El Fin del Mundo no es algo que
suelas tener en tus planes. Lo normal es que en tu agenda anotes citas médicas,
visitas de amigos, conciertos, cumpleaños y otros eventos sociales que no te quieres
perder y que consideras lo suficientemente importantes como para no dejarlos al
albur de tu memoria.
En mi caso, para este mes de
marzo de 2020 había agendado algo tan «banal» como un cambio de vida: tras
siete años en Madrid, donde había llegado por un traslado laboral después de
haber vivido diecisiete años y medio en Valencia, volvía (y vuelvo) a Elche, mi
ciudad. Dejo la ingeniería y el project management,
dejo la gran ciudad, sus atascos y su contaminación, para dedicarme a un
proyecto personal relacionado con el turismo, las motos, el aire libre… Para
ello he pedido una excedencia en el trabajo, dije a mi casera que me iba del
apartamento donde vivo ya hace cinco años y programé cómo haría el traslado en
diferentes fases desde Madrid a Elche: el coche, todos los enseres acumulados en
veinticuatro años desde que me fui de Palmeralandia,
para lo que necesitaré un furgón bien grande y un par de días de hacer cajas, y
finalmente la moto.
Mientras tanto la ola del virus
que causaba neumonía había pasado de ser solo algo que ahogaba a una
determinada región desconocida de China y que salpicaba muy poco fuera de sus
fronteras, a convertirse en una marea que empapaba el norte de Italia. Pero
España no era Italia, nos seguía pareciendo igual de lejana que China, y los
pocos casos que empezaban a registrarse aquí se me antojaban algo controlable
que no iba a interponerse entre mi agenda y yo: ¿cuándo antes había venido el
Fin del Mundo a molestarnos y a privarnos de nuestras ocupaciones?
Pues una vez tenía que ser la primera,
e iba a llegar en el momento justo para retrasar el giro de 180o que
había previsto para mi vida (y ojalá este fuera el mayor de todos los problemas
que ha traído el famoso coronavirus).
A comienzos de la semana del 9 al
15 de marzo empezaron a caerse los planes para el fin de semana en el que
fuimos conscientes del problema. «¿Por
qué tanta alarma?» me preguntaba.
«No es para tanto», decía a quienes actuaban de voz de la
conciencia. Se canceló una fiesta sorpresa de 40 cumpleaños en Santa Pola para
el viernes 13, y contra todo pronóstico también la previa del miércoles 11 en
Madrid. Por en medio se habían suspendido las clases en la región y un primer
pánico arrasó con los productos frescos y el papel higiénico de los
supermercados (¿por qué especialmente en Mercadona?).
Yo sólo venía a por manzanas.
Asistí atónito a la escena de estantes de fruta, verdura y carne
vacíos. Había ido como todos los martes a por mis manzanas para la pausa de
media mañana en la oficina, y descubrí con estupor que los vídeos que
circularon durante el día de gente arrasando supermercados no eran una
anécdota: en el de mi barrio, de productos frescos solo quedaban kiwis y
puerros. ¿Estamos locos? Además, luego había quedado con una rusa tártara del
Tínder, a quien me había ofrecido a acompañarla a arreglar su maleta a un local
donde temía que la estafaran por el idioma, y la normalidad en el centro de Madrid
era total. Nada en ese ambiente que olía a primavera en las calles de Lavapiés
invitaba a pensar que el virus era ya una mancha de aceite imparable que
se extendía por todas partes (aunque
no negaré que mi instinto arácnido me hacía buscar espacio entre quienes me
rodeaban).
El miércoles 11 la M-30 ya iba bastante descargada, e hice el trayecto
desde el sur de la ciudad hasta la Torre de Cristal, el edificio más alto de
España, en tiempo récord, pero me dije que eso era solo por la ausencia de
clases, no me parecía un síntoma del fin del mundo. Incluso esa tarde cargué el
maletero del coche con ropa que ya no iba a usar en Madrid: comenzaba mi
operación mudanza, dando por sentado que el fin de semana sería como uno de tantos
y me bajaría a Elche para empezar a vaciar mi apartamento en la capital.
Pero el jueves 12 ya nos preguntábamos en la oficina que por qué no
nos enviaban a todos a trabajar a casa y no solo a los que tuvieran que
conciliar, que era una insensatez limitar la medida sin tener en cuenta que
alejarnos unos de los otros era por prevención y no por conciliación familiar.
Esa misma mañana de jueves el entono de los rascacielos de la Castellana ya venía
disfrazado de domingo, y esa extraña sensación de que algo va a pasar se estaba
instalando en mi cabeza. En efecto esa misma tarde ya nos tocó recoger todo
para trabajar desde casa. Me fui de la torre, donde llevaba trabajando durante
el último año, pensando que sería la última vez allí, que no volvería a ver a
los compañeros, puesto que me quedaban dos semanas laborales antes de abandonar
Madrid. La sensación de fin de etapa se debía más a mis propios planes de desarrollar
mi proyecto que a que la semana tentativa de teletrabajo se convertiría en un
estado de alarma dos días más tarde. Seguía con mi idea de irme a Elche el fin
de semana y decidir si me quedaba a trabajar desde allí, con el debido
aislamiento de la familia, o si me quedaba en Madrid. Ganó la segunda
opción después de saber de la cantidad de gente que de repente, y ante la
posibilidad de que cerraran la región, estaba huyendo a la costa expandiendo el
virus. Esa misma mañana terminé por saber que tenía en segundo grado dos
contactos ingresados: la abuela de una compañera y el director de mi anterior
departamento; y en estas dos últimas semanas había tenido contacto con los
compañeros que me unían a esas dos personas enfermas.
Así que cancelé las dos citas que
tenía en Elche, relacionadas con mi proyecto futuro, y me convencí de que tendría
que quedarme en Madrid sabiendo que los bares cerraban. Mientras tanto una pregunta
que dos días atrás parecía remota e inconcebible ya me rondaba la cabeza, y es
que parecía en ese mediodía del viernes 13 de marzo de 2020, que llegaríamos al
extremo de tener que posponer sine die
todas nuestras agendas: ¿podría llevar a cabo la mudanza que tenía planeada
para dentro de dos semanas?
CONTINÚA AQUÍ...
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