Poco antes de que los domingos
fueran amargos cocinaba arroz para dos en aquella cazuela que compraron para su
vida en común, con vino siempre en la copa. Como esas cosas que crees que serán
eternas, nunca lo valoró, ni cuidó: la vida era una sucesión de rutinas entre
dos.
Jamás reflexionó sobre la
posibilidad de otras vidas. Ahora pensaba mucho en ello. Demasiado.
Restó importancia a esta obsesión
sobrevenida y volvió a casa a comer cualquier plato precocinado, de pie en la
cocina, para no ensuciar. Tras la siesta, si el vino quería, bajaría nuevamente
al parque a odiar a las parejas que paseaban de la mano.
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