulto iracundo: golpes, pánico y chasquidos de huesos. La puerta apenas ha resistido el envite de quienes han intentado abrirla desde el otro lado. Los lamentos eran desesperados, pero yo me había sumido en un estado de impasibilidad tal que toda mi bonhomía previa se ha esfumado cediendo el puesto a un deseo egoísta de supervivencia.

Estoy avanzando por la galería hacia la escalera de salida a la calle, ayudándome de la luz del móvil, que también se ha quedado sin cobertura. Subo a tientas hacia la superficie y ya veo la rejilla que da a la calle. Al otro lado vislumbro unos ojos brillantes que me observan desde fuera.


¿Conocen esa extraña sensación, más bien certeza, que se tiene a veces de que algo malo va a ocurrir en cualquier momento?

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