De un certero bocado, le arrebató
el pincel y, sin volver la vista, se dirigió a gatas hacia el diván,
contoneándose dadivosa en el ofrecimiento de sus caderas desnudas. El maestro
apretó los dientes observando malhumorado el espectáculo de su impertinente
modelo. Sabía que si se dejaba embaucar por los caprichos de una noble podía
darse por hombre muerto, especialmente en este país de curas que le había
tocado en suertes. Así que buscó otro pincel en su bata y, sin dejar de admirar
su femineidad exuberante, soltó un improperio.
‑¡Copón bendito! Sepa vuesa
merced, que en el próximo retrato posará vestida. ¡Y no se hable más, pues!
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