lunes, 16 de marzo de 2020

(OTRO) DIARIO PARA UN CONFINAMIENTO POR PANDEMIA GLOBAL: Primer fin de semana, esto va en serio.



Habrán sido muchos los productos que se habrán quedado huérfanos por recoger en oficinas de paquetería y talleres de lo más diverso, debido a que de repente, de un día para otro, gran parte de los comercios se vieron obligados a cerrar. Es el caso de la maleta rota de la rusa tártara de Astracán que conocí por Tínder, a la que el pasado martes 10 acompañé para llevar su maleta a reparar. Tenía que recogerla el sábado 14 por la mañana. Y allí se quedará a no ser que vaya yo a buscarla cuando todo esto pase, porque ella pudo gestionarse un vuelo de regreso a Rusia antes de que se decretara el Estado de Alarma, estaba realmente aterrada ante la opción de tener que quedarse aquí. Bueno, una Samsonite por 15 €… Hasta que ella regrese.

Previamente, el viernes 13 a mediodía, al mismo tiempo que concluía una videollamada de trabajo desde casa, y mientras aún me debatía entre quedarme en Madrid o huir a Elche, miraba de reojo la televisión y vi que en Madrid ya se tomaban medidas como cerrar bares y restaurantes. Esto empezaba a ir en serio, y el rumor de que se podría cerrar Madrid ya corría por las redes: una amiga me decía que su jefe le contaba que la A-31 en Albacete estaba congestionada en sentido a Murcia y Alicante. Otra amiga que estaba pendiente de bajar conmigo en coche a Elche, me transmitía por whatsapp su nerviosismo porque necesitaba volver y yo no dejaba de tener claro qué hacer.

Finalmente me quedé, pensando aún, ingenuo de mí, que después de la cita médica que tenía el próximo martes con el otorrino podría irme con más tranquilidad a Elche una vez que se hubieran relajado los pánicos iniciales, y teletrabajar desde allí.

Rescaté unos restos de empanada olvidados en mi mini nevera casi vacía y dejé para después de la siesta el ir a comprar comida para volver a llenar mi exigua despensa. Me dije que la mejor hora para ir a comprar sería antes de que avanzara la tarde y evitar así que no quedara nada en los estantes, pero mi procrastinación perenne me retrasó y salí ya tarde después de revisar qué tenía en casa y qué necesitaría reponer. Esta revisión más profunda de mi despensa me permitió descubrir una incomprensible colección de botes de pepinillos en vinagre almacenados en el fondo de un cajón: algún extraño síndrome de ardilla guardando bellotas.

De camino al súper me di cuenta de que toda la gente con la que me cruzaba tomaba, igual que yo, la precaución de distanciarse y guardar un espacio de seguridad. Vi una cola en la entrada de un estanco, con todo el mundo a una distancia de uno o dos metros, con lo que tuve la sensación de que ya estaba calando el peligro de contagio, pero una vez que llegué al súper vi que solo unos pocos intentaban mantener las distancias: es como si pensáramos que dentro de la tienda los virus no se transmiten.

De nuevo, como el martes, no quedaba nada de verdura, fruta o carne. ¿Dónde guarda la gente todos esos alimentos perecederos? ¿Saben lo que son los alimentos perecederos? Y para qué hablar del papel higiénico o pañuelos de papel… Menos mal que tengo bidé.

Llené un par de bolsas con lo esencial para guisar el fin de semana, y dos o tres por si acasos, porque no sabía si encontraría la carne y verdura que necesitaba para acompañar a las legumbres, arroces y pastas (éstas se quedan muy huérfanas si no le pones un poco de alegría en forma de sofrito y chicha). Pero luego me fui a una tienda de barrio y comprobé que allí todo era normalidad y fruterías y carnicerías estaban abastecidas sin problema: estamos locos con lo que ocurrió en los supermercados…

El sábado por la mañana desperté más pronto de lo que esperaba, y fue así también el domingo, que ya tiene delito madrugar para el Fin del Mundo. El caso es que lo aproveché para regresar al súper a buscar dos o tres cosas concretas que no pude comprar el viernes: llegué un par de minutos después de la hora de apertura y pude comprar sin problema, aunque había cola para recoger los carritos (yo decidí meter mis cosas directamente en las bolsas que traía desde casa). Seguía sin haber papel higiénico, me quedan aún 4 rollos y medio, y repito: menos mal que tengo bidé.

