¿Conocen esa extraña
sensación, más bien certeza, que se tiene a veces de que algo malo ocurrirá en
cualquier momento? ¿Sí? Pues con ese sentimiento me he levantado esta mañana, y
no me lo quitaba de la cabeza mientras me vestía, tomaba el zumo de naranja del
desayuno y buscaba con prisas las llaves de la moto que, como casi todos los
días, había dejado al azar en cualquier estantería del salón.
Con cierta ingenuidad
deseché esa impresión cuando encontré las llaves, pensando que el mal augurio
se desvanecería en el momento en el que el ronroneo del motor de mi Vespa me
devolviera a la rutina kamikaze de cada mañana en la M-30. Pero algo en el
color del cielo me exhortaba hacia lo extraordinario. Sólo cuando me he introducido
en el largo túnel del sureste de Madrid, zambulliéndome en la lucha diaria
contra el resto de automovilistas, he dejado de lado esos sentimientos: la
supervivencia entre el tráfico feroz y salvaje de la capital requiere
dedicación exclusiva.
Y de repente la luz se ha
ido. Todos los focos del túnel murieron en silencio, sin previo aviso ni suave
fundido a negro, transformando la iluminación uniforme en un juego de luces y
sombras provocado por los faros e intermitentes de los coches. Lo demás ha ocurrido
igual de rápido: algunos conductores asustados por el cambio repentino de
iluminación han frenado de golpe causando varias colisiones en cadena. He estado
a punto de ser barrido por un furgón de reparto, salvándome por medio metro de
ser aplastado contra la pared del túnel. Reuniendo la poca sangre fría que me
quedaba he auxiliado, junto con otros automovilistas, a quienes habían quedado
atrapados en sus vehículos. Además del ruido de los motores, se escuchaba el
zumbido grave de los equipos de radio de los coches. Según me ha contado el
chófer de un camión, las emisoras han callado con el apagón. Entonces he
descubierto que el monóxido de carbono de los tubos de escape comenzaba a
acumularse en el interior del túnel: los ventiladores de extracción de humos
tampoco funcionaban y aquello iba camino de convertirse en una trampa mortal.
Sin duda se ha producido un apagón generalizado en toda la ciudad que incluso
ha afectado a los equipos de emergencia.
Me he embozado en la
bufanda, a pesar del calor, y me he centrado en auxiliar al herido más cercano,
pero no llevábamos ni cinco minutos intentándolo cuando el rumor de un griterío
ha llegado desde la boca norte del túnel, cuya luz apenas se adivinaba detrás
de la última curva.
La extraña sensación de
alerta ha vuelto a mi cabeza, e instintivamente he buscado con la mirada la
ubicación de las salidas de emergencia. Mientras el rumor del griterío
aumentaba y los demás conductores centraban su atención en ese lado del túnel,
yo me he acercado como un autómata a una de las salidas. Cuando los primeros
ojos brillantes han aparecido tras la curva, he abierto la puerta en silencio,
he entrado y la he bloqueado desde dentro con un extintor. Fuera han arreciado
los gritos, seguidos de repente por un tumulto iracundo: golpes, pánico y
chasquidos de huesos. La puerta apenas ha resistido el envite de quienes han
intentado abrirla desde el otro lado. Los lamentos eran desesperados, pero yo
me había sumido en un estado de impasibilidad tal que toda mi bonhomía previa
se ha esfumado cediendo el puesto a un deseo egoísta de supervivencia.
Estoy avanzando por la
galería hacia la escalera de salida a la calle, ayudándome de la luz del móvil,
que también se ha quedado sin cobertura. Subo a tientas hacia la superficie y
ya veo la rejilla que da a la calle. Al otro lado vislumbro unos ojos
brillantes que me observan desde fuera.
¿Conocen esa extraña
sensación, más bien certeza, que se tiene a veces de que algo malo va a ocurrir
en cualquier momento?
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