Se quedaban discutiendo dónde pondrían el sofá, montaban un drama bíblico por el motivo decorativo
de la cortina de la ducha, se indignaban tumultuariamente al ser informados de
que la piscina de la urbanización sólo podía usarse durante el horario laboral
del vigilante, o lloraban desconsolados como párvulos abandonados en la puerta
del colegio al comprobar que el tamaño del ascensor no permitía subir la
vitrina que ella heredó de su abuela. Después, la pareja de octogenarios
abrazaba al tipo desesperado de la inmobiliaria y se marchaban satisfechos de
cómo les estaban quedando los ensayos con público real para la representación anual
de la residencia de ancianos.
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