Pero después de esta salida tempranera ya sí que tocaba quedarse en casa. Me convencí de que en realidad no sería el primer fin de semana en el que no me movía del sofá, y al final han resultado ser un par de días más conectado que otros muchos en los que me quedé en Madrid. Esta hiperconexión que disfrutamos, o sufrimos, en la actualidad, y la sensación que tenemos de que estamos asistiendo a un momento histórico desde primera fila creo que nos ha hecho pasar el comienzo del confinamiento con menos dramas, al menos quienes tenemos la suerte de no haber perdido a nadie.

De hecho, el decreto por el que se establecía el Estado de Alarma y el confinamiento no llegó hasta el sábado por la noche, pero ese día ya nos estábamos concienciando de que no había que salir. El viernes aún pensaba que no pasaba nada si me daba un paseo por el Manzanares en el parque Madrid Río, alejado del resto de paseantes, sin embargo poco a poco fue calando el mensaje y yo mismo persuadí a alguna amiga de que saliera a hacer deporte: un esguince tonto puede colaborar a la saturación de los hospitales en un momento en el que mejor que no visitemos ningún centro médico.

Yo preferí quedarme en casa a cocinar como si no hubiera un mañana (¿lo habrá?), que es algo que me relaja.

Primero: tener claro qué vas a usar. 


 Segundo: la importancia del sofrito.



 Tercero: el chup chup todo el tiempo que haga falta


Y a envasar. 


O una fideuá para el domingo...





Y ya que estaba a mis tareas domésticas, también quise hacer de buen vecino, y se apoderó de mí el deseo de sentirme útil de alguna manera, con lo que salí al rellano de mi escalera y me ofrecí a la pareja joven de la puerta de al lado, que tiene un bebé cuya principal ocupación es llorar, para que supieran que si necesitaban algo, me tenían allí al lado las 24 h del día. Creí necesario cultivar las conexiones cercanas además de la hiperconexión de las redes sociales.

Sobre la hiperconexión con la que estamos viviendo este Fin del Mundo, me ha permitido saber que tengo aplicaciones en mi teléfono con las que puedo hablar con más de diez amigos al mismo tiempo: desde Madrid, Alicante, Elche, Melbourne o Bratislava, hicimos una quedada por hangouts para contarnos cómo había sido nuestro primer sábado de confinamiento. Y esta quedada se retrasó, primero por la comparecencia de Pedro Sánchez declarando el Estado de Alerta a las 9 de la noche, y luego interrumpida por el primer aplauso colectivo a los sanitarios que están dando el cayo en los hospitales de todo el país. Fue un momento extraño el del aplauso, porque de repente te dabas cuenta de que sí hay gente al otro lado aunque la calle esté vacía. La verdad es que estos momentos de colectividad, en la que todos reconocemos el trabajo de los demás, te hacen reconciliarte con los que te rodean a pesar de los incivismos del resto del fin de semana. Estas situaciones nos retratan en lo mejor y en lo peor que tenemos, y nos sirve para explorarnos mejor a nosotros mismos.

Y en esas ganas de conectar, me sorprendí retomando contactos con gentes que estaban en mi misma situación y con las que llevaba tiempo sin hablar: como por ejemplo una video llamada con Mariana, que con su hipocondría reconocida estaba haciendo cuarentena en su apartamento de San José (Costa Rica) porque temía haberse puesto enferma al estar con alguien que llegó tosiendo después de un vuelo desde Thailandia, con escala en China; o con Zusanna, la doctora en Economía polaca que conocí en una noche loca del verano de 2016 (lo podéis leer aquí: Random guys) y que da clases en China, pero que huyendo de la pandemia ha acabado confinada en un apartamento en Sevilla.

Esto de asomarse a las vidas de los otros es de alguna manera una nueva forma de hacer de vieja del visillo, porque la ventana se queda corta: ya sólo hay gente paseando al perro, o tu vecina a la que pretendiste y que sale a comprar con un chico que vino a visitarla el fin de semana, dándote un pequeño pellizco en el corazón que aviva un rescoldo que racionalmente creías apagado, y quieres que esté apagado porque no tiene sentido pensar en ello. Por eso, a veces, es mejor no mirar por la ventana física y hacerlo por la virtual, aunque sea el Fin del Mundo.


CONTINÚA AQUÍ...

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