viernes, 2 de enero de 2015

Dos estaciones


Fue una de esas escasas noches en las que a las dos de la madrugada te dices que es mejor volver ya a casa a dormir, pero en las que se te hace de día en una habitación extraña escuchando mil historias, quién sabe si inventadas, de una mujer que decidió no llegar sola al amanecer del primer día de invierno. Así empezó.

‑¿Ya te vas? –preguntaste con tu suave acento cuando me escabullía de la fiesta hacia la puerta‑. ¿No me prestas tu bufanda, que tengo frío?

‑Tápame con tu rebozo, llorona, porque me muero de frío –acerté a replicar, sin sentido alguno, haciendo referencia a La llorona¸ canción que ninguno de los hípsters de aquella fiesta en la que nos presentaron con cortesía forzada hubiera reconocido.

Semanas después me confesaste que las rancheras no eran tu fuerte. Sin embargo declaraste que aquella noche en un entorno desconocido y tan lejos de casa, mis referencias menos tópicas que las de los otros buitres que te rondaban buscando hacer presa en tu exotismo, conjugado con mi fingido desinterés al irme tan pronto, te impulsaron a retenerme con un susurro mientras tironeabas de mi bufanda: «Tómate esta botella conmigo, y en el último trago nos vamos».

Eras demasiado bella, a pesar de las ojeras causadas por el jet lag, como para que un tipo como yo pudiera fijarse descaradamente en ti sin el fruto del desprecio manifiesto, pero quizá el hecho de coger mi sombrero nuevo del guardarropa, a juego con la bufanda, te llamó la atención lo suficiente como para atreverte a jugártela conmigo.

Generalmente buscamos personas sinceras con la ilusión de compartir el resto de nuestras vidas, pero nada incita más a jugar a eso que creemos que se llama amor que mil mentiras lo suficientemente bien dichas como para ser aceptadas. Aquella noche yo supe interpretar bien mi personaje de tipo de mundo, y tú tenías las historias más exóticas que había escuchado en mucho tiempo. Tu suave acento mejicano recién aterrizado engatusó a mi imaginación cuando me contabas sin rubor el argumento de La reina del sur como si tu vida fuera un narcocorrido. El tequila que habías llevado como presente a la fiesta hizo el resto: Nada de limón ni de sal, «pendejadas propias de gachupines», dijiste sin inmutarte. Mirada desafiante con cada una de tus invenciones descaradas y respuesta en forma de caballito de tequila Revolución. Tus ojos herían como si fueran las mismas pistolas dibujadas en la botella cada vez que volvías a depositar ligeramente, sin alharacas ni golpes, el vaso sobre la mesa antes de continuar la narración sosegada que yo no me creía.

Fue ese autodominio, esa fe ciega de que mi «Me tengo que ir ya» era la única mentira que yo era capaz de contarte, lo que me ató a tu estela una vez que el dueño del piso dio por terminado el evento y nos vimos todos en la calle sin saber si continuar la fiesta en algún lugar oscuro o si disolvernos cada uno en su casa.

‑¡Vamos, carajo! –exclamaste desde tu apenas metro cincuenta y cinco de altura‑, ustedes no saben la suerte que tienen de poder caminar a estas horas de la noche por el centro de la ciudad sin preocupación alguna. ¿No son tan machos ustedes los españolitos?

Y ésa fue la frase que escuché tantas otras noches cuando yo me quería ir ya a casa pero tú prolongabas la espera y la ronda por las calles de Madrid, hasta que por fin decidías invitarme a tu cama para tomarte la venganza por lo que, decías, os hizo Cortés. Nunca te repliqué que, según otra de las mentiras que me creí gustoso, por tus venas corría sangre de todos los continentes.

Aquella noche inaugural casi perdimos el primer metro de la mañana. Me dijiste, buscando en el plano de la red tu destino, que te quedabas conmigo sólo dos estaciones, que sería la única promesa que debería tomarme en serio; pero tuve la audacia de apearme contigo y terminamos subiendo la escalera de tu casa cantando Paloma negra para espantar al último moscón que pensó podía apuntarse a un trío improbable. No, la reina del sur había elegido ya compañero discreto que le enseñara algo más que las calles atestadas de Malasaña.

Sin embargo, en la oscuridad de tu cuarto seguiste hablando y hablando, describiendo el D.F., rememorando los veraneos en Baja California con tus tíos de San Diego o el road trip que hiciste en 2008 hasta Panamá, describiendo el sabor del mole de tu abuelo Nicanor y del chile en nogada que solía preparar tu madre por el Día de la Independencia. Te pusiste triste al hablar de esa Navidad que llegaba, la primera lejos de casa. Me avasallaste a preguntas sobre mi origen, mi ciudad y qué hacer siendo forastero en Madrid, hasta que se hizo de día y callé a besos tu locuacidad de tequila, entonando el Amanecí en tus brazos de un tal José Alfredo... Y así pasaron muchas, muchas horas; y muchos, muchos días en los que yo despertaba llorando de alegría por tu entrega rabiosa y tú me regalabas con Las mañanitas aunque no fuera mi cumpleaños.

Pasó el invierno entre mantas y paseos abrazados, vivimos la primavera en la calle y descubriendo otros rincones de lo que con sorna llamabas la madre patria. Me contagiaste tu entusiasmo y tu sensibilidad artística ante cada fachada, cuadro e incluso paisaje que yo te enseñaba interesado. Me prometiste que me llevarías a México, que en El Zócalo no había rincón donde no te saludaran, que sabías dónde tomar los mejores chilmoles de Mérida, y que incluso habías descubierto una galería subterránea bajo la pirámide de Teotihuacán que tan solo tú conocías.

Y también me jurabas al oído que me dejarías sin aliento cada noche y cada mañana gracias a los más de dos mil metros de altura a la que estaba el D.F. Eso era lo único que a mí me importaba: tener tus ojos, oscuros como siglos de brujería, frente a los míos, incrédulos como los de un niño ante un almacén de juguetes para él solo.

Terminó la primavera entre todas esas promesas que no valen nada, y quise llevarte a mi mar Mediterráneo, tan lejano de tu Caribe querido. Elegí para ello la noche de San Juan, para saltar contigo en una playa escondida las primeras olas del verano. Era como retornar a la infancia pero acompañado de la sabiduría de tus caderas, del susurro cálido de tu acento trasatlántico. Había un grupo de jóvenes al final de la playa tocando guitarras a la luz de una hoguera, qué más podía pedir para ambientar esa noche. Te seguí hasta ellos, como siempre que buscabas conversación e historias inventadas de bocas de desconocidos.

La noche de San Juan tiene algo de etéreo, se contagia de la provisionalidad de la noche más corta, es principio y fin de muchas cosas. Exactamente igual que aquella otra noche de comienzo del invierno, cuando nos conocimos y me contaste todas aquellas historias que sabía no debía creerme. Y allí, a la luz del fuego, en los ojos de un muchacho con el torso descubierto y nuevamente entre los vapores del tequila, descubrí por fin que todo había sido verdad, debía haber sido verdad, especialmente cuando cantamos en la escalera aquello de «¡Quiero ser libre, vivir mi vida con quien yo quiera…!»; pero que las dos estaciones que me prometiste ya habían pasado, que el verano no era para mí y que esa noche por fin volvería solo a casa.

Desde entonces sé que la vida es una ranchera amarga y arrastrada... Pero bella, ¡carajo!

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