De un certero bocado, le arrebató el pincel y, con ojos
traviesos, descendió golosa recorriendo con dedos de manicura perfecta su pecho
cada vez más acalorado. Bajando hacia las caderas, le quitó con pericia pasmosa
el mono blanco mientras que, sin soltar el pincel de sus labios, fue capaz de
pronunciar sensual y con una habilidad encomiable no sé qué declaración sincera
sobre la preferencia de las brochas gordas. Él, con una sonrisa creciendo de
forma directamente proporcional a su palmaria excitación, ya no oía nada,
tampoco la voz que preguntaba a gritos desde un megáfono quién había dejado
entrar a ese zoquete en el estudio de grabación.
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