sábado, 3 de enero de 2015

«MURDERABILIA», UN CÓMIC DE MUERTE Y CREACIÓN (Crítica)


 
 
Sentarse a crear algo es difícil si estás vacío, porque crear es, al fin y al cabo, vaciarte, soltar lo que llevas dentro: a veces una expulsión traumática y otras una filantrópica contribución en la que compartes con quienes quieran leerte, escucharte, verte o incluso tocarte y saborearte, eso que de alguna forma u otra necesitas materializar.

Hay quienes tienen mucha vida interior y no necesitan grandes experiencias para ser un derroche creativo, mientras que algunos, entre los que me incluyo, y quizá por eso me identifico con el personaje más bien anodino de Murderabilia; necesitan acumular vivencias, verse envueltos en el meollo de la cuestión, robar retazos de realidad para poder armar y dar forma a eso que hay dentro pero que no encuentra cómo materializarse.

De la creación y de la destrucción va, entre otras cosas, Murderabilia la nueva novela gráfica de Álvaro Ortiz. Al igual que en su previa Cenizas, tenemos unos personajes que necesitan encontrarse, que no están ni donde ni como quisieran estar, y que de una forma u otra deciden dar un salto adelante para encontrarse con su destino.

Pero en Murderabilia ya no tenemos a los personajes entrañables de los que me encariñé en Cenizas. Esta vez, y según mi impresión, Álvaro Ortiz consigue, a pesar de usar la narración en primera persona, que la empatía con el personaje principal no sea tanta. Está igual de perdido pero quizá menos jodido que los de su anterior trabajo y aun así su historia es más dura, más fría y, a pesar de todo, más creíble por ser menos rocambolesca.

Si en Cenizas teníamos un tratado sobre la incineración, en Murderabilia lo tenemos sobre objetos cercanos también a la muerte pero de una manera bastante más macabra (el nombre de esta obra es un término acuñado por el Director de la Oficina de Víctimas del Crimen del Departamento de Policía de Houston, Texas, para referirse a la colección de objetos relacionados con asesinatos y crímenes).
La muerte vuelve a estar presente como elemento creativo y como chispa detonante de cada una de las decisiones fundamentales de esta historia. Gracias a una muerte, el personaje, Malmö Rodríguez, toma la determinación que le ayudará a salir del estancamiento creativo en el que se encuentra. Gracias a otras muertes, Marcy, el personaje femenino, está atrapada en su existencia en un hotel (no confundir con el viaje hacia el hotel Existencia, guiño que algunos entenderán). Gracias a su obsesión por la muerte, tenemos al personaje que ejerce de piedra alrededor de la cual gira toda la trama. Gracias a la muerte por supervivencia (un festival de caza) subsiste el pueblo, perdido en algún lugar imaginado por Ortiz entre EEUU y el norte de España, donde se desarrolla la historia.

Es la muerte lo que ha llevado a unos personajes comunes y corrientes que te cruzarías por la calle y en los que no repararías, a coincidir en el tiempo y en el espacio en unas circunstancias dramáticas mientras buscaban su lugar en la vida o subsistían a la misma. Es esa vida, quizá miserable, la que hace que se aferren los unos a los otros una vez que se encuentran y deciden que no tienen nadie mejor al lado con quien juntarse, la que provoca que no haya muchas preguntas sobre el pasado para encarar mejor el futuro. Y es al fin y al cabo el descubrimiento de las respuestas a esas preguntas no formuladas lo que detona en el desenlace inesperado de esta novela, más bien amarga, crepuscular e incluso tarantiniana (si se me permite la inventada), con pocas concesiones al buenrollismo de Cenizas.

Lamentablemente se lee en poco más de una sentada.

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