Hubo un tiempo en el que viajar por el mundo a bordo de un Seat 131 Supermiriafiori hacia países lejanos, en los que la amenaza de un conflicto latente era la normalidad, no parecía una de las mayores locuras del mundo. Al menos ésa era la impresión que teníamos a finales de la década de los 70, cuando la olla a presión en la que norteamericanos y soviéticos cocían la geopolítica mundial, parecía seguir bien cerrada.
Así, con mi título de periodismo recién estrenado, y abrumado por la efervescencia política en el Madrid de 1978, pensé que sería interesante salir del país a llenar el extraño vacío que me había estado invadiendo conforme me acercaba al final de mis estudios. Para trabajar aquí ya había suficientes compañeros cubriendo la actividad de las Cortes Constituyentes, y yo estaba pensando en un destino en el mapa a más de 8.500 km de distancia. Un lugar del que sabíamos poco más que era el origen de una raza de perro: Afganistán.
¿Por qué aquel país a priori tan poco interesante? Pues bien, meses atrás me habían impactado las aventuras de los buscavidas Danny Dravot y Peachy Carnehan en la película El hombre que pudo reinar, que transcurría en algún lugar de aquella región del mundo. Casi desde el comienzo de la proyección sentí añoranza de esos tiempos no vividos y de esos personajes hoy imposibles, atravesando fronteras difusas en un mundo sin pasaportes ni necesidad de pasado, con todo un futuro por conquistar. Además, también se daba la casualidad de que había comenzado a leer esa misma semana Estudio en escarlata, la primera de las aventuras de Sherlock Holmes, historia que comienza con un Dr. Watson perdido y vacío, como yo, tras su regreso del servicio en el Ejército de Su Majestad en la guerra de Afganistán. Esta coincidencia aumentó mi curiosidad por ese país y por la ruta que desde Europa me podría conducir hasta allí: el Sendero hippie. Se trataba de una especie de Camino de Santiago para las juventudes menos ortodoxas de Europa, un viaje del que hablaban durante los descansos entre clase y clase algunos de mis compañeros más iluminados (por no decir fumados) en la Facultad de Ciencias de la Información. Un sendero alegre y colorista que pasaba por Kabul en su recorrido hasta la India y Nepaly y que durante las dos últimas décadas se había popularizado entre el movimiento hippie. Como era normal en aquella época, no hacía mucho tiempo que, con retraso, habíamos tenido noticia de dicha ruta en la gris y formal España
Para más datos, mediaba la primavera climatológica y política en nuestro país al mismo tiempo que se recibieron noticias de otra primavera en Kabul. A finales de abril estalló la revolución de Saur, o de la primavera en su idioma, en la que los afganos derrocaron a un príncipe autoritario que a su vez gobernaba tras haber destronado años atrás a su primo y hacerse nombrar Presidente del Estado Republicano de Afganistán. Más o menos igual de esquizofrénico que lo que estaba ocurriendo en España, donde un Príncipe se convirtió en Rey al morir el tirano que lo tutelaba, decidiendo abrir el camino de la democracia.
Quise ver en aquellas coincidencias una señal y, como si de Alejandro Magno se tratara, me convencí de estar llamado a alguna gran epopeya llegando hasta la Alejandría del Cáucaso, junto a Kabul. Quería comprobar por mis propios medios si lo que ocurría en Afganistán se trataba de una revolución marxista según decían algunos medios, una de esas revueltas que tanto temían los más reaccionarios en nuestro país; o si por el contrario estábamos ante un proceso distinto con el que pudiera establecer paralelismos con lo que estábamos viviendo en casa.
Aún no sé cómo vendí la moto al director de un semanario para convencerle de comprar un coche y embarcarme en un largo viaje. Le hablé de la conveniencia de publicar una serie de reportajes sobre la situación política y social en diferentes países de nuestro entorno (sí, es cierto, conseguí que el término entorno se ensanchara hasta unos límites poco usuales) para buscar paralelismos con el momento que vivíamos en España; así como incluir un análisis de las razones de la existencia del sendero hippie y la historia de ese corredor social y comercial tan relacionado con la Ruta de la Seda. Y así de sencillo fue, antes de que yo mismo pudiera creérmelo, estaba tramitando mis visados hacia Afganistán.
No les abrumaré con la narración de los dos meses de la primavera de 1978, conduciendo sin prisa en mi nuevo Seat 131 hasta Kabul. Ya les contaré en otra ocasión la forma en que por el camino conseguí enviar varias crónicas y artículos de fondo sobre los países que me salieron al encuentro: la organización federal de la cooperativista y moderna Yugoslavia y su comparación con las propuestas autonomistas de España, la extraña democracia turca tutelada por el Ejército en un país de mayoría musulmana y el paralelismo con lo que teníamos en casa, o las revueltas en Irán contra un sha cuyo rico exotismo conquistaba los titulares de nuestra prensa rosa.
Como les he dicho, no es tiempo ahora de eso, lo que me ha impulsado a sentarme frente a la pantalla y contarles mi historia fue el recuerdo que más de treinta años después aún conservo de alguien con quien viví uno de los años más intensos de mi vida, el recuerdo de la mujer que pudo reinar.
Así empezaría una novela que tengo en proyecto, una novela negra en la que un pipiolo recién licenciado en Periodismo emprende un viaje de más de 8.000 kilómetros hasta Kabul. Allí se verá envuelto en un crimen relacionado con las intrigas políticas que sacuden la capital afgana, donde tanto la CIA como la KGB luchan soterradamente para atraer a su bando al débil gobierno. En estas correrías por la ciudad, escribiendo de todo lo que ve y evitando verse envuelto contra su voluntad en más conspiraciones, termina por trabar amistad con un desencantado diplomático ruso de misión incierta y una orgullosa funcionaria afgana cuya actitud reservada y desafiante oculta un pasado y una historia digna de ser contada y recordada.
Se trata de un viaje literario al origen de uno de los males que nos acecha en la actualidad, donde el protagonista, además de enamorarse de La última sonrisa de Kabul (úno de los posibles títulos de este libro junto con La mujer que pudo reinar) conocerá a personajes de lo más diverso como un joven agente del KGB recién licenciado en Derecho, de nombre Vladimir y especialista en la política de Estados Unidos en África, o a un muchacho saudí de humor imprevisible, traficante de armas, rico y profundamente anticomunista que siempre frecuenta los mismos fumaderos de marihuana que los últimos viajeros que continúan frecuentando el Sendero hippie.
¿Quién me mantiene mientras termino la novela que tengo ahora entre manos y escribo esta otra? Será un éxito seguro...
:)
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