El lápiz con el que ella, cada
mañana, se lo dibujaba solía durar poco más de diez corazones, dependía de su
humor al apretar más o menos, de cómo estuviera de inspirada o de si había
llovido. Entonces, bajaba a la papelería y pasaba horas deambulando entre
expositores, como si nunca antes hubiera necesitado un lapicero, hasta que él
la atendía. Con cada visita ella descubría algo más de sus aficiones y
costumbres, incluso que subía a internet fotografías de pintadas románticas
encontradas por la ciudad. Después, volviendo sola a casa, se preguntaba cuándo
descubriría que los corazones con sus iniciales estaban dibujados con esos
lápices importados que sólo él vendía.
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