Te
quiere, mamá; se enorgullece de ti, papá; te admira, tu hermana Marta; te
añora, el abuelo. Se apiadan de ti los vecinos al recordarte todos esos
sentimientos de tu familia, al darte ese abrazo que no sabe cómo reconfortar;
se solidarizan los compañeros de trabajo, torpes con las miradas que no
encuentran el modo de consolar. Se horroriza el mendigo de la esquina, el de la
parálisis cerebral, el que sólo tiene vida en los ojos; esos ojos que,
prisioneros de sí mismo, recorren las urnas funerarias para terminar posándose
en los tuyos y en el brillo malvado que sólo él comprende.
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